—¿Y para qué necesitas todo esto tú sola?
—¡¿Me estás llamando insensible?! ¿A mí? ¡Primero te olvidas de los ahorros, luego de las buenas costumbres, y ahora me traes a una embarazada a mi casa exigiendo una habitación más grande! ¿Qué te parece la situación, eh, hijo mío?
Larisa hablaba con dureza, pero decía la verdad. No estaba atacando. No, solo intentaba proteger lo suyo.
Víctor, en cambio, caminaba por la habitación como si buscara en silencio la mejor posición para atacar, estudiando las debilidades. Se notaba que no se sentía culpable en absoluto.
…Todo había empezado tiempo atrás. Desde aquel día en que Larisa y Vitali, que en paz descanse, se mudaron a su primer piso. Ni siquiera tenían cama. Empezaron con colchones inflables. Con el tiempo, ahorraron para un segundo piso, para su hijo. Luego construyeron una casa en el campo. Para dos familias, para que algún día los nietos corrieran por el porche y el jardín.
Pero Vitali partió de este mundo cuando Víctor acababa de entrar en la universidad. Su esposo le dejó todo a Larisa: los frutos de su esfuerzo, los recuerdos felices y la última fuente de calor y alegría: su hijo.
Víctor se graduó, se independizó, se casó. Larisa tuvo un nieto. Era feliz. Hasta que, un año después, Víctor anunció su divorcio.
—No encajábamos en carácter. No puedo vivir con ella —dijo, como si hablara de un cachorro recogido de la calle—. Bueno, llegamos a un acuerdo… Como soy el padre, le regalé el piso. A cambio, ella prometió no pedir la pensión alimenticia.
Larisa se llevó las manos a la cabeza.
—Bravo. Todo un caballero. Con el culo al aire. Ese piso no lo compraste tú —le reprochó.
Ya entonces intuía que ella terminaría pagando el precio de su generosidad absurda. Y no se equivocó.
Poco después, su hijo regresó, esta vez con una nueva esposa. Y ya estaba embarazada.
Pidieron quedarse un tiempo en su casa. Larisa no se opuso. Al principio.
Intentó ser amable. Cocinaba, cambiaba las toallas del baño, colgaba la ropa ajena en el tendedero. Incluso adquirió la costumbre de dejar raciones extra en la cocina, por si Julia tenía hambre.
Pero pronto quedó claro que no habría gratitud.
Julia no trabajaba, argumentando que en su estado era imposible. Larisa no discutía, intentaba comprender, aunque en el fondo no estaba de acuerdo.
—Yo, en su lugar, habría trabajado hasta los siete meses, por lo menos —se quejaba Larisa con su amiga Valentina—. No tienen casa, el sueldo de Víctor no es gran cosa. Ella sabía con quién se casaba. Debía entender que él solo no podría mantenerlos. Pero prefiere la comodidad.
—Paciencia, Larisa. Al fin y al cabo, está embarazada… —respondió Valentina con calma.
—Embarazada, sí, pero no incapacitada. Yo también he dado a luz y sé lo que es. Hay que pensar antes de traer un crío al mundo. No está enferma, ni siquiera tiene náuseas. Solo se ha acomodado. ¿A quién crees que acudirán cuando no tengan para un carrito?
—Aguanta un poco, quizá las cosas mejoren. Cuando el niño vaya a la guardería, ella podrá trabajar…
—¿Guardería? Dijeron que sería solo un par de meses —se consolaba Larisa.
La limpieza también era un problema. La habitación de su hijo estaba cubierta de una capa de polvo. Larisa no daba abasto con los platos: siempre había algo en el fregadero. Las tazas de té ni siquiera se lavaban; quedaban en la habitación de Víctor y se ennegrecían con el tiempo.
Larisa lo soportaba. Primero observaba, luego actuaba.
Víctor, en cambio, parecía haberse esfumado en su propio mundo. Llegaba tarde del trabajo, y en casa, o se enganchaba al móvil o acariciaba distraídamente el vientre de Julia antes de salir a fumar al banco de la calle. Fumaba mucho, con el móvil en la mano, charlando sin sentido con los vecinos.
Estaba claro que así nunca tendrían dinero.
—Mamá, ¿y si nos cambiamos de habitación? En la nuestra no cabe ni una cuna —soltó un día, como si pidiera sal.
Larisa tardó en responder. En tres segundos, le vinieron a la mente escenas de su vida en familia: ella y Vitali empapelando las paredes, eligiendo cortinas, él sonriendo y llamando a su hogar “nuestra fortaleza”.
Y ahora alguien convertía esa fortaleza en ruinas, construyendo descaradamente su nido con los escombros.
—Faltan cuatro meses para la cuna. Ustedes están aquí temporalmente, ¿no es así?
Él bajó la mirada. Julia se giró. Y entonces lo entendió: no era temporal. Se estaban instalando. Ya lo habían decidido.
Su hijo insistió varias veces. Larisa no cedió.
La siguiente pelea llegó una semana después. Víctor soltó, despreocupado, durante el desayuno:
—¿Y si vendemos la casa del campo? Con eso podríamos dar la entrada de un piso.
Menos mal que Larisa estaba sentada. Aquello ya no era una petición. Era una exigencia.
—Víctor, tu padre y yo nos dejamos la vida en esa casa. Él puso toda su alma, trabajó solo en el proyecto. Y no la venderé, entre otras cosas, porque no sabes valorar lo que tienes.
—¿Y para qué la quieres tú? Estás sola. Así podríamos pagar una hipoteca, vivir aparte… Sería mejor para todos.
Larisa abrió los ojos, sorprendida. No esperaba ese golpe bajo. Aún sentía la ausencia de Vitali con dolor, a veces lloraba por las noches.
—Bueno, quiero decir… —titubeó su hijo—. Tú sola no puedes mantener esa casa.
El silencio fue pesado. Larisa comprendió de pronto: su hijo y su nuera la exprimirían hasta dejarla seca. ¿Y qué sería de ella cuando les diera la habitación, la casa del campo, el piso?
Nada bueno. Víctor seguiría regalando lo que otros habían ganado con esfuerzo. Y ella solo podría aguantar.
No. Había que poner fin a eso.
—Tienen tres días para irse —dijo con frialdad—. A donde quieran. Con su embarazo, su cuna y su hipoteca. Basta.
El silencio fue absoluto. Tan absoluto que, durante el mes siguiente, Larisa no recibió ni un mensaje de ellos.
Durmió mejor. Por las mañanas ya no se oía el agua correr, ni los armarios abrirse, ni las quejas de Julia por alguna cosa perdida.
Pero despertarse era más difícil.
La cocina estaba vacía. La leche se agriaba no porque se olvidaran de ella, sino porque nadie la tomaba. Ya no tenía que cocinar cada día. El televisor permanecía apagado.
Todos los viernes, Larisa iba a la casa del campo. Aún había nieve, pero el sol ya calentaba la tierra. La primera vez que pisó el umbral, su corazón latió fuerte ante el olor a madera húmeda y polvo. En el aire flotaban las palabras de Vitali:
—Viviremos aquí, Larita. Quizá algún día con los nietos.
Pasó horas sentada en el banco del porche, recordando cómo planeaban pintar las persianas, cómo discutían sobre el manzano: talarlo o dejarlo. Él insistió en dejarlo.
Quizá ahora ese árbol era lo único que aún daría frutos.
En uno de esos viajes, se encontró con Tamara, su vecina.
—Hace poco vi a los tuyos. Víctor trabaja en una—Víctor está trabajando en una obra, viven en casa de la amiga de Julia. Ya se le nota la barriga.
Larisa asintió, miró al cielo y no respondió, porque ahora, aunque el dolor seguía ahí, sabía que había tomado la decisión correcta.