—Eres mi marido, no un mueble—dijo Carmen mientras dejaba la barra de pan sobre la mesa sin mirar a Javier.
—Era el último que quedaba—respondió él con calma—. No entiendo por qué te enfadas. Es pan normal.
—A Lucas luego le duele la barriga. A ti no te importa, no eres el que le da las pastillas por la noche y se queda velándolo.
Javier cerró los ojos un instante y exhaló lentamente. Apartó la bolsa de la compra hacia la ventana y se sentó en un taburete, como si buscara distancia. Quería estar cerca, pero no podía.
Llamaron a la puerta. Era su hermana, Alba, que llegó con dulces y una sonrisa. En casa de Carmen, siempre había esa sensación de rutina eterna: los mismos quehaceres, el mismo calor familiar del que ella nunca se cansaba.
—Hola, familia. ¿Cómo estáis? ¿Todo en orden, tranquilos?
—Ojalá—suspiró Carmen, deshaciendo las bolsas—. Aún quedan los deberes, la cena, el baño… Y la ropa para mañana. Desde que me levanto, no paro.
—¿Y las rodillas? ¿Todavía no crujen?—bromeó Alba mientras se quitaba la chaqueta.
Javier asintió en silencio y se fue al dormitorio. Hacía tiempo que evitaba meterse en conversaciones de mujeres.
—¿Otra vez igual?—preguntó Alba en voz baja.
—¿Qué quieres decir?
—Que estás tú sola aquí, y Javier en otra habitación, callado como un muerto.
Carmen hizo un gesto de fastidio.
—No empieces. Es nuestra distribución de tareas. Yo en casa y con los niños, él trabaja. Como todo el mundo.
—No me refiero a eso. Lleva hora y media en casa. ¿Le has dirigido la palabra siquiera?
—¿Qué quieres, que le prepare una cena romántica cada noche? Tenemos hijos.
La cocina era pequeña: una mesa estrecha, sillas con cojines desgastados, una tabla de cortar descascarillada. En la pared, un horario de actividades escrito con letra pulcra.
—¿Para ti los niños son el fin de tu vida personal?—preguntó Alba.
Carmen se encogió de hombros.
—No quiero que tengan la infancia que nos tocó a nosotras. ¿Recuerdas cuando mamá nos dejaba solas horas? ¿Y papá bebiendo mientras ella trabajaba? Ni hablar del desastre en casa. Hasta que yo empecé a limpiar, daba miedo entrar al baño.
—Lo recuerdo—asintió Alba—. Pero también recuerdo cómo veíamos dibujos tiradas en el suelo. ¿Cuánto hace que no ves algo con tus hijos?
Carmen bajó la mirada. La respuesta era obvia.
—Necesitan inglés, mates y natación, no dibujos.
—¿Y Javier? ¿Él no necesita nada?
Carmen miró hacia el pasillo, frunciendo el ceño.
—Es un adulto. No es un niño. Puede esperar por la familia.
Alba guardó silencio. Observó a su hermana: ojeras moradas, el pelo recogido sin cuidado, las manos en movimiento perpetuo.
—¿Lo amas?—preguntó de pronto.
—¡¿Estás loca?! ¡Claro que lo amo! Es solo que ahora no es momento.
—Llevas más de diez años diciendo eso. Desde que nació Lucas.
Entró Mateo, el pequeño, en pijama y despeinado como un gorrión.
—Mamá, Lucas rompió su libro y dice que fui yo. ¡Pero no lo toqué!
—Ahora lo arreglo.
Carmen se levantó y salió. Alba se quedó sola hasta que apareció Javier, como si hubiera esperado a que su esposa se fuera para servirse agua.
—¿Cansado?—preguntó Alba con suavidad.
—Nada grave. A veces pienso que si desapareciera, ni se daría cuenta—murmuró él.
—Sí lo haría. Quizá demasiado tarde.
Javier se encogió de hombros, suspiró y apartó la vista.
—Los quiero. Pero aquí soy como un mueble. Llego con el dinero y ya está.
Alba no supo qué decir. Javier tampoco esperaba respuesta. Se fue de vuelta al dormitorio.
Carmen nunca regresó. Se perdió entre libros rotos, ventanas polvorientas y ropa mal doblada.
La mañana siguiente empezó con discusiones frente al armario. Carmen insistía en abrigar a todos.
—Lucas, ponte ese abrigo con capucha.
—Mamá, hace calor. Vamos al centro comercial.
—¿Y el camino hasta allí? ¿Quién te limpiará los mocos después?
Mateo, el pequeño, se retorcía cerca de la puerta, intentando ponerse los calcetines sobre las botas para “resbalar menos”. Carmen gritó, él se sobresaltó y se cambió de zapatos. Javier esperaba en el coche. Había ofrecido ayuda, pero la respuesta era siempre la misma: “Yo puedo sola, no molestes”.
En el coche, él preguntó:
—Oye, ¿mañana salimos los dos? Al cine, a un café. ¿Te acuerdas de cuando lo hacíamos?
—¿Mañana? ¿Y los niños con quién se quedan?—su voz pasó de la sorpresa al fastidio—. ¡No podemos dejarlos solos!
—Tienen doce y cinco años. Lucas puede hacerse un sándwich.
—¡Y quemar la cocina de paso! ¡En serio, Javier! Ni siquiera saben calzarse bien.
En el centro comercial, los niños intentaron llevarlos al food court. Carmen les bloqueó el paso con el brazo.
—En casa hay sopa. Las hamburguesas os darán gastritis.
—Mamá, pero es fin de semana—protestó Lucas.
—He dicho que no. Aquí no hay democracia.
Veinte minutos después, Mateo lloriqueaba de hambre. Lucas se negó a probarse ropa, y Carmen le gritó con tal brusquedad que él cerró la boca para siempre. Se puso terco.
No era la primera vez. Pero esa vez Javier no aguantó más.
—¿Te escuchas cuando hablas?
—¿Y tú?—se giró con el ceño fruncido—. ¿Escuchas algo más que tus juegos?
—Te oigo ordenar todo el día. A todos. Incluso cuando no hace falta.
—¡Porque si no lo hago, todo se desmorona!
—Ya se desmoronó, Carmen.
Salieron antes de lo previsto. Javier condujo en silencio. Carmen miró por la ventana. Los niños se pusieron audífonos. La tensión era demasiado densa.
Javier no aparcó, solo se detuvo frente a casa. No salió del coche.
—¿Adónde vas?—preguntó Carmen, confundida.
—Necesito pensar. Estar solo. No me esperes esta noche.
—¿¡Qué!?—su voz mezcló pánico y resentimiento—. ¿Nos abandonas?
—No. Solo que ya no aguanto vivir con horarios. Soy tu marido, no un mueble.
Ella solo atinó a mirar cómo el coche se alejaba.
En casa, Lucas se encerró en su cuarto. Mateo se puso a jugar. Carmen fue a la cocina. Puso la tetera en la placa, pero no la encendió, como si hubiera olvidado cómo. Al lado, la lista de la compra y las tareas de la semana. Miraba las letras, pero no las veía. Todo había perdido sentido.
Carmen se dio cuenta: estaba sola. “¿Y ahora qué?”, pensó con angustia.
Ahora no había planes.
Pasaron dos semanas de silencio y llamadas esporádicas. Javier se quedó con sus padres y pensó en alquilar un piso. Carmen cocinaba por inercia, planchaba por rutina y limpiaba aunque nadie ensuciara. La casa estaba demasiado callY cuando Javier finalmente regresó, no fue con flores ni promesas, sino con las manos vacías y la mirada limpia de quien ya no tiene miedo a hablar.