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**Diario íntimo de Lucía Fernández Vázquez**
Otra noche más cenando sola. El reloj marcaba las nueve y de Álvaro, ni llamada ni mensaje. «Otra vez se le ha hecho tarde en el trabajo», pensé, aunque no me lo creí ni por un momento…
Últimamente, estas “demoras” eran demasiado frecuentes. Al principio, ocurrían de vez en cuando—quizá cada quince días. Luego, una vez por semana. Y ahora parecía que mi marido había decidido que llegar a casa a una hora decente era cosa del pasado.
Recordaba bien cómo empezó todo. Al principio, Álvaro decía que en la oficina tenían un proyecto urgente, un plazo inaplazable. Y yo, ingenua, lo esperaba hasta altas horas de la madrugada.
Pero las excusas fueron volviéndose cada vez más absurdas. Un lunes, llamó asegurando que no podía salir del parking porque una quitanieves le bloqueaba el coche. Yo callé, pero sabía perfectamente que en su empresa había un aparcamiento subterráneo. Ni la peor nevada de Madrid llegaría allí.
El miércoles, dijo que había una reunión importante, aunque en su empresa rara vez hacían juntas presenciales. Y si las había, eran por videollamada y siempre por la mañana.
Ayer superó todos los límites: afirmó que se quedó tarde porque—atención—le dio una indigestión y pasó más de una hora en el baño.
No soy tonta. Sabía que Álvaro escondía algo. Pero los gritos no sacarían la verdad. ¿Qué ocultaba?
—¿Cómo te encuentras? —pregunté, forzando un tono calmado y compasivo.
Álvaro, recién llegado, se dejó caer en la cama y suspiró hondo.
—Regular—murmuró, frotándose el estómago—. Comí algo en un bar cerca de la oficina… algo me sentó mal.
—Qué horror. Pobrecillo —dije, observando su reacción de reojo—. Voy a buscarte algo para el dolor.
—¡No! —casi gritó al incorporarse de golpe—. Es que… unos compañeros me dieron unas pastillas. No recuerdo el nombre, pero me aliviaron mucho.
—Ah, bien —dije, encogiéndome de hombros—. Aunque deberías saber qué tomas, no vaya a ser que…
—Tienes razón —sonrió tenso—. Voy a ducharme y a dormir, que no estoy bien.
—Claro.
Apenas cerró la puerta del baño, corrí a la cocina. Tenía su móvil en la mano, los dedos temblando al deslizarse por la pantalla. Mensajes, llamadas, aplicaciones… Nada sospechoso. Hasta que revisé los movimientos bancarios.
*Transferencia: 1.200€ a nombre de Ángela R.*
Todo se detuvo. Escuché el agua cerrarse. Cerré las pestañas y dejé el móvil donde lo había encontrado.
*No pierdas el control*, me repetía. *¿Quién diablos es Ángela R.?*
No podía recordar. ¿Alguna compañera de trabajo? ¿Contable?
Esa noche, el sueño no llegó. La cama, enorme y fría, se volvió insoportable. Álvaro roncaba a mi lado, ajeno a mi tormento. Cuando al fin dormí, fue un sueño agitado—fragmentos de voces, imágenes borrosas, ansiedad.
Me desperté de golpe.
*¡Ángela!* El nombre me golpeó como un puño. Su exnovia, de la que apenas había hablado. «Un amor de juventud», decía, quitándole importancia.
Me senté en la cama, el sudor frío recorriéndome la espalda. Todo encajaba: las excusas, las ausencias, el dinero…
Manos en la cabeza, intenté calmarme.
*Amor de juventud*.
No volví a dormir. Me quedé mirando a Álvaro, tratando de entender. ¿Qué la unía a él ahora? ¿Por qué tanto dinero?
Al amanecer, me levanté en silencio. Café. Cuaderno. Plan.
*¿Qué hago?*
Hablar con él directamente, pero ya mentía demasiado bien.
¿Contratar a un detective? No sabía ni por dónde empezar.
¿Buscar yo misma a Ángela?
No podía esperar. Cada día empeoraba las cosas.
Decidí empezar por lo más fácil: sus redes sociales. Quizá había fotos antiguas, pistas…
En su perfil, todo eran imágenes recientes—viajes, reuniones. Pero al fondo, encontré una foto de juventud: Álvaro, mucho más joven, con una chica. *Ella*. Ángela.
Cerré el portátil y respiré hondo.
Solo había dos caminos: ignorarlo todo y seguir adelante, o enfrentar la verdad, por dura que fuera.
La elección estaba clara.
Esa noche, esperé en el salón, el móvil entre las manos. Tenía un discurso preparado… hasta que la puerta se abrió.
—Tenemos que hablar —dijo Álvaro desde el umbral, la voz apagada.
—Yo también quería—empecé, pero él me cortó.
—Déjame hablar. Lo que voy a decirte no te gustará.
Me quedé helada.
—¿Te acuerdas de Ángela? Mi primer amor. Estuvimos juntos al acabar el instituto.
Sentí que me llevaban al cadalso.
—Al empezar la universidad, ella quedó embarazada. Yo era un cobarde. Le di dinero para… ya sabes. Y después, la borré de mi vida.
El corazón me latía con fuerza.
—Fue a una clínica. Pero hubo complicaciones. Me rogó que la ayudara, pero yo la abandoné.
—¿Abortó? —pregunté, y al instante me odié por el alivio que sentí.
—Sí. Y desde entonces… Nunca se casó. Problemas de salud. Tres cirugías. Al final, le quitaron todo. Y ahora… tiene metástasis. Los médicos dan tres meses, pero…
Me costaba respirar.
—Te mentí. Y me avergüenzo. Pero es lo poco que puedo hacer por ella. No tiene a nadie.
El silencio era denso. Lo miraba, ese hombre que creía conocer. Dentro de mí, rabia, celos… y también pena.
—¿Te culpas? —susurré.
—Sí.
—Pero fueron circunstancias.
—Y yo las provocué.
Álvaro se levantó.
—No te pido perdón. Solo que sepas la verdad. La quiero a ella, pero te amo a ti. Sin embargo, debo estar con ella hasta el final.
Me dolió, pero entendí.
—No sé si podré perdonarte —dije—. Pero te ayudaré.
Escribí un mensaje: *Te entiendo. Te quiero. Ayudemos a Ángela.*
La respuesta llegó enseguida: *Gracias.*
Y entonces, lloré. Sabía que había elegido bien.