**Soledad en el matrimonio. Mi marido se fue con otra.**
Con Fernando vivimos juntos 20 años. Hubo de todo —bueno y malo— pero nunca me arrepentí de un solo día a su lado.
Siempre intenté ser una buena esposa, complacerlo en todo y no llevarle la contraria. ¿Cómo iba a hacerlo de otra forma? Una mujer debe ser sabia. Si no, es fácil quedarse sin hombre, ¡con todas las divorciadas que rondaban a su alrededor! Perdoné un par de infidelidades. Y una vez, incluso, Fernando quiso dejar la familia. Pero le dije claramente que no podría vivir sin él. Se asustó y se quedó.
A mi marido también le gustaba beber, pero… ¿a quién no? Al menos trabajaba y traía algo de dinero a casa. Con eso y mis dos empleos, nos arreglábamos.
Cuando nació nuestra hija, estuve de baja maternal y no podía trabajar. Entonces, Fernando empezó a comportarse peor. Se quejaba de cada gasto y me reprochaba hasta el pedazo de pan más pequeño. Pero después todo mejoró. Volví a trabajar y pude comprar lo que necesitábamos, tanto para mí como para la niña.
Una mañana llegó a casa… no muy sobrio. Cuando le pregunté dónde había estado, saltó como un resorte y levantó la mano. Me callé. Al fin y al cabo, una esposa debe entender que es hombre y necesita descansar de la familia de vez en cuando.
Tiempo después, ya no solo amenazaba. Llegué a usar gafas de sol para ocultar los moratones, diciendo que me había golpeado con la puerta del armario.
Y luego ocurrió otra vez. Y otra. Hasta volverse habitual. Los médicos que me curaron la nariz rota y las costillas me insistían en denunciarlo. Pero no podía. Fernando era mi amor, mi vida. Además, si lo hacía, se enfadaría y me abandonaría.
Y teníamos una hija que necesitaba a su padre.
Aunque, la verdad, él casi no le hacía caso. Quería un niño. Intentamos tener otro hijo, pero no llegó, por más que yo lo deseaba.
Cuando creció, mi hija me pidió que me divorciara. Sí, lo sé, es raro, porque los niños suelen querer a sus padres pase lo que pase. Pero Martita (así la llamábamos) le tenía miedo. A ella también le tocaba su parte. Fernando era la autoridad en casa, lo obedecíamos, pero no siempre evitábamos el castigo.
Pasaron los años. Yo ya había cumplido los cuarenta. Martita vivía aparte con su novio.
Mi marido también se calmó. Casi no hablaba conmigo, ni me prestaba atención. Me acostumbré a ese trato. Lo amaba en silencio, sin mirar a otros hombres. Hacía todo por él, para que estuviera contento.
Un día llegó antes del trabajo, extraño, pensativo. Daba vueltas por la casa como si quisiera decir algo, pero no se atrevía.
—Fernando, ¿qué pasa? —me adelanté yo.
Hizo una pausa.
—Estoy harto. ¡Me voy!
El suelo se me escapó bajo los pies. Me agarré a la silla para no caer.
—¿Cómo que te vas? ¿Adónde? ¿Y yo? ¿Y nuestra familia?
—¿Qué familia? —gritó—. ¡Mírate! Llevo toda la vida aguantándote, sufriendo. Por fin viviré para mí, con una mujer que sí me merece.
—¿Tienes a otra? —las lágrimas me quemaban los ojos.
—¡Claro! A ti ni mirarte puedo sin que se me caiga el alma. Pareces una vieja, y yo todavía tengo tablas. Cualquiera se enamoraría de mí. Pero tú… estoy hasta el gorro de tu amor.
Fernando se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y cogió una maleta.
—¡Mañana paso a buscar mis cosas! —dijo al salir.
Así terminaron nuestros 20 años de matrimonio.
Más tarde supe que llevaba tres años con una amante. Y fue con ella con quien se fue.
Hoy cumplo 45 años. Han pasado cinco desde el divorcio, y todavía no me repongo del todo.
Mi exmarido lo quiso todo en el reparto. Se llevó hasta los cubiertos. Solo dejó el piso, que era heredado de mi madre. Todo fue como un sueño. No podía creer que me pasara a mí.
¿Cómo pudo ocurrir? ¡Si yo lo di todo por él!
Ahora, con el tiempo, lo entiendo. No se puede vivir la vida de otro. No hay que perdonar ofensas si no hay verdadero arrepentimiento. No hay que rebajarse ni complacer siempre al otro. No hay que tolerar humillaciones ni maltrato. ¡Y yo hasta relegué a mi hija a un segundo plano por él! Ahora casi no hablamos. Me guarda rencor por su infancia arruinada.
¡Qué pena no haberlo entendido antes! Tanta energía desperdiciada…
El tic-tac del reloj suena fuerte en la habitación. Este cumpleaños también lo paso sola. Pero al menos sé una cosa: quiero vivir el tiempo que me quede con alegría y paz. Sin depender del humor ni los caprichos de nadie.
De pronto, suena el timbre. Abro la puerta y ahí está, mi exmarido.
—Hola. He vuelto para siempre. Me he dado cuenta de que eres la mejor, la más guapa. ¿Me dejas entrar? —sonríe, como si nada hubiera pasado, y me tiende un ramo de margaritas.
—No. Vete y no vuelvas.
Cierro la puerta. Y entonces sé, con certeza, que por fin estoy lista para dejar atrás la soledad y empezar una vida nueva sin fantasmas del pasado.
*Nota: Esta historia es real, me la contó una amiga.
¿Y tú qué opinas? ¿Hizo bien la esposa? ¿Cómo debe comportarse una mujer en la familia?*