—Buenas tardes, vecinos. La señora de abajo ha denunciado ruidos y gritos en su piso —declaró el agente de policía en la puerta—. Permiso para pasar.
—Claro —respondió Vania con voz temblorosa—, pase, ahora mismo calmo al niño.
En realidad, Vania no temblaba por la visita del policía, sino porque su marido la había golpeado de nuevo. Esta vez, porque había tirado toda la cerveza por el desagüe. Mateo, al descubrirlo, montó en cólera:
—¡Soy un hombre y tengo derecho a relajarme después del trabajo! ¡Tú aquí en casa, en tu baja maternal, descansando, mientras yo me rompo el lomo en la obra! ¡Ve a comprarme otra botella!
—No iré —replicó Vania—. Estás borracho todos los días. El niño ya te tiene miedo. ¡Nachito solo tiene un año y ya ha visto demasiado! ¡Basta ya, Mateo!
Entre los llantos desgarradores del pequeño, su madre volvió a recibir una paliza. El estruendo alertó a la vecina, Doña Clotilde Martínez, quien, fiel a su costumbre frente a cualquier sospecha, llamó a la policía.
Y vaya si Doña Clotilde era un personaje. No solo no le caía bien a los vecinos, sino que la soportaban a duras penas. A todos, tarde o temprano, les había puesto alguna queja. No siempre a la policía; también a la administración, la comunidad de vecinos e incluso a servicios sociales.
—Mire, creo que a ese Dani del quinto no lo alimenta su madre. Está flaco como un palillo y va hecho un desharrapado —denunciaba Doña Clotilde por teléfono—. Deberían investigar esa familia. La madre va demasiado contenta, no me extrañaría que se metiera algo raro.
La trabajadora social tomó nota y prometió “actuar en consecuencia”.
La madre del pobre Dani, con tendencia al sobrepeso, se quedó de piedra cuando una comisión entera llamó a su puerta. Resultó que el niño seguía una dieta especial porque, con solo nueve años, pesaba como un adolescente. La madre estaba contenta porque la dieta daba resultados. Y la ropa… Bueno, Dani era un niño inquieto, y los vaqueros y camisetas no le duraban ni un suspiro.
Pero Doña Clotilde no sabía nada de eso. Evitaba a los vecinos como si fueran apestados.
Los más antiguos del bloque contaban que, hacía años, unos ladrones habían asaltado su casa. Desde entonces, desconfiaba de todos, convencida de que alguien del barrio había avisado a los maleantes de que ella y su marido acababan de sacar dinero para comprar un Seat 600 viejo. Su marido se había enfrentado a ellos, pero salió malparado y poco después falleció. Doña Clotilde nunca se recuperó y jamás volvió a casarse.
Pero los vecinos jóvenes, la mayoría, desconocían esa historia.
—¡Recoge los excrementos de tu perro! ¡Como no lo hagas, te arrepentirás! —le gritaba Doña Clotilde al chaval que paseaba al animal por la noche.
—Si tanto te molesta, recógelos tú, bruja —replicó el chico.
El mastín gruñó y tiró de la correa hacia ella. Doña Clotilde retrocedió, pero no olvidó el agravio. Y la venganza llegó al día siguiente, cuando el joven vecino, en sus nuevas zapatillas blancas, pisó un “regalo” frente a su puerta.
—¡Que te den! —rugió mientras limpiaba la obra maestra de su querido can.
Doña Clotilde tuvo suerte de que el chico no supiera dónde vivía la autora del sabotaje. Maldiciendo, tiró las zapatillas a la basura.
Mientras, tras las cortinas blancas, una anciana sonreía, satisfecha. Desde ese día, los alrededores del bloque lucieron impecables. La noticia del “incidente” corrió como la pólvora entre los dueños de perros…
—Entonces, ¿qué ha pasado aquí? —El policía recorrió la estancia con la mirada mientras Nachito seguía llorando en su cuna.
—Nada —gruñó Mateo—, estaba viendo el partido y me emocioné. ¡Cómo puede ser que no sepan marcar un gol! ¡Van más despacio que una procesión!
Vania miró a su marido con miedo. Sabía que debía respaldar su mentira o las cosas se pondrían peor. El agente la observó con escepticismo. Sabía lo que ocurría, pero sin su declaración no podía hacer nada.
—Sí, es culpa del televisor —mintió Vania—. Lo sentimos.
El policía suspiró. Siempre igual: primero defendían a quienes las maltrataban, y luego ya era tarde.
—Bueno, esta vez solo será una advertencia. La próxima, multa por ruido —dijo—. Y no me pidan perdón a mí, sino a su vecina. Es toda una… defensora del orden. Pocos ciudadanos tan “comprometidos” como ella. Llama por cualquier cosa, ya hasta reconoce a los agentes por la voz.
—Qué suerte —murmuró Mateo, disimulando el fastidio.
El policía le lanzó una mirada de advertencia y, antes de irse, movió la cabeza hacia Vania como diciendo: “Lo siento”.
—La próxima vez te rompo la cara sin que te dé tiempo a chillar —bufó Mateo al cerrar la puerta.
Vania se quedó abrazando a su hijo, maldiciendo el día en que aceptó ser su esposa.
—No es para ti, Vani —le decían sus amigas—. Tú eres alegre y buena gente, pero Mateo… Tiene una sonrisa de cartón y la mirada fría. Aléjate de él.
—Es que no lo conocéis como yo. Me quiere —respondía Vania con ojos soñadores—. Es fuerte y valiente, una vez me defendió en la calle.
Se casó con él, y pronto Mateo mostró su verdadero ser: celos descontrolados, broncas en público… Y Vania lo confundió con amor, no con posesión y crueldad. Ahora la acusaba hasta por mirar un poste y la hacía sentirse culpable por respirar.
—¿Esto es una camisa planchada? ¡No tienes ni idea! —rugía Mateo.
—Pero me he esforzado, ni siquiera he comido. Nachito está con los dientes, no me he separado de él —se quejó Vania, buscando compasión.
Pero la compasión no era el fuerte de Mateo. Solo sabía reprochar: la sopa muy caliente, las croquetas malas, que era una pésima madre porque el niño lloraba mucho…
—Es tu griterío lo que lo despierta —replicaba Vania—. Quizá estoy enferma, me he resfriado.
—No pasa nada, no te vas a derretir —contestaba él—. Antes las mujeres parían en el campo y seguían trabajando. Ahora os miman demasiado, así que no te quejes.
Al principio, Vania pensó que era el estrés del trabajo. Pero, traPero la vida, con su ironía peculiar, le había dado a Vania una aliada inesperada: la temida Doña Clotilde, quien, tras años de amargura, encontró en aquella madre y su niño la oportunidad de volver a cuidar de alguien, y en ese gesto, finalmente, también se salvó a sí misma.