Solo un intento, nada más.

**10 de mayo, Madrid**

—Es solo por probar —dijo Lucía en el chat del grupo—. No nos incluyáis en el presupuesto común. Nosotros llevaremos nuestra comida. Además, estamos a dieta, comemos como pajaritos…

Ese fue el primer aviso.

María viajaba en el autobús, con el móvil en una mano y una bolsa enorme bajo el brazo. Releyó el mensaje dos veces. ¿Estaría exagerando? El tono era educado, pero… como si alguien ya estuviera buscando resquicios para saltarse las normas.

El chat sobre el viaje de mayo no paraba de parpadear en las notificaciones. Habían añadido gente nueva: Pablo y Lucía, amigos de Álvaro. Y Álvaro era de confianza, un pilar del grupo desde hace años, así que nadie puso objeciones.

El ambiente siempre había sido cálido. Todos rondaban los treinta, adultos responsables pero con sentido del humor. Conocían las reglas no escritas del grupo y cada uno tenía su papel. Álvaro traía a los recién llegados. María se encargaba de organizar las quedadas y los viajes.

Esta vez, había preparado todo: lista de asistentes, ruta, alquiler de cabañas cerca del bosque, con porche, barbacoa y hasta ducha decente. Todos aceptaron y empezaron a discutir la compra: chorizos, queso, vino, carbón…

Y entonces llegó el mensaje:

—Pablo y yo pasamos —escribió Lucía—. Estamos a dieta y prepararemos nuestra comida aparte. No necesitamos nada.

María respondió con un neutro “Vale, como queráis” y guardó el móvil.

No era gran cosa, pensó. Gente con dietas extrañas ya había habido. Como Javier, el vegetariano, que nunca ponía dinero para la carne pero siempre traía verduras para compartir y hacía unos pinchos morunos de berenjena que quitaban el sentido.

Las rarezas eran normales. Lo importante era la honestidad. Pero algo en ese “no nos contéis” le heló la espalda. Había un tufillo a trampa. Aun así, decidió no juzgar.

El día del viaje amaneció perfecto: sol, brisa suave, aire limpio. Todos llegaron a tiempo, con todo lo necesario. Ni siquiera se olvidaron del sacacorchos. El aroma a pino y el silencio del bosque animaron el ambiente al instante.

Lucía y Pablo llegaron al atardecer, cuando ya todo estaba organizado. Su “comida propia” era un trozo de queso manchego, dos tomates, una bolsa de colines y dos cervezas. María los vio sacarlo todo y calculó mentalmente: “¿Para tres días? Imposible”.

Se sentaron aparte al principio, comieron su queso, brindaron, se hicieron fotos con el atardecer. Luego, poco a poco, se acercaron al grupo. Media hora después, Pablo ya estaba junto a la barbacoa.

—¿Qué estáis asando? ¡Qué olor…! —dijo él, sonriendo.
—Con esta dieta, no se puede resistir —rió Lucía, acercándose.

María intercambió una mirada con Carmen, quien encogió levemente los hombros. “Bueno, no vamos a echarlos”. En el grupo nunca se humillaba a nadie, menos a los nuevos.

Para la noche, Lucía y Pablo ya comían y bebían como si llevaran años allí. Contaban chistes, cantaban con la guitarra. Eran divertidos, no parecían malas personas. Pero a María le quedó una sensación rara, como si los hubieran usado.

Se durmió con esa inquietud. No era enfado, solo la primera semilla de irritación. Sus padres siempre le enseñaron: “Si quieres ser parte del equipo, juega limpio”. Pero Pablo y Lucía habían entrado en el juego guardándose sus cartas… y repartiéndose las ganancias.

Esa noche, pensó: “Si se repite, habrá que actuar”. La idea la incomodó. ¿Corregir a adultos? Pero se obligó a olvidarlo. Habían ido a divertirse, no a vigilar platos ajenos.

Sin embargo, en los siguientes viajes —una barbacoa en la casa rural de Carmen, un picnic en el Retiro—, la pareja repetía el mismo patrón: una bolsa ridícula con un plátano, ensalada de lechuga y una botella de vino barato. Nunca compartían, pero nunca se iban con hambre.

—¿Está bueno el vino? —preguntaba Pablo, sirviéndose del Rioja que había traído Jorge.
—Solo probamos un poco —susurraba Lucía, cogiendo chorizo del fuente común—. Las calorías, ya sabes…

Al principio, provocaba risas incómodas. “Bueno, son así”. Luego, miradas de reproche.

—¿Viste cuánto se comieron? —susurró Carmen a María al recoger después de una barbacoa.
—Pablo repitió tres veces. Y el salpicón de mariscos desapareció —refunfuñó María, guardando las sobras.

Jorge bromeó: “Pablo, ¿cómo cuadras medio kilo de chorizo en tu dieta?”. Carmen añadió, seca: “El hambre agudiza el ingenio”. Pero ellos seguían riendo, fingiendo no oír.

María odiaba los conflictos y, más aún, mezquindades por comida. Pero cuando Carmen le envió una foto del coche nuevo de Lucía y Pablo —un todoterreno blanco, recién salido del concesionario—, algo se rompió. “¡Por fin lo conseguimos!”, decía el mensaje.

Dinero sí tenían. Solo que sus prioridades eran otras.

Con la primavera, el grupo planeó otro viaje. Esta vez, María empezó el chat con claridad:

“Chicos, sin ofender: mesa común, bote común. Somos adultos. Quien no participe, no come”.

Casi nadie respondió. Solo likes y un sticker de Carmen con un pulgar arriba.

Pablo no dijo nada. Una hora después, Lucía escribió a María en privado:

“Creo que no iremos. Tenemos otros planes. ¡Que lo paséis bien!”.

Todos lo entendieron.

María cerró el móvil y respiró aliviada. Ahora sí, todo justo. Sin gorrones pegados al grupo.

El ambiente en la quedada fue distinto. Nadie escondía las patatas ni vigilaba el fuente de tortilla. No eran tacaños. Solo habían aprendido dónde termina la confianza y empieza el abuso.

—Joder, hoy se respira mejor —dijo Jorge, chocando su vaso de plástico con el de María.
—No es el aire. Es que no hay nadie viniendo ‘con lo suyo’ para llevarse ‘lo nuestro’ —respondió ella, sonriendo.

Nadie mencionó a Pablo ni a Lucía. Y su ausencia confirmó que María había actuado bien.

Dos semanas después, en una cafetería cerca del trabajo, se encontró con Álvaro, quien había presentado a la pareja.

—¿Has visto últimamente a Lucía y Pablo? —preguntó María, tras hablar del tiempo y el trabajo.

Álvaro bajó la mirada, removiendo el café.

—Se han metido en juegos de mesa. Dicen que el ambiente es más… creativo.

María bebió un sorbo y arqueó una ceja. Ah. Nueva mesa gratis.

—Ya. ¿Y cuánto durarán? Esos juegos no son baratos…

Álvaro sonrió, pero no respondió. En su silencio había más ironía que en todas las bromas del grupo.

**Lección aprendida:** Algunos no cambian. Solo buscan otro sitio donde sentarse a comer sin pagar la cuenta. No es maldad, es su naturaleza. Lo importante es no poner el cartel de “Buffet gratis”.

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MagistrUm
Solo un intento, nada más.