Soy esposo, no un mueble.

—Soy tu marido, no un mueble.

—Has comprado el pan equivocado otra vez. Te pedí sin semillas —Carmen dejó la barra sobre la mesa sin mirar siquiera a Javier.

—Era el último que quedaba —respondió él con calma—. ¿Por qué te enfadas? Es un pan normal.

—Luego a Lucas le duele la barriga. A ti te da igual, no eres tú quien le da las pastillas por la noche ni quien se queda despierto con él.

Javier cerró los ojos un instante y exhaló lentamente. Dejó la bolsa de la compra junto a la ventana y se sentó en una silla de madera, alejándose de la familia, como si buscase refugio en la distancia.

Llamaron a la puerta. Era Marta, con dulces y una sonrisa amplia. En casa de su hermana, siempre la envolvía esa sensación de rutina cálida, de hogar.

—Hola, familia. ¿Todo en calma por aquí? ¿Silencio, paz y tranquilidad?

—Ojalá —respondió Carmen, vaciando las bolsas—. Aún quedan deberes, la cena, el baño… Y planchar la ropa para mañana. Desde que me levanté, no he parado.

—¿Las rodillas aún no crujen? —bromeó Marta, colgando su abrigo.

Javier asintió en saludo y se retiró al dormitorio, como siempre hacía cuando las conversaciones eran cosa de mujeres.

—¿Todo como siempre? —preguntó Marta en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

—Que estás otra vez sola. Javier está ahí dentro, más callado que un santo.

Carmen hizo un gesto de fastidio.

—No empieces. Tenemos nuestras responsabilidades: yo en casa y con los niños, él trabajando. Como todo el mundo.

—No es eso. Lleva hora y media en casa. ¿Has hablado con él en todo este tiempo?

—No estoy obligada a prepararle una cena romántica cada noche. Tenemos hijos.

La cocina era pequeña. Una mesa estrecha, sillas con cojines desgastados, una tabla de cortar con el barniz saltado. En la pared, un horario de actividades escrito con letra pulcra.

—¿Para ti tener hijos significa renunciar a todo? —preguntó Marta.

Carmen encogió los hombros.

—No quiero que pasen por lo que nosotras pasamos. ¿Recuerdas cuando mamá nos dejaba solas medio día? ¿Y cómo papá se emborrachaba mientras ella trabajaba? El caos en casa era espantoso.

—Lo recuerdo —asintió Marta—. Pero también recuerdo cómo veíamos dibujos tiradas en el suelo. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo así con los niños?

Carmen desvió la mirada. La respuesta era obvia.

—Necesitan inglés, matemáticas y natación, no perder el tiempo.

—¿Y Javier? ¿Él tampoco necesita nada?

Carmen miró hacia el pasillo, frunciendo el ceño.

—Es un adulto. Puede esperar.

Marta calló, observando a su hermana: las ojeras bajo sus ojos, el pelo recogido sin cuidado, las manos en movimiento constante, como un reloj sin descanso.

—¿Lo quieres? —preguntó de pronto.

—¡¿Estás loca?! ¡Claro que lo quiero! Pero ahora no es el momento.

—Llevas más de diez años diciendo lo mismo. Desde que nació Daniel.

Apareció Lucas, en pijama y despeinado, como un polluelo asustado.

—Mamá, Daniel ha roto su libro y dice que fui yo. ¡Pero no lo toqué!

—Ahora lo arreglo.

Carmen se levantó al instante. Marta se quedó sola, hasta que Javier salió de la habitación, como esperando su momento para beber agua.

—¿Cansado? —preguntó ella con suavidad.

—Un poco. A veces pienso que si desapareciera, ni se daría cuenta.

—Sí lo haría. Quizá demasiado tarde.

Javier suspiró.

—Los quiero. Pero aquí soy como un mueble. Llevo el dinero y ya estoy libre.

Marta no supo qué decir. Javier tampoco esperaba respuesta.

Carmen no regresó. Se perdió entre libros rotos, estanterías polvorientas y pilas de ropa sin doblar.

La mañana siguiente empezó sin café, con una discusión junto al armario. Carmen insistía en abrigar a los niños en exceso.

—Daniel, ponte ese abrigo con capucha.

—Mamá, me da calor. Vamos al centro comercial.

—¿Y mientras caminas por la calle? ¿Quién te limpiará los mocos después?

Lucas, el pequeño, se retorcía junto a la puerta, calzando los calcetines sobre las botas. Carmen le regañó, y él se apresuró a cambiar. Javier esperaba en el coche. Había ofrecido ayuda, pero la respuesta era siempre la misma: *”Yo puedo sola, no molestes”*.

Ya en el coche, él preguntó:

—Oye, ¿qué tal si mañana salimos solos? Al cine, a cenar… Como antes.

—¿Mañana? ¿Y los niños con quién se quedan? —su voz pasó de la sorpresa al enfado—. ¡No podemos dejarlos así! Son pequeños.

—Tienen doce y cinco años. Daniel puede hacerse un bocadillo.

—Sí, y quemar la cocina de paso. ¿En serio? No saben ni atarse los zapatos.

En el centro comercial, los niños intentaron llevarlos al food court. Carmen les bloqueó el paso.

—En casa hay sopa. Los refrescos os darán dolor de estómago.

—Mamá, es fin de semana —susurró Daniel.

—He dicho que no. Aquí no hay votaciones.

Veinte minutos después, Lucas lloriqueaba de hambre. Daniel se negó a probarse ropa, y Carmen le gritó con tal brusquedad que él cerró su expresión como un candado.

Javier no pudo más.

—¿Te escuchas cuando hablas?

—¿Y tú? —ella volvió el rostro, ceñuda—. ¿Escuchas algo que no sean tus videojuegos?

—Te pasas el día dando órdenes. A todos. Hasta cuando no hace falta.

—¡Porque si no, todo se desmorona!

—Ya está desmoronado, Carmen.

Salieron antes de lo planeado. Javier condujo en silencio. Carmen miraba por la ventana. Los niños se taparon los oídos con auriculares.

Javier no aparcó. Se detuvo frente a casa y no salió del coche.

—¿Vas a algún sitio? —preguntó Carmen, desconcertada.

—Necesito pensar. Estar solo. No me esperes.

—¿¡Qué!? —su voz mezclaba pánico y resentimiento—. ¿Nos abandonas?

—No. Solo necesito respirar sin horarios. Soy tu marido, no una cómoda.

Carmen siguió con la mirada el coche alejarse.

En casa, Daniel se encerró en su habitación. Lucas se sentó frente al ordenador. Carmen fue a la cocina, puso la tetera en el fogón… pero olvidó encenderlo. El listado de tareas sobre la mesa perdió todo significado.

Se dio cuenta: estaba sola. *¿Y ahora qué?*

Pasaron dos semanas de silencio y llamadas esporádicas. Javier se quedó con sus padres y habló de alquilar un piso. Carmen cocinaba por inercia, planchaba por rutina. La casa quedó demasiado tranquila.

Al tercer día, Lucas preguntó cuándo volvería papá. Carmen dijo *”pronto”*, sin estar segura. Daniel no preguntó. Solo se encerraba más, evitando miradas, como esperando el próximo grito.

Marta llegó un sábado con un pastel y naranjas, aunque sabía que Carmen había llenado la nevera de más.

—¿Has comido hoy? —preguntó, sentándose.

—Sí. Hice puré y filetes.

—Y cuando finalmente Javier regresó con sus cosas, no hubo grandes gestos ni promesas, solo las manos que se encontraron sobre la mesa, como dos raíces que, tras mucho invierno, decidieron volver a crecer juntas.

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MagistrUm
Soy esposo, no un mueble.