Solo quiero intentarlo.

**Diario Personal:**

Hoy fue el primer aviso.

—No nos incluyáis en el presupuesto común. Nosotros traeremos lo nuestro— escribió Lucía en el chat del grupo. —Además, estamos a dieta, comemos como pajaritos…

Ese mensaje me dejó pensativa.

Ana iba en el autobús, el móvil en una mano y la otra sujetando una bolsa voluminosa. Releyó el mensaje dos veces. ¿Sería que lo malinterpretaba? Parecía educado, pero… como si alguien ya estuviera buscando excusas para no colaborar.

El chat sobre la escapada de mayo no paraba de parpadear en las notificaciones. Hacía poco se habían unido caras nuevas: Javier y Lucía, amigos de Álvaro, un tipo respetado y de confianza dentro del grupo. Nadie puso objeciones.

La atmósfera siempre había sido cálida, de camaradería. Todos rondaban los treinta, adultos responsables pero con sentido del humor. Tenían sus roles establecidos: Álvaro traía gente nueva, Ana organizaba las quedadas. Esta vez, había reservado unas cabañas cerca del bosque, con porche, barbacoa y hasta ducha decente. Todos aceptaron y empezaron a planear la compra: salchichas, champiñones, carbón, vino…

Y entonces llegó ese mensaje:

—Javi y yo no contéis con nosotros— dijo Lucía. —Estamos a dieta, llevaremos nuestra propia comida. No necesitamos nada.

Ana respondió con un tono neutro: «Vale, como queráis». Y guardó el móvil.

En principio, no era un problema. Gente con dietas, veganos… Ya tenían a Pablo, que nunca ponía para la carne pero siempre traía verduras para compartir, haciendo brochetas vegetales que todos devoraban.

Pero algo en ese «no nos contéis» le hizo sentir un escalofrío. Había algo… raro. Decidió no adelantarse.

El día de la salida fue perfecto: sol, brisa suave. Todos llegaron puntuales, nada se olvidó. El aroma a pino y el aire fresco animaron el ambiente.

Lucía y Javier llegaron al atardecer, cuando todo estaba listo. Su «provisión personal» era un paquete con un trozo de queso, unos tomates, pan de arroz y dos cervezas de oferta. Ana echó un vistazo y pensó: «¿Esto para tres días?».

Se sentaron al principio aparte, comieron su queso, brindaron, se fotografiaron al atardecer. Luego se acercaron. En media hora, Javier ya estaba junto a la barbacoa.

—¿Qué asáis? ¡Qué bien huele!— comentó.
—Con vosotros en dieta es imposible resistirse— rio Lucía, acercándose.

Ana miró a Marta, su amiga, que se encogió de hombros. «Qué le vamos a hacer». Nunca les gustó dejar a nadie fuera.

Para la noche, ya comían y bebían como si llevaran años en el grupo. Eran divertidos, simpáticos. Pero a Ana le quedó esa sensación de que algo no cuadraba.

Durmió con esa incomodidad. No era enfado, solo la semilla de la irritación. Sus padres siempre le enseñaron: en un grupo, todos aportan. Pero Javier y Lucía habían entrado sin enseñar sus cartas… y luego compartieron el premio.

«Si se repite—pensó—habrá que actuar». Pero se obligó a relajarse. Era una escapada, no un juicio.

Pero luego vino la segunda vez. Y la tercera. Salidas de verano, picnics en el parque… Siempre aparecían con una bolsita ridícula: dos plátanos, ensalada de col, vino barato. Nunca compartían, pero nunca se iban con hambre.

—¿Qué tal el vino?— preguntaba Javier, sirviéndose del que había traído Dani.
—Solo probamos un poco…— murmuraba Lucía, mientras se hacía un bocadillo con el jamón de otro.

Al principio, hubo risas incómodas. Luego, miradas. Luego, comentarios.

—¿Viste cuánto se comieron?— susurró Marta después de una barbacoa.
—Javier repitió tres veces— masculló Ana, guardando las sobras.

Hubo bromas con doble sentido. Dani preguntó cómo cuadraba medio kilo de salchichas en su dieta. Marta dijo, fría: «El hambre no entiende de regímenes». Javier solo reía. Lucía fingía no oír.

Ana odiaba los conflictos. Pero cuando Marta le envió una foto del coche nuevo de ellos—un SUV blanco, recién sacado del concesionario—, algo se le revolvió. Tenían dinero. Solo que prioridades distintas.

Llegó la primavera. Nueva escapada. Ana empezó el chat con claridad:

—Chicos, sin ofender: mesa común, bote común. Quien no ponga, no come.

Casi nadie respondió. Solo “me gustas” y un sticker de Marta con un pulgar arriba.

Javier no contestó. Una hora después, Lucía le escribió en privado:

—No creo que vayamos. Tenemos otros planes. ¡Que lo paséis bien!

Todos lo entendieron.

Ana cerró el chat y respiró aliviada. Ahora sí, limpio. Sin parásitos.

La salida fue distinta. Nadie vigilaba el bol de patatas. Nadie escondía snacks.

—Hoy se respira mejor— dijo Dani, brindando con Ana.
—No es el aire— sonrió ella—. Son los parásitos que faltan.

Nadie mencionó a Javier y Lucía esa noche. Y Ana supo que había hecho lo correcto.

Semanas después, encontró a Álvaro en una cafetería. Hablaron de trivialidades, hasta que preguntó:

—¿Has visto a Lucía y Javier?

Álvaro se removió.

—Se metieron en juegos de mesa. Dijeron que el ambiente es más… creativo.

Ana bebió su café.

—Ya. Creativo. A ver cuánto duran allí. Ahí también se pone para los juegos, y no son baratos…

Álvaro sonrió, sin decir nada. Pero su silencio lo decía todo.

Algunas personas no cambian. Solo buscan otra mesa donde sentarse y que les sirvan gratis. Lo importante es no poner el cartel de «buffet libre».

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MagistrUm
Solo quiero intentarlo.