Ella en mi lugar
—No quiero ir con papá… La tía Laura dijo que papá ya no me quiere —Max abrazó sus rodillas y escondió el rostro, sentado en la cama.
Alba se quedó paralizada. Todo parecía normal: el pijama arrugado con coches, la mochila de juguetes en un rincón, la chaqueta sobre la silla. Todo tan familiar y acogedor. Pero su hijo, en lugar de correr por la casa como siempre, se había encogido en un rincón.
Hoy debía ir a casa de su padre, pero por alguna razón rogaba quedarse. Si lo pensaba bien, desde hacía tiempo, esas visitas ya no le entusiasmaban como antes. Alba intentó convencerlo, pero de pronto soltó la noticia: Laura, la nueva pareja de Arturo, lo estaba maltratando.
—Max… —la mujer se sentó a su lado con cuidado—. Cuéntame, por favor, ¿qué pasó?
Él calló. Luego levantó un poco la cabeza y la miró desde abajo. Ya no parecía un niño de cinco años. Su mirada ocultaba una tristeza y un cansancio que solo se ven en adultos a los que nadie cree.
—Solo estaba jugando… Ella se enfadó porque el juguete hacía ruido. Ese robot, ¿te acuerdas? Me lo quitó y dijo que pronto tendrían otro niño, y que papá se olvidaría de mí. Y que yo… sobraba. Y que si se lo contaba a alguien —resopló con fuerza—, todos pensarían que miento. Porque la tía Laura diría que no es verdad. Y ella es una adulta. Le creerán.
Hablaba despacio, entrecortado, casi al borde del llanto. Dentro de Alba hervían la rabia, el miedo y la culpa por haber permitido esto. Una angustia empalagosa le apretaba la garganta.
Max apartó la vista y comenzó a rascar la sábana con la uña. Alba le tomó la mano.
—Te creo. ¿Sabes por qué? Porque tú nunca mientes. Bueno, solo cuando encuentro tus escondites de caramelos.
Él resopló, pero no sonrió.
—Papá la eligió a ella en vez de a mí…
—Papá simplemente no sabe la verdad —dijo Alba, esforzándose por sonar firme—. Pero lo entenderá. Tiene que hacerlo.
Cuando lo acostó, decidió prepararse un té. Mientras lo tomaba en silencio, recordó cómo había conocido a Laura. Si es que podía llamarse conocer.
Hacía un año, un perfil anónimo le escribió por privado: *«Buenas tardes. No me presentaré, pero quiero que sepa que soy bienintencionada. Si le interesa saber dónde pasa las noches su marido, vaya el lunes a las siete al restaurante de la calle Velázquez, número ocho. Mesa junto a la ventana»*.
Por entonces, Alba se preguntaba quién se ocultaba tras el anonimato. Ahora lo sabía: era Laura. Una bienintencionada con doble cara.
Esa noche lo vio todo. Arturo, sentado frente a Laura. Sus manos entrelazadas sobre la mesa. El beso en la mejilla. Él después balbuceó algo sobre una reunión de trabajo, una amiga y, al final, sobre «nada serio». Pero Alba no estaba dispuesta a perdonar una infidelidad.
Se separaron. Pero Max seguía ahí. Y Laura también, que poco después se convirtió en la esposa de Arturo.
Su imagen era impecable: educada, dulce hasta lo empalagoso, experta con los niños. Todo en una misma persona. Incluso le regalaba juguetes a Max: puzles, sets de dinosaurios, una vez una tortuga gigante de peluche.
Pero esos regalos no eran para el niño, sino para Arturo. Laura no buscaba el cariño de un hijo, sino la atención de un hombre. Su ternura era una herramienta, su sonrisa, un cebo. Y ahora que su paciencia se agotaba y en el horizonte asomaba la posibilidad de tener su propio hijo, Laura cambiaba el tono.
Se equivocaba en algo: Alba podía ceder a un hombre. Pero no los sentimientos de su hijo.
En la nevera colgaba una lista de tareas, pero a ella ya no le importaban. Había algo más urgente. Hablar con Arturo.
Miró la pantalla un largo rato antes de llamar. Los tonos sonaron más largos de lo normal. Cuando respondió, su voz tenía un dejo de irritación. Era tarde.
—¿Algo urgente?
—Urgente. Tenemos que hablar. Sobre Max.
Se tensó al instante. Lo notó incluso por teléfono.
—¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
—No. No quiere ir más contigo. Dice que Laura le dice cosas horribles. Que ya no lo quieres. Que tendrás otro hijo y lo olvidarás.
Al otro lado, silencio. Luego, Arturo respondió brusco, casi ofendido, como si lo acusaran a él de aquel acto repugnante.
—Alba, ¡basta ya! ¿De verdad crees que me voy a creer semejante patraña? Siempre igual. Intentando entrometerte en mi vida y en mi relación con Laura a través del niño.
—No me entrometo. Soy su madre. Y a él sí lo escucho. Tú, al parecer, no —replicó Alba con firmeza—. Tenía miedo de decírtelo. Y, por lo visto, con razón.
—¡Estás usando al niño! —saltó él—. Quieres que deje de vernos. Que me sienta culpable y vuelva a ti. Esto es indignante, Alba. De verdad indignante.
Ella no respondió de inmediato, temiendo que la discusión se agravara. Contener la rabia era difícil. Le latían las sienes.
Ahí estaba, Arturo. No era un mal padre, pero siempre con esa actitud adolescente: todos eran sus enemigos, todos en su contra. Podía ser cariñoso con Max, sí. Pero cuando se trataba de Laura, su cerebro parecía desconectarse.
—Te hablo de nuestro hijo. De que lo están haciendo sufrir. Y tú solo te escuchas a ti mismo. Laura le dice que no lo quieres, que sobra. ¿Eso te parece normal?
—Ella nunca diría algo así. Jamás. Ella… se esfuerza. Tú simplemente la odias. Te duele que me fui. Por eso inventas esto para vengarte.
—¿Vengarme? —repitió Alba—. Delante de tú sonríe, pero a solas… ¿Alguna vez la has escuchado hablar conmigo?
No la había escuchado. Claro que no. Incluso si lo hubiera hecho delante de él, habría encontrado una excusa.
—En público parece un cordero, mirada baja y sonrisa dulce. Pero a solas, otra película. *«Me eligió a mí». «Tú no supiste retenerlo». «Una divorciada con carga».* Lo he oído. Muchas veces.
—No te creo. Laura no es así.
—Sí lo es, Arturo. Tú solo no quieres verlo. Pero yo sí. Y si fuera solo contra mí… Pero a mi hijo no se lo permitiré.
Le vino a la mente un recuerdo: un encuentro casual en el centro comercial, cuando se cruzaron frente a los probadores. Arturo no estaba. Laura la miró con desdén, entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa burlona.
—No me extraña que te olvidara tan rápido. No tienes ni estilo. Eres invisible.
Por entonces, pareció solo una mezquindad. Quizá debió sospechar antes, pero Max estaba encantado con Laura, insistía en visitar a su padre, decía que todo iba bien. Y Alba le creyó.
Arturo siguió hablando, defendiéndose, lanzando acusaciones absurdas, pero ella ya casi no escuchaba. La llamada se cortó, y fue incluso un alivio. Alba apagó el teléfono y se quedó sentada en la oscuridad.
A partir de ese día, Max ya no tuvo miedo de mirar hacia adelante, porque sabía que, aunque sus padres no estuvieran juntos, ambos lo protegerían siempre.