La hija que nunca existió

Querido diario,

Hoy ha sido un día de emociones intensas. Estaba en una cafetería en el centro de Madrid cuando escuché una discusión acalorada. Alberto, con su actitud arrogante y una pizca de irritación, le decía a Clara, quien se sentaba frente a él, que ya era suficiente con los llantos. La mirada de sorpresa en los demás clientes era evidente. Por suerte, no había amigos suyos alrededor para que no se sintiera aún más avergonzado.

—Alberto, ¿por qué…? —logró decir Clara entre lágrimas, pero él ni la dejó terminar.

—¡Otra vez con lo mismo! ¿De qué niño hablas? ¡No hemos acordado tener hijos! Solo hemos salido un par de meses. ¡Basta ya! —gritó, llamando aún más la atención de otros clientes.

—¿Qué dices? ¡Nos amamos! ¡Me lo dijiste! —clamó Clara, pero fue interrumpida.

—Escucha, olvida de lo que he dicho… estoy a punto de mudarme a Estados Unidos con mis padres. Ya vendimos la casa y movimos todos los activos. Así que, ¡adiós, pequeña! —respondió Alberto con desdén.

—Alberto… —susurró ella, tratando de contener sus lágrimas, que nuevamente brotaron de sus ojos.

—¡Camarero! ¡La cuenta, por favor! —exclamó Alberto, levantando la mano de manera despectiva.

El camarero, algo aturdido, se acercó, y Alberto, con una mano despreocupada, dejó un par de billetes doblados y se marchó sin mirar atrás. Clara, desconsolada, ocultó su rostro entre las manos y lloró aún más fuerte.

Cuando por fin se calmó, el camarero le ofreció un pañuelo.

—¿Desea algo más? —preguntó amablemente.

—No, gracias —dijo Clara, con voz apagada, incapaz de conocer el consuelo.

Cuando salió de la cafetería, el aire fresco la revitalizó un poco. Las lágrimas habían cesado, y apenas mostraban la evidencia de su tristeza en sus ojos hinchados. No quería regresar a casa. Se desvió hacia un pequeño parque donde, durante la escuela, había disfrutado de caminatas plácidas con sus amigos.

Al sentarse en una banca, los recuerdos de esos días despreocupados la invadieron: “Cómo era todo tan sencillo y claro entonces. La vida se expandía ante mí. Las preocupaciones eran solo un par de peleas por una salida cancelada o una mala nota. Ahora, mi vida está hecha un caos. ¿Y ahora qué? ¿Debo interrumpir un embarazo o ser madre soltera? Tendría que trabajar en dos empleos para poder sobrevivir…” Pensamientos oscuros inundaron su mente, y las lágrimas volvieron a caer.

—Chica, ¿te ocurre algo? ¿Puedo ayudarte en algo? Toma, aquí tienes un pañuelo —escuchó una voz masculina suave.

Al levantar la vista, se encontró con un rostro conocido.

—¡Martín! ¿Eres tú? —exclamó Clara, sorprendida.

—Claro, Clara. ¡Qué alegría verte! —dijo Martín, abrazándola efusivamente.

Después de unos momentos, la soltó.

—¿Y qué haces aquí sola y llorando?

—Pasaba por aquí, entré en el parque y me vinieron a la mente recuerdos de la escuela… —dijo Clara, inventando una historia.

—Eres tan emocional como siempre, pero todavía tan hermosa. —Ella sonrió.

—¿Vamos a un café? Conozco uno cercano donde podemos charlar.

Martín señaló hacia el café de donde acaba de salir Clara, pero a ella no le apetecía volver a ese lugar.

—Mejor, ¿qué tal si damos un paseo por el parque y comemos un helado? El clima está perfecto —sugirió Clara.

—¡Vamos! —aceptó Martín con una sonrisa.

Pasaron horas en el parque, recordando anécdotas de la escuela. Por un momento, Clara olvidó lo ocurrido con Alberto y su situación.

—¿Y tú, aún sin pareja? —preguntó Martín con delicadeza.

—No ha sido fácil —respondió Clara.

—Lo mismo me ha pasado a mí —dijo Martín de manera melancólica.

Habían estado juntos durante la escuela; todos los adultos los veían como la pareja ideal. Las familias se preparaban para una boda. Pero el servicio militar de Martín cambió todo. Clara lo esperó, pero, al final, su corazón se desvió hacia otro chico.

Diego, su nuevo amor, parecía ser lo que ella necesitaba al principio, pero la relación se tornó compleja y las ilusiones se desvanecieron cuando lo encontró con otra.

Meses después, la vida le presentó a Alberto, con su encanto y regalos costosos. Clara volvió a creer en el amor, dispuesta a formar una familia. Sin embargo, para Alberto, era simplemente un entretenimiento antes de su mudanza a Estados Unidos.

Martín, siempre considerado, nunca se enojó con Clara por lo que había sucedido. Ella le había escrito sobre su decisión y él solo le deseó felicidad. Después del servicio, decidió no volver a su ciudad natal, se mudó a Barcelona buscando nuevas oportunidades. A lo largo de los años, estudió y trabajó, pero su vida personal no prosperó. A medida que pasaba el tiempo, decidió regresar, convencido de que Clara ya estaría casada.

Imprevistamente, el destino les deparó una sorpresa: Clara estaba libre y sin ataduras.

Dos meses transcurrieron desde su reencuentro en el parque y empezaron a salir. Clara se dio cuenta de que, a pesar de su situación complicada, seguía sintiendo algo por Martín. Pero la sombra del embarazo no la dejaba en paz; sabía que esa relación podría estar destinada al fracaso.

Cierta noche, Martín le llevó a cenar. Después de una comida agradable, sacó un anillo de compromiso.

—¿Aceptarías casarte conmigo y construir una vida juntos? —preguntó esperanzado, seguro de que diría que sí.

—No —respondió Clara, mirando al suelo.

—¿Cómo que no? ¿Por qué no, Clara? ¡Tú adónde vas?

Ella, entre lágrimas, salió corriendo.

Diez años después…

—Mamá, ¿quién vendrá a recogerme hoy? ¿Tú o papá? —preguntó Lidia durante el desayuno.

—No lo sé, cariño. Esta tarde lo sabremos —respondió Clara mientras preparaba el almuerzo para Martín.

—¡Iremos juntos a buscarla! ¡Y al cine! ¡Es viernes! —dijo Martín, entrando feliz a la cocina.

—¡Yay! ¡Papá! ¡Cine! —gritó emocionada Lidia.

Clara observó a su esposo, que parecía nervioso con su teléfono.

—¿Es él de nuevo? —preguntó Martín.

—Sí. Me dice que tomará a Lidia y la llevará a América por la fuerza. —Clara empezó a llorar.

—Esto debe parar. Dame su número, hablaré con él —dijo Martín.

—No, Martín. No quiero que te metas en problemas.

—Todo saldrá bien. ¡Lidia, vamos! —dijo, saliendo con su hija.

Al salir del edificio, se encontraron con Alberto.

—¡Mira! Así que tú eres a quien Clara dejó por mí —dijo despectivamente Alberto.

—Lidia, ve al coche. Necesito hablar con este hombre.

La pequeña obedeció.

—Claramente, Clara te engañó. ¿Sabes que crías a otro hijo? Eres el segundo plato en su vida —dijo Alberto burlón.

—Escucha, Clara y yo nos amamos. Crío a mi hija. Tú solo fuiste un error del pasado que ella decidió corregir. Sal de aquí y no vuelvas a aparecer —advirtió Martín, empujando a Alberto. Este se tambaleó, pero no cayó.

—¿Papá, ya vienes? ¡Vamos a llegar tarde a la escuela!

—Voy, hija.

Martín y Lidia se marcharon, dejando a Alberto en la acera. Miró hacia el coche alejarse, sintiendo que había perdido la batalla. Se le presentaba la cuestión: ¿vale la pena luchar por un amor que nunca existió y por una hija que nunca habría tenido?

Esa noche, tomó un vuelo fuera de la ciudad, prometiendo no volver. A veces, es necesario cerrar un capítulo, aunque desees que la historia continúe…

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La hija que nunca existió