**No congeniamos en carácter**
—¿No llegas tarde? ¿A qué hora sales, Adrián? Adrián… — Lara zarandeó a su marido por el hombro, pero él la apartó con gesto de no querer despertarse todavía y de que no llegaría tarde. Lara miró la pantalla del móvil— solo eran las siete de la mañana.
«¿Y para qué me he levantado tan temprano un sábado? No tengo nada que hacer, la maleta la preparé ayer…», pensó Lara, y hasta le entraron ganas de volver a meterse bajo la manta calentita, pero de pronto…
De pronto volvió esa sensación de ansiedad incomprensible que últimamente la invadía cada vez más. En teoría, no tenía motivos para preocuparse: su marido estaba a su lado, tenían un piso en el centro, reformado con gusto, muebles de diseño, electrodomésticos caros. Adrián tenía su coche, ella el suyo. Hacía poco habían comprado una casa en una urbanización para veraneo. Lo tenían todo, vaya.
Muchos solo podrían soñar con algo así. «Prueba a vivir de alquiler, a ir al trabajo en autobús, por la noche ayudar con los deberes de los niños, preparar la cena para toda la familia, pagar la hipoteca, las cuotas del colegio…» Solo te acuestas y ya suena el despertador, y todo vuelve a empezar. «¡Ojalá tuviera tus problemas! ¡Como si un mal presentimiento fuera algo grave!»
Pero era ese. Lara ya había aprendido a reconocerlo. Una angustia sin motivo, una melancólica tristeza, la sensación de que algo malo iba a pasar y de que algo importante se escapaba. Aparecía de repente y se iba igual. Desaparecía un tiempo, pero luego volvía.
Y esa mañana, el presentimiento regresó sin permiso al corazón de Lara. Se levantó de la cama, miró de nuevo a su marido dormido y fue a la cocina. Adrián se iba de viaje de trabajo. ¡Cómo la hartaban esos viajes últimamente! Hacía año y medio que llegó un nuevo jefe, le subieron el sueldo considerablemente, la empresa donde trabajaba Adrián era grande y prometedora. Él era uno de los empleados clave, jefe de departamento. Pero el trabajo le quitaba demasiado tiempo. ¡Y encima se habían puesto a mandarlo los fines de semana!
Lara preparó el desayuno y volvió al dormitorio para despertar a su marido.
—Adrián, ¿vas a despertarte o no? Venga, que llegarás tarde a tu viaje. ¿No decías que saldríais después de comer?
—Sí, después… —respondió Adrián con voz somnolienta y, por fin, se despertó y se sentó en la cama.
—Vamos, he preparado el desayuno.
—Ajá. —volvió a murmurar Adrián, todavía medio dormido, y la siguió a la cocina.
Durante el desayuno, él no levantó la vista del móvil. Lara notó que últimamente apenas hablaban, que se habían distanciado. No, no se peleaban. Todo iba bien— él a veces llegaba a casa con flores, de vez en cuando ella lo convencía para ir a un restaurante y Adrián aceptaba. Podían pasear por el parque, visitar a amigos o ir al cine, pero ya no era igual.
—Adrián, ¿y si me llevas contigo de viaje? —preguntó Lara de pronto.
—Ajá. —respondió él sin apartar los ojos de la pantalla.
—En serio, ¿qué problema hay? Os quedaréis en un hotel, ¿no? Por el día estarás con los demás en el trabajo, y por la noche conmigo.
—¿Qué? ¡No! ¿Contigo? —reaccionó Adrián al entender lo que le pedía.
—Venga, Adrián, ¿qué pasa? ¿Vas en coche?
—Sí, en coche. Pero ¿tú qué vas a hacer allí? Es fin de semana, descansa en casa. Yo vuelvo el lunes o el martes.
—Pues no sé, nunca he estado en esa ciudad. Podría pasear, ir de compras… quizá ver algún museo…
—¡Por favor! Es un pueblo sin nada de interés. ¿Acaso no tenemos tiendas aquí? ¡Hay una en cada esquina, vete si quieres!
—Adrián, ¡es que me aburro! No te molestaré, en serio… —se quejó Lara.
—Lara, ¡no! Si quieres irte de viaje, cómprate un billete y vete. —dijo Adrián, irritado.
—¿Sola? Quiero ir contigo, ¡somos marido y mujer, por si no te acuerdas!
—Lara, ¿otra vez con lo mismo? ¡Te lo he dicho mil veces, que en el trabajo hay un lío tremendo! ¡El jefe está imposible! ¿Acaso es culpa mía que me pida trabajar los fines de semana?
—Parece que siempre te pide a ti. El sábado pasado vi a tu compañero Román con su mujer y sus hijos en el centro comercial. ¡Y tú, casualmente, estabas trabajando! —Lara no quería pelear, menos antes de un viaje, pero no pudo contenerse.
—¿Vamos a repasar ahora dónde estaba cada uno? ¡Gracias por el desayuno! —Adrián se levantó y fue al baño.
Mientras él veía la televisión, Lara limpió, le preparó bocadillos y un termo de té para el viaje.
—Lara, ¿dónde está la maleta? —la voz de Adrián llegó desde el recibidor.
—En la cómoda. —respondió ella con calma.
—Bueno, me voy. No te enfades, de verdad, no hay nada que hacer allí.
—Pues nada. Ni se me ocurre enfadarme. Adiós.
Adrián se fue, y Lara se quedó. Era sábado, podía llamar a alguna amiga para quedar, cenar en algún sitio tranquilo, charlar…
Pero ¿a quién llamar? Julia tenía marido y dos hijos— imposible. Marisa y su marido acababan de comprar una casa en el campo y ahora vivían allí— no saldría en pleno sábado. Claudia se había ido a Madrid a probar suerte— hacía tiempo que no sabía nada de ella. Todas tenían sus vidas, sus preocupaciones, sus hijos…
Lara tenía casi treinta y ocho años, y no tenían hijos con Adrián. Todo por un error de juventud— un aborto mal llevado. Entonces acababan de empezar a vivir juntos, en un piso de alquiler. A los recién licenciados, como era lógico, les pagaban una miseria.
Lara se quedó embarazada, se lo dijo a Adrián. Él propuso que no tuvieran al niño. Aunque ella estaba en contra del aborto, no discutió— su situación era crítica. ¿Qué iban a ofrecerle a un hijo? ¡Si hubiera pasado ahora, sería diferente! No se sentiría tan sola, tendría un propósito, y su relación con Adrián sería mucho mejor.
Podrían tener un hijo o una hija de catorce años.
«¿Cómo sería nuestro hijo?» —preguntó Lara en voz alta, y empezó a llorar…
Fue al baño, se miró al espejo, vio su rostro lloroso.
«¡No! ¡Esto no puede seguir así! Voy a llamar a Vicky» —le dijo a su reflejo, y sonrió.
Volvió a la cocina, encontró el móvil y marcó el número de una de sus amigas.
—¡Vicky, hola! —dijo alegre.
—¡Ay, Lara, hola! ¿Qué pasa? —respondió la amiga con voz extrañamente lenta.
—Quería invitarte a tomar algo o ir de compras. ¿Qué tal?
—Ay… es que, Lara, no puedo, estoy un poco mala. No va a ser posible.
—Ah, vale. ¿Resfriada?
—Sí, algo así…
Lara decidió ir de compras sola. Fue un paseo aburrido. Entonces se le ocurrió una idea que le pareció genial— visitar aAl llegar a casa de Vicky con los pasteles y las medicinas, encontró a Adrián abriendo la puerta, y en ese momento supo que su vida ya nunca volvería a ser la misma.