Camino sin retorno

**Camino de una sola dirección**

—¿Acaso también le vas a lavar los calzoncillos? ¿Los calcetines? ¡Por Dios, es un hombre hecho y derecho! Que se las arregle solo —le reprochó Adrián a su esposa mientras Clara se ponía la chaqueta.

No lo dijo con acusación, pero su tono helado la dejó paralizada un instante. Bajó la mirada, metió las manos en los bolsillos y, sin volverse, cerró lentamente la cremallera.

—¿Puedes callarte? —respondió ella en voz baja.

Se oyeron pasos. Adrián suspiró y se fue al salón. Otra noche más. Otra vez solo. Y ella, corriendo hacia su padre…

Afuera, la nieve cubría el suelo. No esa blanca y esponjosa de Navidad, sino una rendida bajo el sol de marzo. Ni siquiera se derretía; solo se convertía en un charco fangoso bajo los pies.

Clara se subió al coche y apoyó la frente en el volante unos segundos. Quería llorar, que alguien la entendiera. Pero no había nadie. Miró la bolsa de la compra.

Manzanas asadas… Antes, a su padre le encantaban. Él mismo las preparaba. Ahora, quizá ni recordaba cómo usar el horno.

Adrián no siempre había sido así. Cuando se casaron, era atento, cariñoso. A Clara le enternecía verlo ocuparse de ella y de los niños.

Pero tras el segundo hijo y el aumento de gastos, algo cambió. Para él, el mundo se dividía entre «los suyos» y «los demás». Por su familia daba todo, pero cualquier interferencia externa la veía como un ataque. Consideraba ayudar a otros una debilidad.

Al principio, a Clara le parecía casi tierno. Luego intentó convencerse de que era su manera de amar. Pero ahora que «los demás» incluían a su padre… No sabía qué hacer.

—Me fui. Alquilé un piso cerca del metro. Pedí el divorcio —anunció su madre un día, como si hablara de cambiar una cortina.

A Clara la pilló por sorpresa, aunque las señales estaban ahí.

—Parece un buen hombre, pero nada funciona —se quejaba su madre a una amiga.
—Exageras. No bebe, no te pega… Ya es algo —le restaba importancia la otra.
—¿Eso es todo lo que necesito para ser feliz? No, Mari. Hace falta cercanía. ¿Y qué tenemos? Él frente al ordenador, yo tejiendo en silencio. Ni sale ni habla.

Tras el divorcio, su madre renació. Bailaba, aprendió a usar el ordenador, hizo amigos. Hasta consiguió una amiga, Asun, con quien viajaba.

A veces, Clara sentía envidia. Sin motivo. Pero su madre empezaba de cero, sin dejar espacio ni para ella ni para su padre.

Él, en cambio, se hundió. Se mudó a un piso oscuro en las afueras. Cada visita de Clara era igual: limpiaba, cocinaba, callaba. Al principio, él rechazaba su ayuda. Luego, empezó a beber. No mucho, pero suficiente para enturbiar su mirada.

—Me tiró como un trapo viejo —mascullaba—. ¿Y quieres que sonría?
—Papá, basta. Nadie te tiró. Simplemente… se cansaron.
—Sí, claro. Sus fotos de viajes hablan de lo cansada que está. Yo… ya no quiero nada.

El corazón de Clara se partía. No sabía cómo ayudarlo, pero tampoco abandonarlo.

—Tienes síndrome de salvadora —le espetó Adrián una noche—. Siempre alguien a quien cargar. Antes tu abuela, luego tus amigas. Ahora tu padre.
—No tiene a nadie más. Solo a mí.
—¡Tiene cincuenta y cuatro años! ¿Es el único divorciado del mundo? Que se busque la vida.
—Se ahoga en la soledad.
—¿Y tú serás su salvavidas? Acabarás hundida con él. ¡Deja de ir!

Clara clavó en él una mirada gélida. Pero seguiría yendo, fuera como fuera.

El piso de su padre olía a tabaco y alcohol. Él, en camiseta manchada, le sonrió torcido. Botellas vacías junto a la puerta.

—Pasa, ya que viniste —gruñó.

La cocina estaba sucia. Él encendió un cigarrillo con manos temblorosas.

—¿Otra vez bebiste? —preguntó ella, sabiendo la respuesta.
—¿Acaso no tengo motivos? —bufó—. Dime, ¿para qué vienes? ¿A sermonearme?

Clara tragó saliva. Estaba acostumbrada a su amargura, pero no a verlo destruirse.

—Vengo porque te quiero. Soy tu hija.
—Tonterías. Lo haces por obligación. ¿Crees que limpiar cambiará el pasado?
—Quiero salvar lo que queda.

Él alzó la vista. Sus ojos, nublados, se aclararon un instante. Pareció querer hablar, pero no pudo.

De pronto, Clara recordó: tenía ocho años, se cayó de la bici. Rodillas sangrantes, llorando. Él la cargó en silencio, la curó con manos firmes, susurrando que todo pasaría.

¿Dónde estaba ese hombre?

—¿Quieres sopa? Traje pollo, patatas…
—No tengo ollas. Se quemaron.

Era mentira. Pero ella entendió: si insistía, lo perdería. Dejó la comida y se fue.

—Volveré en una semana. Por favor… sigue aquí.

En casa, buscaba una bici infantil en Wallapop cuando vio un anuncio: «ZENIT, vintage, en buen estado. Ya no lo uso». El mismo que su padre usó en su graduación. El corazón se le encogió.

Quería desaparecer…

Pasó un año. Las visitas de Clara se espaciaron. Hasta que un día lo encontró en el parque, con una botella y una bolsa de pan. Una perra callejera, flaca y coja, se acercó. Él le dio migas.

—Toma, vagabunda. ¿También estás sola?

La perra se quedó. Y él recordó a Canelo, su perro de niño, que escapó un invierno y nunca volvió.

Semana tras semana, la perra —ahora llamada Lola— lo esperaba. Él le daba comida, pero no la dejaba entrar. Hasta que una noche, tras caer borracho en la calle, un vecino lo ayudó. Esa vez, Lola durmió en su casa.

Mientras, Adrián sufría un cólico. Clara lo obligó a ir al hospital: piedras en la vesícula. Esa noche, ella veló su sueño.

—Gracias —musitó él al amanecer.
—De nada. Sois todos iguales: demasiado orgullosos para pedir ayuda.

Él le apretó la mano.

Una semana después, Clara visitó a su padre por su cumpleaños. Lo encontró paseando a Lola, limpia y con collar.

—¡Vaya! ¿De dónde salió? ¿Es de raza? —bromeó.

Él sonrió.

—Vino sola. O quizá alguien la envió.

Clara le dio un paquete.

—Para ti. Tienes nietos, ¿sabes?

Dentro estaba el Zenit. Lo compró por miedo a que lo vendiera, pero ahora sabía que no lo haría. Quizá el pasado no vuelve, pero el futuro siempre espera. **A veces, salvarnos a nosotros mismos es la única manera de salvar a los que amamos.**

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