— ¡Pero mira cómo estás! — ¡Más que una mujer, parece un bollo! — dijo Álvaro con desprecio, mirando a su mujer y pensando que ya estaba harto de ella, deseando estar lejos de su casa.
— Cariño, acabo de dar a luz a nuestro hijo. Dame tiempo y bajaré de peso — contestó Lucía, al borde de las lágrimas.
— Las mujeres de mis amigos también han tenido hijos y ya están en forma. ¡Y ni siquiera engordaron tanto durante el embarazo!
En el fondo, Álvaro sentía asco por su esposa. No era esa la mujer que quería a su lado, sino una vibrante, activa y siempre bien vestida, incluso en casa.
Y frente a él solo veía a una pobrecita en bata, con esa cara de disculpa permanente.
Pero Claudia… ¡ella sí que era diferente!
Atrevida, segura de sí misma, preciosa…
Siempre lo esperaba, lo amaba con pasión y, como toda amante, soñaba con que él dejase a Lucía.
La mano de Álvaro buscó el móvil en el bolsillo…
— Voy a dar una vuelta, de paso compraré pan — mintió.
Nada más salir, llamó a Claudia.
— ¡Hola, gatita! Te echo de menos. No aguanto estar en casa. ¿Puedo ir ahora?
— ¡Hola! Te espero, muak — susurró Claudia, coqueta.
Álvaro compró el pan, frunció el ceño al oír llorar al bebé y le dijo a Lucía que lo llamaban urgentemente del trabajo.
Como trabajaba por turnos, no le costó mentir, diciendo que un compañero enfermo necesitaba relevo.
Lucía asintió comprensiva e intentó darle un beso, pero él esquivó el gesto como sin darse cuenta.
El niño se durmió, y ella se quedó sentada en el salón, pensando en las palabras de su marido.
Sí, había cambiado desde la boda, dejó de cuidarse, engordó.
El bebé le ocupaba todo el tiempo, comía a deshoras y hasta de madrugada.
Eran casi las once de la noche.
Intentó llamar a Álvaro, pero su teléfono estaba apagado.
Después de dar de mamar al niño, Lucía se fue a dormir.
A la mañana siguiente, Álvaro llegó y, desde la puerta, anunció que se iba de casa. Que amaba a otra y que a ella no la quería. Pero que no abandonaría al niño y le pasaría una pensión.
Difícil describir lo que sintió Lucía en ese momento. Pero se contuvo, no lloró ni suplicó que se quedase.
Pasó un año…
Muchas cosas cambiaron. El niño creció y empezó la guardería. Lucía encontró trabajo, se apuntó al gimnasio y a la piscina. Poco a poco, el peso comenzó a bajar. No era una modelo, pero su figura mejoró.
En el trabajo, un compañero llamado Javier le echó una mano desde el principio, siempre con amabilidad.
Un día la invitó al cine y luego al parque. Empezaron a salir en serio y, a los seis meses, se casaron. A Javier no le importaba el físico de Lucía. Veía su sonrisa dulce, sus ojos bonitos y valoraba su carácter.
Además, aceptó a su hijo como si fuese suyo. Tanto, que el niño no tardó en llamarle papá.
Una vez, Lucía se encontró con una vecina de su antigua casa.
— Oye, ¿sabes qué? ¡He visto a Álvaro! Se casó con su amante. Hace poco tuvo un hijo y… ¡vaya, si ha engordado! Ahora él siempre se queda hasta tarde en el trabajo.
A Lucía le daba igual. Hacía mucho que no veía a su ex. La pensión era una miseria y apenas se interesaba por su hijo. Pero a ella ya no le importaba.
Porque ahora era feliz de verdad con Javier, que resultó ser el mejor padre y marido…