La ex que aún duele

**Su ex**

*«Gracias, Javierito, no sé qué haría sin ti»*, brilló la notificación en la pantalla del móvil.

El teléfono de su marido vibró justo en sus manos. Alba miró instintivamente la pantalla. El mensaje provenía de una tal *Marisilla*. Un emoticono de corazón adornaba coquetamente el final del texto.

Alba abrió los ojos desmesuradamente. *Marisilla. Javierito.* Podría haber pensado que era una prima lejana o una compañera de trabajo… si no fuera por un detalle: su marido no tenía ninguna *Marisilla* en su vida. ¿O sí?

Contuvo el impulso de reaccionar. Primero buscaría respuestas, luego sacaría conclusiones. Pero un punzada de celos ya atravesaba su pecho.

—¿Quién es Marisilla? —La voz de Alba apenas logró mantenerse firme.

Javier, que en ese momento sorbía tranquilamente su café, ni siquiera entendió la pregunta al principio.

—¿Qué?
—Marisilla —repitió Alba, mostrándole el teléfono con el dedo tenso—. ¿Quién es?

Su marido miró la pantalla. Un destello de incomodidad cruzó su mirada antes de encogerse de hombros.

—Ah… Es Marina.

El aire se espesó alrededor de Alba.

—¿Qué Marina?
—Bueno… Mi ex. Pero no pasa nada, ya no hay nada entre nosotros.

Dejó el teléfono sobre la mesa con lentitud deliberada y cruzó los brazos.

—¿Tu ex te llama *Javierito* y te agradece con corazones? ¿En serio?

Javier volvió a encogerse de hombros, como si el tema no mereciera ni una discusión.

—Sí. Me pidió un favor. Necesitaba dinero y se lo presté.

Una oleada de ira quemó la garganta de Alba.

—¿Le diste dinero a tu ex?
—Pues sí, ¿qué tiene de malo?
—¡¿Qué tiene de malo?! —replicó ella, imitándolo—. ¿Me estás tomando el pelo? ¿Sacas dinero de nuestra cuenta para dárselo a *Marisas*?

Por fin la miró a los ojos.

—Alba, estás montando un drama por nada. No somos enemigos, la conozco desde siempre. ¿No puedo ayudarla?

Ella soltó una risa amarga.

—Estás casado, Javier. **Casado conmigo.** Y ahí estás, ayudando a la que estuvo antes.

Resopló, exasperado, como si hablara con una niña caprichosa.

—No terminamos mal. No es una desconocida.
—¿Y yo te lo soy?

El silencio de Javier fue más elocuente que cualquier respuesta. Alba sacudió la cabeza, conteniendo un suspiro cargado de decepción.

—¿Cuánto lleva esto pasando?
—¿El qué?
—Vuestra *adorable* complicidad.

Él desvió la mirada.

—Siempre hablamos. Antes de conocerte. No lo mencioné porque no quería molestarte.

Un frío repentino se extendió por el cuerpo de Alba.

—¿Dos años ocultándomelo?
—¡No lo oculté! No había motivo para hablarte. **No te engaño.** No tienes por qué preocuparte.

Contuvo un grito, apretando los puños.

—¿Y con qué frecuencia *la ayudas*?
—De vez en cuando. Tonterías: montar un armario, arreglar el ordenador…
—¿Mi marido corre a solucionarle la vida a otra como si fuera su fontanero personal?
—¡¿Qué más da?! —saltó él—. ¡Solo le di dinero! ¿Es un crimen? ¡A ti también te ayudo!

Alba lo miró con una frialdad calculada.

—Si no ves lo extraño que es esto, entonces tenemos ideas muy distintas del matrimonio.

Dio media vuelta y salió de la cocina. No soportaba ver su rostro en ese momento.

No recordaba cómo pasó el resto del día. La rabia, el dolor y la confusión la devoraban por dentro. Intentó analizarlo con calma, pero solo una pregunta resonaba en su cabeza: **¿Cómo no me di cuenta antes?**

Javier no parecía arrepentido. Ahora que ya no ocultaba su contacto con Marina, actuaba como si fuera lo más normal del mundo.

En las semanas siguientes, el rompecabezas se completó. Ahora que sabía qué buscar, todo encajaba. Su marido solía llegar tarde del trabajo cada pocos días. Cada pocos días, a su ex *se le ocurría* alguna urgencia.

—Esta tarde paso por lo de Marina —anunció Javier con naturalidad durante la cena—. Se le ha roto la lavadora.

Alba dejó el tenedor y entrecerró los ojos.

—¿No hay fontaneros en toda Madrid?
—Venga, ¿tanto cuesta echarla una mano?
—A ti no. A mí me cuesta tragármelo.
—¡Ya estamos! ¿Otra vez con lo mismo?
—Claro que otra vez —replicó Alba, glacial—. Porque tu ex siempre tiene una *emergencia*. Menos mal que no tienen hijos.

Javier la miró molesto, pero siguió comiendo.

—¿Y si fuera otra persona? ¿Mi madre o una vecina? ¿Tampoco dejarías que las ayudara?
—La diferencia es que *los demás* no te llamarían cada dos días.
—Alba —dejó el tenedor, exhausto—. Actúas como si te estuviera poniendo los cuernos.
—No sé si lo haces o no, pero tu actitud es rarísima. Y me pone nerviosa —espetó ella.

Él sonrió, sarcástico.

—No confías en mí.
—¿Y tengo motivos para hacerlo?

El silencio lo llenó todo.

Tres días después, Marina volvió a aparecer.

—Me ha llamado —informó Javier, imperturbable—. Quiere comprar un frigorífico y necesita que alguien se lo lleve.

Alba se volvió hacia él con lentitud deliberada.

—¿Me estás diciendo que dejarás todo, cogerás el coche e irás a hacerle de repartidor?
—¿Y qué?
—Javier, ¿de verdad no ves el problema?
—El problema es que montas un numerito por todo.
—No, el numerito lo montas tú. Yo solo me niego a ser parte del espectáculo. Si tanto te importa Marisilla y *ayudarla*… ¿por qué no te mudas directamente con ella? Te ahorrarías gasolina.
—¿Lo dices en serio?
—Totalmente.
—¿O sea que me echas?
—No, Javier. Te doy a elegir. O estás en esta familia, o estás fuera. No quiero verte.

SalAlba cerró la puerta tras de sí, sabiendo que esa vez no volvería.

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