**«Me la jugaste»**
— ¿Me estás diciendo que este perro es más importante para ti que tus hijos? — estalló Lucía, limpiando el quinto charco del día en el suelo de la cocina.
La alfombra había desaparecido hacía semanas. Después de comprobar que ni los productos milagrosos del supermercado podían con el hábito del animal de marcar su territorio, Lucía la enrolló y la tiró a la basura sin pensarlo dos veces.
Pero el problema no era solo la alfombra. Roberto abrió una lata de atún, la vació en un plato y lo dejó todo tirado: el plato sucio en el fregadero, la lata abierta encima de la mesa. Migas por todas partes, una taza con restos de café y un bote de mermelada con la cuchara clavada. En el suelo, algodón y trozos del peluche de un dragón destrozado.
Y, por supuesto, a Lucía le tocaba limpiarlo todo.
— No hace falta que grites —dijo Roberto en voz baja, rebuscando en la nevera—. Es solo un perro. Todavía no se ha acostumbrado.
Lucía se irguió. Su mirada reflejaba la irritación acumulada durante semanas. Entrecerró los ojos y le entregó el trapo húmedo.
— Perfecto. Entonces, tú limpias los desastres de tu perro. Por cierto, solo es un perro, pero yo solo soy tu mujer. La madre de tus hijos. Y esta, tu familia, ya no aguanta más sus marcas y su pestilencia.
Lucía apartó de una patada el algodón esparcido y marchó hacia el dormitorio, esquivando al culpable. Thor, un perro enorme, gris, con ojos tristones, se sentó en el marco de la puerta observando. Sin quejarse, sin esconderse. Como si no tuviera nada de qué avergonzarse.
Recordó cómo empezó todo…
…Dos meses atrás, Roberto apareció en casa con aquel amasijo de problemas peludo.
— Javier se va. Tiene que mudarse por trabajo —explicó él—. Dice que llevarse al perro no es una opción. Y pensé… Thor necesita una familia. Además, a los niños les vendrá bien aprender a cuidar de un animal. Es una buena idea.
Roberto sonreía como si acabara de salvar el mundo. En cambio, Lucía sintió lo contrario. Como si su marido hubiera adoptado a alguien sin consultarla.
— Vale… Supongamos que se queda. Pero, ¿quién lo sacará a pasear? ¿Quién lo limpiará? —ella ya sabía la respuesta.
— Entre todos. Somos una familia. Bueno, lo de los paseos… Tú llegas antes del trabajo. ¿Podrías encargarte?
Lucía suspiró, pero aceptó. Sabía que nada saldría bien, pero no tenía alternativa. Solo le quedaba confiar en que su intuición fallaba.
Lamentablemente, no fue así…
Lucía se esforzó. Compró juguetes, cuencos elevados y vio vídeos de adiestramiento. Thor, por su parte, le dio la espalda. Literalmente. Roberto era su dueño, su único dueño. Los demás éramos intrusos molestos.
En dos semanas, Thor arrancó el papel pintado del pasillo, mordisqueó el brazo del sofá y destrozó todos los cojines de las sillas. Y ni hablar de los «regalitos» que dejó por toda la casa…
Si al principio Roberto lo sacaba por las mañanas, pronto todo recayó sobre Lucía. Ahora ella lo cepillaba, le lavaba las patas, lo alimentaba… Mientras, su marido solo añadía más trabajo.
Como ahora, que se limitó a apagar la luz y acostarse de espaldas, fingiendo dormir. Quizá limpió el charco. Hasta oyó la aspiradora. Pero Lucía estaba segura: el fregadero seguía lleno y la mesa sin recoger.
Y mañana sería igual.
— ¿Sabes qué, Roberto? —no pudo contenerse y se giró hacia él—. Desde que trajiste a Thor, no vivo, sobrevivo.
Él ni se movió. Fingió dormir, aunque Lucía sabía perfectamente que la escuchaba.
— Lo saco por la mañana porque tú duermes. Lo saco en mi hora de comida. Lo saco al volver del trabajo, porque llego antes. Limpio su pelo, cambio su agua, hago todo lo que deberías hacer tú. Y a cambio, solo recibo tus quejas y sus gruñidos. ¿Crees que es justo?
Roberto suspiró. No podía negarlo. La carga había caído sobre Lucía. Los niños mostraron interés los primeros tres días, pero ahora apenas lo rozaban al pasar.
— Exageras. No es para tanto.
Lucía apretó los labios. Otra pared. Pero esta vez, no daría media vuelta.
— Pues ya está bien —dijo—. Elige. Yo o el perro.
Roberto se dio la vuelta, miró al techo con aire filosófico y, finalmente, se levantó para recoger sus cosas.
Lucía lo observó en silencio mientras se ponía la chaqueta y agarraba la correa.
— No abandono a mis amigos. Nos vamos a la casa del pueblo. Cuando te calmes, —explicó antes de irse.
No lo detuvo. Solo siguió con la mirada su espalda. Aquella que acariciaba antes de dormir. Ahora era la espalda de un extraño. Y el perro de otro.
La puerta se cerró con un clic. Primero, Lucía resopló. En veinte años de matrimonio, nunca lo hubiera creído capaz de tanta firmeza. Sus amigos no los abandonaba, ¿pero a su familia sí?
Luego, su mente se aquietó. No más despertadores para pasear. No más cuencos antes de acostarse. No más charcos al levantarse.
Una mezcla de amargura y alivio.
Tres meses después. A veces, Lucía notaba que respiraba mejor. No solo por la ausencia del olor a perro, sino porque todo era más ligero. Como si, al irse Thor, se hubiera llevado también esa pesadez constante. Ya no esperaba que Roberto escuchara su opinión. Ni que recogiera su plato.
Los niños echaban de menos a su padre, pero eran lo bastante maduros para no dramatizarlo. Hasta empezaron a adaptarse.
— Mamá, ¿puedo invitar a las amigas? —preguntó su hija al tercer día.
— Claro. Ya no hay nadie que les salte encima.
Eso sí, su hijo volvió a dejar la bici en el pasillo en lugar del balcón, porque ya no había quien mordisqueara las ruedas. Un sacrificio aceptable.
Juntos empapelaron la pared. No perfecto, pero mejor que los jirones de antes. Lucía tiró las mantas rotas y los cojines acribillados. Compró cortinas nuevas para el salón. De un cálido naranja suave.
Parecía que toda la casa, como ella, había exhalado al fin.
— Mamá, ¿mañana no trabajas? —preguntó su hijo desayunando.
— Casi. Voy a ver a la abuela por la mañana, pero luego tengo el día libre.
La idea la hizo sonreír. Por fin tenía fines de semana.
Y Roberto, mientras tanto, no disfrutaba de su «libertad».
La casa del pueblo, usada solo para barbacoas, resultó menos acogedora de lo esperado. Las ventanas viejas dejaban entrar el frío, el grifo apenas soltaba agua marrón y el baño seguía siendo exterior.
Al principio, lo vivió como una prueba. Hasta lo encontró romántico. Él y su perro contra el mundo. Incomprendidos, pero firmes. Thor debía ser el símbolo de su sacrificio. No un simple perro, sino la prueba de que él podía asumir responsabilidades.
Pero el animal seguía siendo un animal.
Thor aullaba si lo dejaban solo. Robaba y mordisqueaba calcetines. Destrozó los muebles. Y se negabaThor seguía siendo Thor, pero Lucía ya no era la misma, y esa simple verdad le daba una paz que ni siquiera el caos del pasado lograba empañar.