—Soy tu marido, no un mueble —dijo él con voz cansada.
—Otra vez has comprado el pan equivocado. Te pedí sin semillas —murmuró Lucía, dejando la barra sobre la mesa sin mirar a Javier.
—Era el último que quedaba —respondió él tranquilo—. No es para tanto. Está bien.
—Luego Pablo se queja de dolor de barriga. A ti qué te importa, no eres quien le da las pastillas a medianoche ni quien se queda despierto con él.
Javier cerró los ojos un instante, respiró hondo y apartó la bolsa de la compra hacia la ventana antes de sentarse en un taburete. Como si quisiera mantener cierta distancia. Necesitaba estar cerca, pero algo lo alejaba.
Llamaron a la puerta. Era Ana, su hermana, que llegaba con dulces y una sonrisa. En aquella casa, siempre sumida en el ajetreo familiar, encontraba un calor que la atraía.
—Hola, familia. ¿Todo en orden? ¿Paz y tranquilidad? —preguntó Ana.
—Ojalá —suspiró Lucía mientras guardaba la compra—. Aún quedan deberes, la cena, el baño… Y planchar la ropa para mañana. Llevo todo el día de un lado a otro.
—¿Todavía no chirrían las rodillas? —bromeó Ana quitándose el abrigo.
Javier asintió en silencio y se fue al dormitorio. Hacía tiempo que evitaba meterse en conversaciones de mujeres.
—¿Todo igual? —preguntó Ana en voz baja.
—¿Qué quieres decir?
—Que estás sola otra vez. Javier desaparece en cuanto llega.
Lucía hizo un gesto de fastidio.
—No empieces. Es nuestra dinámica: yo en casa y con los niños, él trabaja. Como todo el mundo.
—No me refiero a eso. Lleva hora y media aquí. ¿Has hablado con él siquiera?
—No tengo por qué prepararle una cena romántica cada noche. Tenemos hijos.
La cocina era pequeña. Una mesa estrecha, sillas con cojines desgastados y una tabla de cortar comida con la pintura saltada. En la pared, un calendario con horarios de actividades, escrito con pulcritud.
—¿Los hijos son el fin de tu vida personal? —preguntó Ana.
Lucía se encogió de hombros.
—No quiero que vivan lo que nosotras. ¿Recuerdas cuando mamá nos dejaba solas horas? ¿Y papá bebiendo mientras ella trabajaba? Menos mal que yo empecé a limpiar.
—Sí —asintió Ana—. Pero también recuerdo cuando veíamos dibujos juntas en el suelo. ¿Cuándo fue la última vez que viste algo con ellos?
Lucía bajó la mirada. La respuesta era obvia.
—Necesitan inglés, matemáticas y natación, no dibujos.
—¿Y Javier? ¿Él no necesita nada?
Lucía miró hacia el pasillo, frunciendo el ceño.
—Es adulto. Puede esperar por la familia.
Ana calló. Observó a su hermana, con ojeras marcadas y el pelo recogido de cualquier manera. Sus manos no paraban: abrir, cerrar, remover, guardar.
—¿Le quieres? —preguntó de pronto.
—¡¿Estás loca?! ¡Claro que sí! Es solo que ahora no es el momento.
—Llevas más de diez años diciendo lo mismo. Desde que nació Miguel.
Entró Pablo, en pijama y despeinado como un gorrión.
—Mamá, Miguel ha roto su libro y dice que fui yo. ¡Pero no lo toqué!
—Ahora voy.
Lucía se levantó y salió. Ana se quedó sola, pero no por mucho. Minutos después, Javier apareció, como si hubiera esperado a que su mujer se fuera para servirse agua.
—¿Cansado? —preguntó Ana con suavidad.
—No es eso… A veces pienso que si desapareciera, ni se daría cuenta —confesó Javier.
—Lo haría. Quizá demasiado tarde.
Él se encogió de hombros y apartó la mirada.
—Los quiero. Pero aquí soy un mueble. Llevo el dinero y listo.
Ana no supo qué decir. Javier no esperaba respuesta. Se marchó de nuevo al dormitorio.
Lucía no volvió. Quedó atrapada entre el libro roto, los armarios desordenados y los cristales sucios.
La mañana siguiente comenzó con una riña en el armario. Lucía insistía en abrigar a todos.
—Miguel, ponte esa chaqueta, la que tiene capucha.
—Mamá, con esto me aso. Vamos al centro comercial, hace calor.
—¿Y qué pasa mientras caminas? ¿Quién te limpiará los mocos después?
Pablo, el pequeño, bailaba cerca de la puerta, poniéndose los calcetines sobre las botas para “no resbalar”. Lucía lo regañó y él se apresuró a cambiarse. Javier esperaba en el coche. Había ofrecido ayuda, pero la respuesta era siempre la misma: “Yo puedo sola, no molestes”.
Ya en el coche, él preguntó:
—Oye, ¿qué tal si mañana salimos los dos? Al cine o a tomar algo. Como antes.
—¿Mañana? ¿Y los niños con quién quedan? —el tono de Lucía pasó de sorpresa a irritación—. ¡No podemos dejarlos solos!
—Tienen doce y cinco años. Miguel ya sabe hacerse un bocadillo.
—Sí, y de paso quema la cocina. ¿En serio, Javier? No saben ni ponerse los zapatos.
En el centro comercial, los niños intentaron llevar a sus padres al food court. Lucía les bloqueó el paso con el brazo.
—En casa hay sopa. Con esa comida os vendrá gastritis.
—Mamá, pero es fin de semana —protestó Miguel.
—He dicho que no. Aquí no hay democracia.
Veinte minutos después, Pablo empezó a lloriquear de hambre. Miguel se negó a probarse ropa, y Lucía le gritó con tal brusquedad que él se encerró en su silencio.
Era algo habitual. Pero hoy, Javier no pudo más.
—¿Te escuchas alguna vez?
—¿Y tú? —ella le lanzó una mirada furiosa—. ¿Oyes algo más allá de tus juegos?
—Te escucho mandar todo el día. A todos. Incluso cuando no hace falta.
—¡Porque si no lo hago, todo se viene abajo!
—Ya se ha venido abajo, Lucía.
Salieron antes de lo previsto. Javier condujo en silencio. Lucía miró por la ventana, los niños se pusieron auriculares. La tensión era palpable.
Javier no aparcó. Se detuvo frente a casa y no salió del coche.
—¿Vas a algún sitio? —preguntó Lucía, confundida.
—Necesito pensar. Estar solo. No me esperes esta noche.
—¡¿Qué?! —su voz mezcló angustia y resentimiento—. ¿Nos abandonas?
—No. Solo necesito respirar sin horarios. Soy tu marido, no un mueble.
Ella miró alejarse el coche, desconcertada.
En casa, Miguel se encerró en su habitación. Pablo se puso a jugar. Lucía fue a la cocina. Puso la tetera en el fuego, pero olvidó encenderlo. Miraba la lista de la compra sin verla.
Se sintió sola. “¿Y ahora qué?” pensó.
No había plan que solucionase esto.
Pasaron dos semanas de silencio. Javier se quedó con sus padres y pensó en alquilar un piso. Lucía siguió cocinando, planchando, limpiando… pero la casa estaba demasiado callada.
Al tercer día, Pablo preguntó cuándo volvería su padre. Lucía dijo “pronto”, aunque no estaba segura. Miguel no preguntó. Se aisló más. A veces, ella captaba su mirada, como esperando el próximo grito.
AnaY cuando Javier finalmente regresó, con una maleta en una mano y un ramo de flores silvestres en la otra, Lucía supo que el verdadero amor no se trata de no fallar, sino de intentarlo una y otra vez, juntos.