**Encontró un cuello más cálido**
—¡Alto, alto! ¿Él se ha gastado mi dinero y ahora encima le debo algo? ¿De qué vas?
—¡Es tu padre! —soltó la madre.
Carla arqueó las cejas tan alto que su frente parecía un acordeón. Su madre la miraba fijamente, con los brazos cruzados. La cocina estaba asfixiante, igual que su relación.
—Mi padre me dejó la mitad del piso. Y este hombre es un desconocido para mí —dijo Carla con calma.
—Pero tienes que entender —replicó Gema—. Lleva diez años viviendo aquí. También ha puesto su granito de arena. Ayudaba como podía.
Carla soltó una risita ahogada.
—¿Ayudaba? ¿Cuándo, mamá? ¿Cuando se ponía delante de los fogones a soltarme un sermón sobre cómo freírle las patatas aunque no sabe ni hacerse un huevo?
—Bueno, quizá no en el aspecto económico —masculló la madre—. Pero es de la familia. Tú misma le llamaste papá.
Carla clavó la mirada en los imanes de la nevera. Eran viejos, de ciudades que visitaron en sus viajes en familia con su padre. La colección dejó de crecer el día que Andrés se instaló en casa.
—Una vez lo llamé así, para no verte triste —confesó Carla en voz baja—. Tenía catorce años. Y él lo usó como bandera.
Un recuerdo no invitado asomó: Carla llegó a casa, quemándose de rabia y vergüenza. Todos sus amigos fueron al cine, menos ella. Andrés dijo que «una chica debe estar en casa, no callejeando».
—¿Por qué? ¡Todo el mundo va!
—Mira, Carla. En mis tiempos, los niños no discutían con sus padres. Por esas tonterías nos daban con el cinturón.
No levantó la voz, pero las palabras le dejaron un nudo en la garganta hasta la noche. Carla no lloró. Solo se hundió en la almohada, escuchándolo refunfuñar en la habitación de al lado.
—La has malcriado. Una princesita. Solo chupa dinero y no sirve para nada. En mis tiempos… —le decía a su madre.
Carla apretó los puños. Era solo el principio. Luego vinieron más reproches: que iba «hecha un desastre», que «comía mucho», que «hablaba sin venir a cuento». A veces la trataba como una criada en su reino particular.
Pero Carla ya sabía la verdad: se desquitaba con ella. En el trabajo nadie le hacía caso, y tampoco es que se esforzara. Pero en casa podía alzar la voz, golpear la mesa y fingir que mandaba algo.
—Mamá —Carla salió del recuerdo—. La mitad del piso es mía. Por ley. ¿Te acuerdas? Andrés no está en los papeles.
—Carla, no lo entiendes. Si vendemos y dividimos entre nosotras, Andrés… lo verá como una traición. Casi te considera su hija.
—Ajá. A ver, pensemos. ¡Se me ocurre algo! ¿Y si vendo mi parte a otro y él tiene que compartir cocina con su «casi papá»? ¿Eso también será traición?
Gema calló, cerró los ojos y sus labios temblaron. Tenía miedo de quedarse sola.
—Lleva tantos años aquí —susurró—. Ha puesto su alma. ¿No lo sientes?
—Sí lo siento. Siento que si no defiendo lo mío ahora, nadie lo hará. Y también siento que, así las cosas, acabaré como tú: cargando a un tío a mis espaldas y quejándome después.
Se marchó. No aguantaba más ese hogar ajeno, ni a su madre.
Afuera empezaba la primavera. Un autobús rugía en la parada. Niños comían helados. Tacones repiqueteaban. La vida seguía como si en ese quinto piso no hubiera pasado un pequeño terremoto emocional.
Tras esa conversación, Carla no llamó a su madre en casi una semana. ¿Para qué hablar con alguien que solo repetía ecos ajenos?
Se centró en lo práctico. Contactó a un agente inmobiliario y le explicó: quería vender su parte para comprar un estudio. O al menos una habitación, para dejar de alquilar y no vivir al lado de Gema y Andrés.
El comprador apareció rápido. Un hombre recién divorciado, educado y discreto. Ni siquiera puso a Gema histérica, todo un logro, dada su pasión por el drama.
Claro, después su madre la atacó por WhatsApp.
—Carla… No solo vendes un piso. Vendes a la familia.
Los audios no paraban. Y, en un momento, Carla empezó a sentirse traidora. ¿Hacía lo correcto? Vivir con vecinos no era ideal. ¿Pero dónde más? ¿Alquilar eternamente teniendo propiedad?
Llamó a su padre. Se hablaban poco. Él tenía nueva familia en otra ciudad, pero cuando las cosas se ponían feas, Carla recurría a él. No para quejarse, solo para escuchar a alguien sensato y salir del culto a los pantalones.
—Hola, papá. ¿Te acuerdas del piso que pusiste a mi nombre?
—Claro. ¿Qué pasa?
—Mamá quiere que su nuevo marido reciba parte del dinero. Porque «lleva diez años viviendo ahí».
Silencio. Luego, un suspiro cansado.
—Mira, no fue un capricho lo de la propiedad. No pagué la manutención, pero pensé en darte un empujón. A ti, no a ella. La idea era que el piso fuera tuyo algún día. Para que no tuvieras que alquilar ni depender de nadie. Lo que haga tu madre con su vida ahora es cosa suya.
A Carla le pilló por sorpresa. Siempre creyó que solo le tocaba la mitad. «Bueno, qué más da. Ahora toca solucionar el lío», pensó.
—¿Entonces crees que hago lo correcto?
—Creo que eres adulta. Si lo haces, que sea con cabeza, no por rabia.
Tras la llamada, se sintió más liviana. Pero entonces otro recuerdo saltó a la superficie.
Cuando estudiaba, Andrés y Gema le exigieron trabajar porque «no podían mantener a una gorrona». Repartió folletos por cuatro perras, pero le alcanzaba para lo básico.
Un día, con su primer sueldo, se compró yogures, queso y un trozo de chorizo. Lo guardó en su balda de la nevera.
A la mañana siguiente, solo quedaba un yogur y la punta del chorizo. Andrés estaba en la cocina, comiendo patatas fritas y bebiendo leche directo del cartón.
—¿Te has comido lo mío? —preguntó Carla.
—¿Y qué pasa? Aquí todo es de todos —contestó, ofendido—. Cuando tengas hijos, lo entenderás. Mientras vivas bajo nuestro techo, compartes y das las gracias.
Desde entonces, dejó de comprar comida y comía fuera.
Pero no fue solo eso. Gema siempre pedía dinero para «gastos de casa».
—Se acabó el detergente. Hay que poner cada uno la mitad.
Aunque Carla sabía que había un saco nuevo, comprado por ella. Seguía casi lleno en el baño.
Cada mes, su sueldo se esfumaba en las necesidades de un hombre que no trabajaba pero siempre tenía el plato lleno. Y siempre sabía cómo debía vivir su hijastra.
Ahora era distinto. Carla ya no era esa niña atrapada en los caprichos de los adultos. Firmó los papeles, agradeció al agente y salió a la calle con una extraña liviandad.
No llamó a su madre. Tampoco hubo noticias suyas. El silencio fue mutuo. Como si ambas supieran: era más fácil así. Sin conversaciones donde nadie escuchaba.
Tardó dos semanas en recuperar el equilibrio. Se compY mientras caminaba bajo el sol de la tarde, con las llaves de su nuevo estudio brillando en el bolsillo, Carla entendió que a veces el silencio de una despedida es el mejor regalo que una puede darse a sí misma.