Encuentro inesperado

—¡Chica! ¡Chica, espere! ¡Pero pare usted! —Al volverse, Olga vio que un chico con gorra corría tras ella. La gorra le resultaba vagamente familiar. ¿Dónde la habría visto antes? —¡Uf! ¡Por fin! ¿Es usted atleta o qué? ¡Casi no la alcanzo! Inocencio. Puede llamarme Keko. En el DNI, Inocencio León Soler. Suena serio, digno, intelectual. Yo… ufff, un momentito… —El muchacho se agachó, apoyó los puños en las rodillas, sin poder recuperar el aliento. La gorra se deslizó de su cabeza y cayó al asfalto. Oli, casi por reflejo, también se inclinó para recogerla y chocó sus frentes con la del solemne e intelectual Inocencio.

—¡Ay! ¡Pero bueno! —protestó la chica, frotándose la frente magullada. Dio media vuelta para irse, pero Keko la agarró del brazo.

—¡Espere! Disculpe, fue sin querer. ¡Cielo santo! ¿Qué día llevo hoy? ¿Es usted la hermana de Miquel? ¿De Nicolás? —susurró el joven mientras se recolocaba la gorra—. La vi en su casa, pero usted era así de pequeñita… —Hizo un gesto con los dedos mostrando a Oli en versión miniatura.

—¿Se ha dado usted un golpe de calor? —lo miró con superioridad—. Cuando yo era así de pequeña, ¡usted ni habría nacido! ¿Qué quiere? ¡Me está retrasando!

—¿Entonces no es Vega? ¿Vega Miquel? —preguntó el chico, decepcionado, como si volviera a calcular mentalmente el tamaño de Oli en su infancia.

—No. Soy Olga Gavilán. ¡Adiós! —Avanzó decidida hacia el metro, pero Keko, terco donde los hubiera, no se dio por vencido.

—¡Mire, ya nos hemos presentado! Usted es Oli, yo soy Keko, ¿no mola? ¿Y por qué está tan seria? Además lleva una bolsa que pesa un quintal. ¡Déjeme ayudarle! —Estiró la mano hacia la bolsa de esparto, pero Lola dio un respingo como si aquel intelectual fuera a picarla o robarle la cartera.

—¡Váyase por su cuenta! ¡Ah! —exclamó, repentinamente iluminada—. ¿Así es como liga, eh? ¡Qué original! Pero…

—¡Ya ve, le parece interesante! Déjeme la bolsa, no voy a salir corriendo. De remolacha y cebolla ya tenemos suficiente —señaló los asomos de verduras en la bolsa—. ¡Y sé muchas cosas! Sé por qué los aviones no se caen, cómo se forma un relámpago, qué es el perpetuum mobile, cómo quitar manchas de mermelada de cereza en casa, cómo…

Intentó seguir enumerando sus saberes, pero Oli, de pronto, se rió, le entregó la bolsa y le ordenó que caminara delante.

—¿Se ha leído usted la enciclopedia infantil? —preguntó al fin, conteniendo la risa.

—Eso también. Verá, vivo con mi abuela. Y mi abuela, Glafira Petrovna, madre de mi padre, León, es muy estricta con la educación. ¡En mi cabeza “invirtió”! —Intentó gesticular cómo su abuela le “inyectaba” conocimiento, con poco éxito.

—¿Qué hace con las manos? ¿Me está alertando de un robo? —se alarmó Oli.

—¡Qué va! Es que así me enseñaba mi abuela, Glafira. Libros, documentales, conferencias en el teatro de verano, radionovelas e informes. Ella, verá, se encarga de ilustrar al pueblo, y su principal objetivo, claro, era ilustrarme a mí. Puedo explicarle cómo incubar un pollito en casa, cómo propagar un ficus, arreglar un sifón, cómo…

—Eso no mola. ¿Quiere un helado? —A Oli le caía cada vez mejor aquel intelectual de gorra y sifones.

—No, gracias. La lactosa no me sienta bien, prefiero respirar. El oxígeno alimenta el cerebro —rechazó Inocencio—. Pero si usted quiere, se lo invito. —Oiga, señorita —le dijo al vendedor—, un cucurucho de vainilla.

—¿Cómo lo supo? —preguntó Oli, interceptando su mano antes de que pagara y abonando ella.

—¿Por qué hace eso? ¡Yo invito! —se indignó Keko Soler.

—A mí también me crió mi abuela. Y era igual de estricta, ¿sabe? “Todo sola, Oli, ¡sola! La independencia es por lo que lucharon las mujeres”, decía. Luego soltaba citas, ya no me acuerdo. Pero capté la idea. Ya le debo que lleve la bolsa. Y…

—Y las mujeres deben hacerlo todo solas, ya entiendo —asintió Inocencio, moviendo la nariz—. Pero, verá, ¡ni usted ni su abuela entendéis nada! —continuó, casi trotando para seguir el ritmo de Oli.

—¿Cómo dice? —La chica casi tose del susto.

—¡Pues eso! No sé qué citaría su abuela, pero la mía decía que un hombre sin faena es como un burro sin albarda, se marchita. Con perdón, la abu Glafira y yo les damos mil vueltas. Y qué error luchar por esa independencia. ¿Adónde seguimos?

—¡Por ahí! —señaló Oli hacia la derecha, frunciendo el ceño—. Mi abuela, por cierto, ¡es una persona respetada! No puede equivocarse. Construyó el metro. Tiene medallas.

—El metro está bien —aceptó Keko, cambiando de tema, pues las disputas entre abuelas no llevaban a buen puerto—. ¿Sabe por qué sopla el viento? Pregunta simple, pero la respuesta le sorprenderá.

—¡Vaya pregunta! ¡Como si no lo supiera! —bufó Oli—. Masas de aire a distinta temperatura que se desplazan…

—¡No, Oli, va usted totalmente desencaminada! Permítame que se lo explique. Como decía mi abuela cuando, con tres años, le hice esa pregunta: el viento existe porque los árboles se mecen. Y es un hecho irrefutable. Jamás demostrará qué fue primero. Ni mi abuela, Glafira Petrovna, pudo. Y nos perdimos una charla en la casa de la cultura porque tuve anginas. ¡Sigamos! ¡La nieve! Oli, no imagina lo hermoso que es un copo bajo el microscopio. ¡Y qué frágil! Y… ¡Oli! ¿Adónde va? —Keko se percató de que llevaba treinta segundos caminando solo. Oli había torcido por otra calle—. ¡Oli, espere! ¡Llevo su remolacha! ¡Y la cebolla! ¡Y además la estoy acompañando! ¿Pero adónde se ha ido? ¡Así es más corto!

Inocencio salió disparado hacia atrás. La gorra bailoteó en su cabeza, las monedas traquetearon en su bolsillo.

—¡Eh, enciclopedia ambulante! —le gritó Oli, haciéndole señas.

—¡No soy una enciclopedia ambulante, no me insulte! —se ofendió Keko León—. Soy un pozo de sabiduría. La abu Glafira me presenta así a sus amigas del club de jardinería: “Mi nieto Inocencio, un pozo de sabiduría”. Las ancianas asienten, me escudriñan, chasquean la lengua. ¡Y enseguida me asaltan con preguntas! Es insoportable. ¿Qué hacer con los tomates si hay heladas? ¿Cómo cultivar dalias mejores que las de la vecina? ¿Cómo guardar gladiolos en invierno? ¡Y eso que ninguna tiene huerto! ¿Se da cuenta? Solo buscan información para fanfarronear con los que sí lo tienen. Es de locos.

—¡Finalmente, con el tiempo, las dos abuelas terminaron reconciliándose sobre una taza de café y un cariñoso debate acerca de si las petunias crecían mejor al sol o a la sombra, mientras Keko y Oli, desde el balcón, intercambiaron una mirada cómplice, sabiendo que su historia apenas comenzaba.

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