—¡Ay, hola, hola, reino del desorden! Vicky, tú que estás siempre en casa, podrías haber fregado los platos —reprochó su madre nada más pisar la cocina.
Vicky estaba sacando las sábanas de la lavadora. Le colgaban flojas de los brazos, frías contra la piel. Los dedos le temblaban de cansancio, la espalda le dolía tanto que apenas podía enderezarse.
En la otra habitación, alguien sollozó. Timi. Se había despertado otra vez.
—Mamá, ¿de verdad solo puedes pensar en eso? —preguntó Vicky con la mirada vidriosa—. Sabes que los niños están enfermos.
Lidia dejó la bolsa de naranjas sobre la mesa. Echó un vistazo a la cocina, como una inspectora experimentada, y suspiró.
—No entiendo cómo se puede vivir en este desastre. Solo tienes dos hijos, no diez. Y un marido.
Vicky no contestó. Colgó la funda de la almohada sobre el radiador y se quedó quieta un momento, encorvada. Quería gritarle a su madre, explicarle que dos hijos también eran difíciles, pero ya no le quedaban fuerzas para pelear.
Toda su energía se había ido en los caprichos de Timi, la fiebre de Sonia, la cocina sin parar, las prisas para el colegio y las noches en vela. Todo eso le pesaba como una losa. Y, como guinda del pastel, su madre con su obsesión por la limpieza.
Vicky salió al pasillo para respirar un momento. Asomó la cabeza al dormitorio: Sonia dormía, sus rizos húmedos pegados a la frente. Timi ya estaba sentado en la cuna, frotándose los ojos con los puños.
—Pensé que habías venido a ayudarme —susurró Vicky al volver a la cocina con el niño en brazos—. Los platos pueden esperar, mejor quédate con los niños.
—Vicky, ¿los niños son de quién? Tuyos. Yo ya no soy una chiquilla. Prefiero los platos a los niños.
—¡Mamá! ¿Puedes olvidarte por un segundo de tus malditos platos y dejar de buscar polvo? ¡Uno con fiebre, el otro en brazos todo el día! Llevo tres noches sin dormir. Ni tus naranjas, ni tus sermones, ni fregar el suelo me ayudan.
Lidia apretó los labios y sus fosas nasales se ensancharon de indignación.
—Ayudo como puedo.
—No, no ayudas, solo presionas. Como siempre.
Vicky dejó a Timi en el parque, cogió la bolsa de frutas y se la tendió a su madre.
—Llévate tus naranjas y vete. Por favor.
Hasta Timi se calló. Lidia miró a su hija con desdén, luego la bolsa. La arrebató de las manos de Vicky, como si contuviera una bomba, y se fue.
Cuando el nudo en su pecho se aflojó un poco, Vicky se sentó junto al parque y abrazó a su hijo. Él estornudó en su hombro. Suspiró: justo lo que le faltaba.
Antes, aguantaba en silencio las críticas de su madre. Como mucho, rechinaba los dientes. Porque… bueno, era su madre. Así se hacía. Muchas de sus amigas tenían familiares así. No solo madres. Abuelas, suegras. Todas aguantaban.
Vicky esperaba que su madre cambiara algún día, pero no cambió.
De pequeña era igual. Nunca olvidaría un día en quinto de primaria, cuando quedó tercera en las olimpiadas de lengua. Le dieron un diploma y una tableta de chocolate como premio. Brillaba de orgullo al entregársela a su madre. Quiso decir que también era mérito suyo, pero no tuvo tiempo.
—¡Otra vez has manchado el plumero de barro! Y así por la calle —se lamentó Lidia—. Eres una niña. Debes ser más cuidadosa.
Si encontraba un solo “bien” en las notas, montaba un escándalo. Cuando Vicky fregaba el suelo, revisaba minuciosamente detrás de los radiadores y las puertas.
Lidia nunca la elogiaba. En el mejor de los casos, callaba; en el peor, buscaba algo con qué herirla. Los cumplidos eran como cupones, y esos cupones nunca eran para Vicky.
Iván, su marido, lo sabía. Había oído a Lidia decir cosas como:
—¿Para qué tantos juguetes? Tú con unos puzzles y cubos de madera tenías bastante.
Vicky evitaba invitar a su madre a comer. Pero cuando no había remedio, ya sabía lo que vendría.
—La carne otra vez seca. La has quemado.
Pero que su madre preguntara por su salud o sus asuntos… Eso nunca pasó.
Esa noche, Vicky le escribió a Iván para desahogarse. Sabía que los niños estaban enfermos, que ella estaba agotada, conocía su relación con su suegra. Pero no podía ayudar: estaba de viaje. Al menos podía escucharla.
—La eché —escribió—. No ayuda, solo me saca de quicio.
—Bien hecho —respondió él al instante—. Ya era hora.
Vicky sintió alivio. Era la confirmación de que había hecho lo correcto. Necesitaba oírlo de alguien que veía a su madre desde fuera.
No pudo dormir. Se despertó tosiendo. La habitación estaba oscura, solo la luz roja del televisor brillaba. Buscó el móvil bajo la almohada. Las cinco y media. Ni siquiera amanecía.
Timi se removía inquieto en la cuna. A su lado, Sonia gemía y se movía. Vicky se incorporó. La cabeza le palpitaba como si llevara un martillo dentro. La garganta le picaba, las piernas le pesaban.
Llegó a la cocina y abrió la nevera. Vacía. Leche pasada, un bote de queso casi vacío, unos huevos. En algún sitio todavía quedaban dos rebanadas de pan duro y un paquete de macarrones.
Quizá podía apañar algo para el desayuno, pero ¿y después? Además, se le acababan las medicinas para Sonia. A ella tampoco le vendría mal algo para la garganta. Pero ¿cómo ir si los niños se quedaban solos? En su pueblo, los repartidores escaseaban, sobre todo para medicinas.
—Tengo que ir a la farmacia. Pero no tengo con quién dejar a los niños… No sé qué hacer —escribió a su marido.
—Hablaré con Alicia —contestó él media hora después.
Vicky sonrió con escepticismo. Alicia vivía pegada al móvil y al portátil. Tenía un blog, grabaciones, edición, cursos, su trabajo. Ni siquiera podía tener perro, aunque lo deseaba, por falta de tiempo. Y ahora, niños, una cuñada enferma, una petición de última hora.
No albergaba muchas esperanzas, pero a las dos horas llamaron a la puerta. Era Alicia. Se alisaba el pelo revuelto, jugueteaba nerviosa con el cuello de la chaqueta, pero estaba allí.
—Oye, ¿me das un vaso de agua? En el atasco se me secó la garganta. Mientras me lo das, lavo las manos y me voy con Timi.
A Vicky casi se le cayó la mandíbula. Alicia entró en la habitación, se inclinó hacia la cuna, sonrió y le tocó los dedos al niño.
—¿Quién es este enfadado? ¿Me enseñas tus juguetes? ¿O eres más experto en romper los peines de mamá? Me dijeron que partiste su favorito —susurró Alicia, haciéndole cosquillas.
Como si conociera a su sobrino de toda la vida. Como si no lo hubiera visto solo en fiestas. Como si no se hubiera enfriado su relación cuando Alicia no pudo ir a su boda por trabajo.
Pronto, Alicia estaba dando plátano a TimiY mientras Alicia seguía ocupándose de Timi, Vicky sintió por primera vez que, aunque su madre nunca cambiaría, no estaba sola en este caos que llamaban vida.