—¿Para qué demonios quieres esto tú sola? —¿A mí me llamas insensible? ¿A mí? ¡Tú eres el que primero se olvidó de la protección, luego de todas las normas de decencia, y ahora me traes a una embarazada a casa y exiges una habitación más grande! ¿Qué te parece la situación, eh, hijo?
Marisa hablaba con dureza, pero decía la verdad. No estaba atacando. No, solo intentaba proteger lo suyo.
Víctor, en cambio, caminaba por la habitación como si buscara a escondidas la posición perfecta para el ataque, calculando debilidades. En su actitud se notaba: no se consideraba culpable en absoluto.
…Todo empezó hace mucho. Desde aquel día en que Marisa y Vicente, que en paz descanse, se mudaron a su primer piso. Ni siquiera tenían cama. Empezaron con colchones inflables. Con el tiempo, ahorraron para un segundo piso, para su hijo. Luego construyeron una casa en el campo. Para dos familias, para que algún día los nietos jugaran en el porche y el jardín.
Pero Vicente se fue al otro mundo cuando Víctor acababa de entrar en la universidad. Su marido le dejó a Marisa todo: los frutos de su esfuerzo, los recuerdos felices y la última fuente de calor y alegría: su hijo.
Víctor se graduó, se independizó, se casó. Marisa tuvo un nieto. Era feliz. Pero un año después, Víctor anunció el divorcio.
—No éramos compatibles. No podía vivir con ella —dijo, como si hablara de un cachorro recogido de la calle—. Acordamos algo… Como soy el padre, le regalé el piso. A cambio, ella prometió no pedir la pensión alimenticia.
Marisa se agarró la cabeza.
—Bravo, todo un caballero. Con el culo al aire. Como si tú hubieras pagado ese piso —le reprochó.
Ya entonces sospechaba que ella acabaría pagando el precio de esa generosidad insensata. Y no se equivocó.
Poco después, su hijo volvió, con una nueva esposa. Y ya estaba embarazada.
Le pidieron quedarse un tiempo en su casa. Marisa no se negó. Al principio.
Intentó ser amable. Cocínales, cambiaba las toallas del baño ella misma, colgaba su ropa en el tendedero. Hasta cogió la costumbre de dejar raciones extra en la cocina: por si Julia tenía hambre.
Pero pronto quedó claro que no habría gratitud.
Julia no trabajaba, alegando que en su estado era imposible. Marisa no discutía, intentaba comprender, aunque en el fondo no estaba de acuerdo.
—Yo, en su lugar, habría trabajado hasta el séptimo mes, al menos —se quejaba Marisa a su amiga Valeria—. No tienen casa, el sueldo de Víctor no es gran cosa. Ella debía saber con quién se casaba. Debería entender que él solo no puede con todo. Pero es una vaga.
—Vamos, Mari, sé comprensiva. Al fin y al cabo, es una chica embarazada… —respondió Valeria con calma.
—Una chiquilla caprichosa. Yo también he tenido hijos, sé lo que es eso. Hay que pensar antes de traer niños al mundo. No está enferma, ni siquiera tiene náuseas. Solo está cómodamente instalada. ¿A quién crees que acudirán si luego no les llega para el carrito?
—Ten un poco de paciencia, verás cómo todo se arregla. Cuando lleve al niño a la guardería, volverá a trabajar…
—No me hagas reír. ¿Qué guardería? Solo pidieron quedarse unos meses —se consolaba Marisa.
La limpieza también era un suplicio. La habitación de su hijo estaba cubierta de una fina capa de polvo. Marisa no daba abasto con los platos: el fregadero siempre estaba lleno. Las tazas de té ni se lavaban. Se quedaban en la habitación de Víctor y se ennegrecían con el tiempo.
Marisa aguantaba. Era de las que primero observaba, luego actuaba.
Víctor, como si fuera a propósito, parecía haberse esfumado en su propio mundo. Llegaba tarde del trabajo, en casa se encerraba en el móvil o acariciaba el vientre de Julia sin más, antes de salir a fumarse un cigarrillo al banco de la calle. Se pasaba horas en el móvil, charlando sin sentido con los vecinos.
Era evidente que así jamás tendrían dinero.
—Mamá, ¿y si cambiamos de habitación? En la nuestra no cabe ni una cuna —soltó un día, como si pidiera la sal.
Marisa tardó en responder. En tres segundos, le vinieron imágenes de su vida en familia. Cómo ella y Vicente empapelaban las paredes con amor, cómo elegían las cortinas, cómo él sonreía y llamaba a su casa “su fortaleza”.
Y ahora alguien estaba convirtiendo esa fortaleza en ruinas, construyendo un nido con los escombros.
—Faltan cuatro meses para la cuna. Solo estáis aquí temporalmente, ¿no?
Él bajó la mirada. Julia se giró. Y entonces lo supo: no era temporal. Se estaban instalando. Ya lo tenían decidido.
Su hijo siguió insistiendo. Marisa no cedió.
La próxima gran pelea llegó una semana después. Víctor lo soltó durante el desayuno:
—¿Y si vendemos la casa del campo? Con eso tendríamos para la entrada.
Menos mal que Marisa estaba sentada. Ya no era una petición. Era una exigencia.
—Víctor, tu padre y yo nos dejamos la vida en esa casa. Él puso toda su alma, trabajó solo en el proyecto. Y no la venderé, entre otras cosas, porque no sabes cuidar lo que tienes.
—¿Y para qué la quieres tú? Ahora estás sola. Así podríamos pedir una hipoteca, vivir por nuestra cuenta, sería mejor para todos.
Marisa abrió los ojos como platos. No esperaba ese golpe bajo. Aún sentía la ausencia de Vicente como una puñalada, a veces lloraba por las noches.
—Bueno, quería decir… —se aturulló él—. Tú sola no podrás con esa casa.
Silencio. Marisa entendió de pronto: su hijo y su nuera la exprimirían hasta la última gota. ¿Y qué sería de ella después de ceder la habitación, la casa, el piso?
Nada bueno, seguramente. Víctor seguiría regalando lo que otros habían sudado. Y ella solo podría aguantar.
No. Había que cortar por lo sano.
—Tenéis tres días para iros —dijo con voz helada—. Adonde queráis. Con vuestro embarazo, vuestra cuna y vuestra hipoteca. Basta.
Todo quedó en silencio. Un silencio tan profundo que, durante el mes siguiente, Marisa no recibió ni un mensaje de ellos.
Durmió mejor. Por las mañanas no se oía el agua correr, ni los armarios, ni las quejas de Julia por perder sus cosas tiradas por ahí.
Pero despertarse era más duro.
La cocina estaba vacía. La leche se agriaba porque no había quien la bebiera. Ya no hacía falta cenar. La tele no se encendía en días.
Todos los viernes, Marisa iba a la casa del campo. Aún quedaba nieve, pero el sol ya calentaba. La primera vez que pisó el umbral, su corazón latió fuerte al reconocer el olor a madera y polvo. En el aire flotaban las palabras de Vicente:
—Viviremos aquí, Mari. Quizás con los nietos algún día.
Pasó horas sentada en el banco del porche, recordando cómo planeaban pintar los postigos. Cómo discutían sobre el manzano: talarlo o dejarlo. Él insistió en dejarlo.
Quizás ahora ese árbol fuera lo único que diera frutos.
De camino, se encontró a Teresa, la vecina.
—Hace poco vi a los tuyos. Víctor trabaja en la construcción. Viven en casa de una amiga de Julia. Ya se le notaEl sol se ponía sobre el campo, y Marisa respiró hondo, sabiendo que, aunque el camino era duro, al menos ahora era el suyo.