—¿Me estás diciendo que ese perro es más importante que tus hijos? —estalló Lucía, frotando la quinta mancha de orina del día en los azulejos de la cocina.
La alfombra ya no estaba. Cuando quedó claro que ni siquiera los productos de limpieza podían contra el empeño del animal por marcar su territorio, Lucía la enrolló y la tiró a la basura sin más.
Pero no era solo la alfombra. Su marido había abierto una lata de maíz, vaciado el contenido en un cuenco y dejado todo tirado: la lata, el cuenco sucio en el fregadero, migajas sobre la mesa, una taza con restos de café y un bote de mermelada abierto con la cuchara clavada. En el suelo, algodón sintético y trozos de un dinosaurio de peluche destrozado.
Y, claro, quien tenía que limpiarlo todo era Lucía.
—No hace falta gritar —dijo Javier en voz baja, rebuscando en la nevera—. Solo es un perro. Todavía no se acostumbra.
Lucía se enderezó. Su mirada reflejaba la irritación acumulada durante semanas. Entrecerró los ojos y le entregó el trapo húmedo.
—Perfecto. Entonces límpialo tú. Porque solo es un perro, yo solo soy tu mujer, solo la madre de tus hijos, y esta solo es tu familia, asfixiándose entre sus marcas y su hedor.
Dio un golpe seco al algodón esparcido y se dirigió al dormitorio, esquivando al culpable. Trueno, enorme, gris, con ojos melancólicos, observaba desde el marco de la puerta. No gemía, no se escondía. Como si no sintiera culpa alguna.
Recordó cómo empezó todo…
…Dos meses atrás, Javier llegó a casa con aquel bulto peludo de problemas.
—Alberto se va. Para largo —comenzó—. Dice que llevarse al perro no es opción, demasiados líos. Y pensé… Trueno necesita una familia. Será bueno para los niños, aprenderán responsabilidad, cariño. Será genial.
Javier sonreía como si hubiera salvado el mundo. Lucía sintió lo contrario: como si hubiera adoptado a alguien sin consultarla.
—Vale. Supongamos que se queda. Pero ¿quién lo sacará a pasear, lo alimentará, limpiará? —Ella ya veía cómo terminaría esto.
—Entre todos. Somos una familia. Bueno, lo de los paseos es complicado… Tú llegas antes del trabajo. ¿Podrías encargarte?
Lucía suspiró, pero asintió. Sabía que nada saldría bien, pero no había opción. Solo esperaba que su intuición estuviera equivocada.
Lamentablemente, no fue así…
Lucía hizo lo posible. Compró juguetes, cuencos elevados, vio vídeos de adiestramiento por las noches. Trueno le daba la espalda, literal y figuradamente. Su dueño era Javier. Los demás eran meros accesorios molestos.
En dos semanas, el perro arrancó el papel pintado del pasillo, mordió el brazo del sillón, destrozó todos los cojines de las sillas. Y cuántos “regalitos” dejó por la casa…
Si al principio Javier lo paseaba al menos por las mañanas, pronto todo recayó en Lucía. Ella lo cepillaba, le limpiaba las patas, lo alimentaba… Mientras, Javier solo añadía más desorden.
Ahora mismo, entraba en silencio, apagaba la luz y se acostaba de espaldas. Tal vez había limpiado el charco—oyó el ruido de la aspiradora—, pero Lucía estaba segura de que la cocina seguía igual.
Y mañana se repetiría.
—Escucha, Javier —se volvió hacia él—. Desde que trajiste a Trueno, no vivo. Sobrevivo.
Él ni se movió. Fingía dormir, aunque Lucía sabía que la oía.
—Lo saco por la mañana porque tú duermes. Lo saco al mediodía, en mi hora de comer. Lo saco por la noche porque llego antes. Limpio su pelo, cambio el agua. Hago lo que tú deberías hacer. Y recibo tus quejas y sus gruñidos. ¿Crees que es justo?
Javier suspiró. No tenía argumentos. La carga era solo de Lucía. Los niños mostraron interés los primeros días, pero ahora apenas lo tocaban al pasar.
—Exageras. No es tan difícil.
Lucía apretó los labios. Era otro muro, pero esta vez no lo rodearía.
—Estoy harta. Elige. Yo o el perro.
Javier se dio la vuelta, miró al techo con aire filosófico y luego se levantó para hacer una maleta rápida.
—No abandono a mis amigos. Nos vamos a la casa del pueblo. Esperaré a que se te pase —dijo al salir.
Ella no lo detuvo. Solo vio cómo se alejaba esa espalda que antes acariciaba por las noches. Ahora era la espalda de un extraño. Y el perro también.
La puerta se cerró con un clic. Lucía resopló. En veinte años de matrimonio, nunca supo que era tan “principioso”. Sus amigos no se abandonan, pero ¿su familia?
Luego, un silencio mental. Ya no necesitaba despertador para pasear al perro. No más cuencos por la noche. Ni pisar sorpresas al amanecer.
Fue agridulce.
…Pasaron tres meses. A veces, Lucía respiraba hondo. No solo por la ausencia del olor a perro, sino porque todo era más ligero. Como si, al irse Trueno, también se hubiera ido esa pesadez constante. Ya no esperaba que Javier la escuchara o lavara su plato.
Los niños extrañaban a su padre, pero eran mayores para no dramatizar. Poco a poco se acostumbraron.
—Mamá, ¿puedo invitar a amigas ahora? —preguntó su hija al tercer día.
—Claro. Ya no hay quien les salte encima.
Su hijo volvió a dejar la bici en el pasillo —nadie roería las ruedas—, pero era un mal menor.
Juntos, empapelaron la pared. No perfecto, pero mejor que los jirones. Lucía tiró mantas perforadas y cojines destrozados. Compró cortinas nuevas para el salón: un naranja suave, cálido.
Parecía que, sin el pequeño destructor, hasta el piso respiraba.
—Mamá, ¿mañana no trabajas? —preguntó su hijo en el desayuno.
—Casi —respondió—. Paso a ver a la abuela y luego soy toda vuestra.
Eso la hizo sonreír. Por fin tenía fines de semana.
Mientras, Javier no disfrutaba de su “libertad”.
La casa del pueblo, que solo usaban para barbacoas, no era tan acogedora como creía. Ventanas viejas que colaban frío, un grifo que apenas soltaba agua oxidada y el baño aún en el patio.
Al principio, lo vio como una prueba. Hasta romántico. Él y su perro contra el mundo. Incomprendidos, pero firmes. Trueno sería el símbolo de su sacrificio. No solo un amigo, sino la prueba de su responsabilidad.
Pero Trueno seguía siendo un perro.
Aullaba si se quedaba solo. Robaba y mordisqueaba calcetines. Destrozaba muebles. Se negaba a dormir fuera, pero no tenía reparos en hacer sus necesidades frente a la puerta si Javier no corría a abrir.
“Dormir” dejó de existir para él. El perro invadía su espacio, empujándolo, roncando en su oreja. Por las noches, no se sentía como un hombre libre, sino como padre de un bebé peludo e insaciable.
—Bestia ingrata —murmuró una vez, limpiando otro charco—. ¿Por qué me pasa esto?
En un día particularmente malo, llamó a Alberto, el amigo que inició todo.
Alberto soltó una risa incómoda al otro lado del teléfono y, tras un silencio que se hizo eterno, murmuró: “Hombre, no te lo puse fácil, pero tampoco pensé que aguantarías tan poco”.