La felicidad olvidada. Un relato

**La Felicidad Olvidada**

Lucía estaba junto a la ventana de su pequeña cocina, observando el cielo gris del otoño. Aún faltaba una semana para el sueldo, y en su monedero solo quedaban dos billetes de diez euros. Su hijo, Adrián, le había pedido unas zapatillas nuevas. El corazón le dio un vuelto al pensar cómo explicarle que tendría que esperar otra vez. Solo tenía diez años, pero ya miraba el mundo con una seriedad que no le correspondía. Se había hecho mayor demasiado pronto, aunque Lucía soñaba con darle una infancia feliz.

—Mamá, ¿y si espero hasta el mes que viene? Estas zapatillas todavía aguantan —dijo Adrián durante la cena. Lucía contuvo las lágrimas al sentir el cariño infinito por su hijo.

Había sido el año más duro de su vida. Todo empezó cuando su marido, Javier, al que creía firme y leal, recogió sus cosas y anunció que se iba. Se iba con otra mujer. —Necesito aire nuevo, ¿entiendes? Estoy harto de esta rutina, de la pobreza —dijo, sin mirar sus ojos llenos de lágrimas.

Lucía no podía creerlo. Todo se derrumbaba. Lo peor: se quedaba sola con su hijo, casi sin recursos. Javier dejó de ayudar económicamente y ni siquiera visitaba a Adrián. Su nuevo romance había destruido no solo su matrimonio, sino su economía.

Pero Lucía era fuerte. Consiguió un segundo trabajo: de día era recepcionista en una clínica, y por las noches limpiaba oficinas. A veces sentía que no podía más, pero recordaba la sonrisa de Adrián y eso le daba fuerza para seguir.

Una tarde, tras un largo día de trabajo, decidió pasar un rato con Adrián en el parque cercano. Era su manera de relajarse: ella con una taza de café barato, él en los columpios o jugando con su pelota.

Fue entonces cuando vio a la niña: ojos azules vibrantes y pecas esparcidas por sus mejillas. Jugaba cerca, acompañada por un hombre alto, de mirada serena pero con una sonrisa amable. Miraba a la niña con la ternura que Lucía hubiera querido ver en Javier cuando miraba a Adrián.

Naturalmente, su hijo y la niña se hicieron amigos al instante. Los niños no analizan las cosas como los adultos. En diez minutos ya corrían uno detrás del otro, gritando: —¡No me pillas!

—Tienes un hijo encantador —dijo el hombre, dirigiéndose a Lucía.

—Gracias —respondió ella, sonriendo con timidez—. Tu hija es preciosa.

—Sí, es Alba —asintió él—. Y yo soy Daniel.

Así empezó su amistad. Se sentaron en un banco frío, viendo jugar a los niños. La charla fluía lenta pero cómoda. Lucía contó cómo criaba sola a su hijo; Daniel habló de sus tres años separado de su exmujer, que se mudó a otra ciudad tras el divorcio, dejándole a Alba.

—Es duro, pero salimos adelante —dijo con una sonrisa tranquila.

Resultó que Daniel y Lucía vivían en el mismo edificio. Como él había llegado hacía poco, no se habían visto antes.

En los meses siguientes, su amistad creció. Iban al cine, a fiestas infantiles, y una vez incluso al parque de atracciones. Adrián y Alba reían en las atracciones mientras Lucía, por primera vez en mucho tiempo, sentía que la tristeza se alejaba. Se sentía ligera, feliz. Porque Daniel estaba ahí: calmado, confiable y, sobre todo, increíblemente cariñoso.

**CAPÍTULO 2**

Una noche, después de que Adrián se durmiera, agotado por el día al aire libre, Lucía se permitió relajarse por primera vez en meses. Envolviéndose en una manta, tomó un té caliente en su pequeño salón. El viento movía las ramas desnudas de los árboles, golpeando suavemente la ventana. Daniel, después de acostar a Alba, pasó a visitarla. Estuvieron en silencio bajo la tenue luz de una lámpara.

—Lucía —rompió el silencio Daniel, girando su taza entre las manos—, llevo tres meses pensando cómo decírtelo. Eres una mujer increíble.

Ella alzó la mirada, sorprendida.

—Haces tanto por Adrián. Sola. Y aún así logras sonreír. La verdad es que me admiras. No sé cómo lo haces.

—No queda otra —susurró ella—. Tengo a Adrián. No puedo permitirme… rendirme. Él solo puede contar conmigo.

Daniel apartó la mirada un instante, como si buscara las palabras correctas. Luego, con calma pero firmeza, dijo:

—Todo este tiempo que llevamos juntos, no dejo de pensar que me gustaría estar a tu lado. Para ayudarte, apoyarte. Contigo siento algo… verdadero. Sé que has pasado por mucho, pero… me gustaría ser parte de tu vida.

Sus palabras sonaron como un trueno en el cielo despejado. Lucía se quedó inmóvil, intentando asimilarlo. Por un momento, el miedo la paralizó. Temía que ese frágil equilibrio que tanto le había costado construir se rompiera otra vez.

—Daniel, tienes que entender… —empezó con cautela—. No sé si estoy lista para algo nuevo. Después de todo lo ocurrido, me cuesta confiar.

Se detuvo, sintiendo un nudo en la garganta.

Él no la interrumpió. Asintió con paciencia, dejando que terminara. Pero en sus ojos había tanta comprensión que no necesitó explicar más. Daniel solo dijo:

—Lo entiendo. Y quiero que sepas: no te pido que decidas ahora. Si me necesitas, estaré aquí. Eso es todo.

La calidez de sus palabras derritió el hielo que llevaba años en su corazón. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba sola. Pero necesitaba tiempo para dejar atrás sus miedos.

Daniel se volvió más presente en sus vidas, sin prisas, sin alterar su rutina. Llegaba por las tardes con fruta para los niños o pasteles caseros para Adrián. No había gestos exagerados, solo naturalidad.

Le ayudó a Adrián a elegir zapatillas nuevas. Organizó una Navidad entrañable: cuando Lucía llegó del trabajo, encontró el pequeño árbol decorado por Daniel, Adrián y Alba. Las risas llenaron la casa, y durante la cena, Adrián soltó una frase que la dejó sin aliento:

—Tío Daniel, ¿te quedarás con nosotros para siempre?

Lucía se tensó, pero Daniel no se inmutó. Sonrió y contestó:

—Si tu madre lo permite, sí.

Ella no respondió. Solo esbozó una sonrisa triste pero agradecida.

Pasaron los meses. La vida de Lucía mejoró: un ascenso le permitió dejar el segundo trabajo. Tenía más tiempo para Adrián, para ella… y para Daniel y Alba.

Para Adrián, Daniel se convirtió en un mentor. Le ayudaba con los deberes, le enseñó a arreglar su bicicleta vieja y una tarde entera construyó un comedero para pájaros.

—Mamá —confesó Adrián un día mientras doblaban la ropa—, creo que Daniel te quiere mucho. Lo sabes, ¿no?

Lucía se rio, sorprendida.

—¿Por qué lo dices?

—Porque siempre está feliz cuando está contigo.

Esas palabras se le quedaron grabadas. Adrián lo decía con sencillez, pero a ella le costó olvidarlas.

Una tarde de abril, con el sol cayendo y los árboles cubiertos de brotes verdes, Daniel le pidió que formalizaran su relación. Sin anillos, sin discursos. Paseaban con los niños cuando, de pronto, la tomó de la mano y dijo:

—No puedo imaginar mi vida sin vosotros. Tú, Adrián y Alba le dais sentido a mis días. Intentémoslo. EnY cuando Lucía asintió, entre lágrimas y sonrisas, supo que por fin había encontrado lo que siempre había buscado: un amor que no prometía milagros, pero sí días llenos de paciencia, risas compartidas y un hogar reconstruido juntos.

Rate article
MagistrUm
La felicidad olvidada. Un relato