Le pusieron una trampa.

—¡¿Me estás diciendo que ese maldito perro es más importante que tus hijos?!— estalló Carmen, frotando la quinta charca del día en el suelo de la cocina.

La alfombra ya no estaba. Después de comprobar que ni siquiera los productos de limpieza podían contra el empeño del animal por marcar territorio, Carmen la enrolló y la tiró a la basura sin pensarlo dos veces.

Pero no era solo la alfombra. Javier había abierto una lata de maíz, vertido el contenido en un plato y lo dejado todo tirado: la lata, el plato sucio en el fregadero. Sobre la mesa, migajas, una taza con restos de café y un tarro de mermelada abierto con la cuchara clavada. En el suelo, algodón sintético y los restos destrozados de un dinosaurio de peluche.

Y, claro, a quien le tocaba limpiar era a Carmen.

—No hace falta gritar— murmuró Javier, rebuscando en la nevera—. Es solo un perro. Todavía no se ha acostumbrado.

Carmen se irguió. Su mirada reflejaba la irritación acumulada durante semanas. Entrecerró los ojos y le entregó el trapo mojado.

—Perfecto. Entonces límpialo tú. Por si no lo recuerdas: es solo un perro. Y yo solo soy tu mujer. Solo la madre de tus hijos. Y todos, tu “solo familia”, nos estamos ahogando con sus marcas y su pestilencia.

Dio una patada al algodón sintético y se dirigió al dormitorio, esquivando al culpable. Trueno, enorme, gris, con ojos de mártir, observaba desde el marco de la puerta. No gemía, no se escondía. Como si no tuviera nada de qué avergonzarse.

Recordó cómo empezó todo…

…Dos meses atrás, Javier llegó a casa con esa bola de problemas peluda.

—Marcos se va. Para largo— comenzó él—. Dice que llevarse al perro no es opción, demasiados líos. Y pensé… Trueno necesita una familia. Y a los niños les vendrá bien, aprenderán responsabilidad. ¿No es genial?

Javier sonreía como si acabara de salvar el mundo. Carmen, en cambio, sentía lo opuesto. Como si él hubiera adoptado a alguien sin consultarla.

—Vale… Supongamos que se queda. ¿Quién lo sacará a pasear, lo alimentará, limpiará sus desastres?— ya sabía la respuesta.
—Entre todos. Somos una familia. Bueno, lo de los paseos es complicado… Tú llegas antes del trabajo. ¿Podrías encargarte?

Carmen asintió, conteniendo un suspiro. Sabía que nada saldría bien, pero no había opción. Cruzó los dedos para que su intuición fallara.

Lamentablemente, tenía razón…

Carmen hizo lo posible. Compró juguetes, cuencos elevados, vio vídeos de adiestramiento. Trueno le respondía dándole la espalda. Literalmente. Su dueño era Javier. Los demás, meros accesorios molestos.

En dos semanas, el perro arrancó el papel pintado del pasillo, destrozó el brazo del sillón, hizo trizas los cojines de las sillas. Y los “regalitos” que dejó por toda la casa…

Al principio, Javier paseaba a Trueno por las mañanas. Pronto, todo recayó en Carmen. Ahora era ella quien lo cepillaba, limpiaba sus patas, lo alimentaba… Javier solo añadía más caos.

Como ahora: entró en silencio, apagó la luz y se acostó de espaldas. Listo para dormir. Quizás había limpiado el charco—oyó la aspiradora—, pero Carmen apostaría a que el desorden seguía en la mesa y el fregadero.

Y mañana, la misma historia.

—Escucha, Javier— no pudo más y se giró hacia él—. Desde que trajiste a Trueno, no vivo. Sobrevivo.

Él ni se inmutó. Fingía dormir, aunque ella sabía que oía todo.

—Lo saco por la mañana porque tú duermes. Lo saco en mi descanso. Lo saco al volver. Limpio su pelo. Cambio su agua. Hago lo que deberías hacer tú. Y a cambio, tengo tus quejas y sus gruñidos. ¿Te parece justo?

Javier suspiró. No tenía réplica. La carga era toda de Carmen. Los niños mostraron interés los primeros días, pero ahora, en el mejor de los casos, lo acariciaban de paso.

—Exageras. No es tan difícil.

Carmen contuvo un gesto amargo. Esta vez, no rodearía el muro.

—Estoy harta— dijo—. Elige. Yo o el perro.

Javier se dio la vuelta, cruzó las manos sobre el pecho, miró al techo como un filósofo. Luego se levantó y empezó a empacar.

Carmen lo vio ponerse la chaqueta y coger la correa.

—No abandono a mis amigos. Nos vamos a la casita. Esperaré a que se te pase— explicó él antes de salir.

No lo detuvo. Siguió con la mirada su espalda. Esa que antes acariciaba al dormir. Ahora era la espalda de un extraño. Con un perro ajeno.

La puerta se cerró con un clic. Primero, soltó una risa seca. En veinte años de matrimonio, nunca supo que era tan “principioso”. ¿No abandonaba amigos? ¿Pero a su familia sí?

Luego, un silencio mental. No más despertadores para paseos matutinos. No más cuencos antes de dormir. No más pisadas cautelosas al amanecer.

Una mezcla de alivio y amargura.

…Tres meses después, Carmen respiraba hondo. No solo por la ausencia de pelo y olor, sino porque todo era más liviano. Como si al irse Trueno, se hubiera llevado también esa opresión constante. Ya no esperaba que Javier la escuchara, ni siquiera que lavara su plato.

Los niños extrañaban a su padre, pero eran lo bastante mayores para no dramatizar. Incluso se adaptaron.

—Mamá, ¿ya puedo invitar a mis amigas?— preguntó su hija al tercer día.
—Claro. Nadie las atacará ahora.

Su hijo volvió a dejar la bici en el pasillo—nadie mordía las ruedes—, pero era un peaje aceptable.

Juntos, empapelaron la pared. No perfecto, pero mejor que ver jirones colgando. Carmen tiró mantas perforadas y cojines acribillados. Compró cortinas nuevas para el salón: un naranja cálido, sereno.

La casa entera pareció exhalar al desaparecer el pequeño tornado.

—Mañana tienes libre, ¿no?— preguntó su hijo en el desayuno.
—Casi— respondió ella—. Paso por lo de la abuela, luego el día es vuestro.

Sonrió al pensarlo. Por fin, tenía fines de semana.

Mientras, Javier no disfrutaba su “libertad”.

La casita—solo usada para barbacoas—era menos acogedora de lo recordaba: ventanas que dejaban pasar el frío, grifos que solo soltaban óxido, baño exterior…

Al principio, lo vio como un reto romántico. Él y su perro contra el mundo. Incomprendidos, pero inquebrantables. Trueno sería el símbolo de su sacrificio.

Pero el perro siguió siendo un perro.

Aullaba si se quedaba solo. Robaba y mordisqueaba calcetines. Destrozó los muebles accesibles. Se negó a vivir fuera, pero no tenía reparos en dejar “sorpresas” frente a la puerta si Javier no la abría en diez segundos al despertar.

“Dormir” dejó de existir. Trueno invadía la cama, roncaba en su oído. Por las noches, Javier no se sentía un hombre libre, sino el padre de un bebé peludo.

—Bestia asquerosa— refunfuñY mientras la lluvia seguía golpeando su ventana, Carmen entendió que a veces, perder algo era en realidad ganar la libertad de respirar.

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MagistrUm
Le pusieron una trampa.