Cómo a los 50 años buscó el amor en un sitio de citas

**Cómo Federico, a los 50 años, buscó novia en una página de citas**

Federico García Molina, de cincuenta años, soltero, canoso y autoproclamado poseedor de una inteligencia superior y un peculiar encanto, se encontraba en su viejo sillón de su piso en las afueras de Madrid, acariciando a su gato Peluso. Este mismo Peluso, cuya mirada desafiante y actitud altiva dejaban claro que solo aguantaba a su dueño por piedad. La vida de Federico iba cuesta abajo en los últimos años. Sin trabajo, sin futuro y con un piso que apenas contaba con un armario antiguo, un sofá desgastado y una alfombra cubriendo una grieta ominosa en el suelo.

Pero aquel día, el destino le dio un guiño. Mientras sorbía su té de sobre, Federico decidió que era hora de buscar la felicidad. No una felicidad cualquiera, sino una concreta: una mujer rica y guapa. Según su fórmula del éxito, *”Dame una esposa adinerada, y recuperaré mi dignidad”*. ¿Para qué buscar trabajo si podía saltar directo a una vida de lujo, con cenas caseras, comodidad y electrodomésticos de última generación?

Encendió su portátil, rescatado años atrás de un contenedor, y entró en una conocida web de citas para crear su perfil. No escatimó en fantasía. En lugar de su foto real, subió la de un modelo sacado de Internet: un Apolo musculoso, con traje de diseñador y el último iPhone en la mano. Su perfil decía así:

**Nombre**: Federico García.
**Edad**: 38 (un pequeño “ajuste”).
**Ocupación**: Empresario, dueño de varios negocios.
**Hobbies**: Paseos en yate, cocina gourmet, literatura clásica.
**Objetivo**: Relación seria con mujer atractiva y elegante. Solo interesado en mujeres con recursos económicos.

“Vaya hombre de mundo soy”, pensó, satisfecho. “Ahora empezarán a llover los mensajes.”

Y sí, escribieron. Pero no precisamente las mujeres que él esperaba. En lugar de ricas y sofisticadas, recibió mensajes de señoras cuyos “recursos” se limitaban a tres gatos, un chaleco de lana y un turno en la caja del supermercado. “No, queridas, no es lo que busco”, murmuraba, ignorando los chats. “Yo quiero una diosa con cuenta corriente.”

El punto de inflexión llegó cuando le escribió Lucía, de 41 años. En la foto, una morena radiante, con una sonrisa de anuncio y un traje de ejecutiva. “Algo me dice que esta es mi oportunidad”, pensó.

—Federico, ¡qué interesante tu perfil! ¿De verdad eres un experto en cocina?
—¡Claro! Me apasiona crear platos exquisitos. ¿Has probado mi paella? Es una obra de arte —respondió, mientras mordisqueaba una corteza de pan con su té de bolsita.

Tras una hora de conversación, Lucía accedió a quedar. Federico se puso manos a la obra: limpió el traje que llevaba en la boda de su primo en el 95, se afeitó y espolvoreó talco en su entradas para disimular la calvicie. Quedaron en un café acogedor del centro.

Llegó diez minutos antes (en autobús) y ocupó una mesa junto a la ventana. Lucía era aún más impresionante en persona: elegante, con manos cuidadas y una figura envidiable.

—Hola, Federico —saludó, pero al mirarlo con detenimiento, frunció el ceño—. Perdona, pero… no te pareces nada a tu foto.

Él ya tenía preparada la excusa:
—¡Ay, es la cámara! Siempre me distorsiona. En persona tengo más… presencia.

—Ya veo —respondió ella, con escepticismo.

La conversación fue como arrastrar una piedra. Cuando mencionó su “negocio”, Lucía lo miró intrigada:
—¿Y en qué consiste exactamente tu empresa?
—Bueno, es un tema complejo. Startups, inversiones… Ahora mismo estamos en fase de consolidación.

Asentía, pero sus ojos decían “quiero irme ya”.

En un último intento, Federico soltó:
—Lucía, creo que somos compatibles. Eres increíble, y yo haría cualquier cosa por ti: cocinar, limpiar, ocuparme de todo. ¡Serías mi reina!

Ella hizo una pausa, dejó la taza y respondió:
—Federico, lo siento, pero esto no tiene sentido. ¿Qué te hace pensar que podrías estar a la altura de una mujer como yo?

El golpe fue bajo. Balbuceó algo sobre “mujeres interesadas” y “corazones de hielo”, se levantó sin pagar su café y salió escopetado.

En las siguientes semanas, repitió el proceso con otras tres mujeres, todas con el mismo resultado. El colmo fue Margarita, de 37, que no se tragó su cuento:
—Dijiste que tenías negocios. ¿Por qué propones pagar a medias?
—¡Todo lo reinvierto! —improvisó, pero ella ya se marchaba, conteniendo la risa.

Al final, Federico entendió: las mujeres con dinero no iban a caer a sus pies. ¡Injusticia! ¿Acaso no se duchaba antes de las citas? ¿No ponía esfuerzo?

Entonces, la amargura lo consumió. Empezó a atacar perfiles de mujeres en redes:
—¿Solo buscas ricos, eh? ¡Algún día te darás cuenta de lo vacía que eres!
—Tanto maquillaje para ocultar tu mediocridad.
—Con esos músculos, asustas a cualquiera.

Lo gracioso es que nadie le respondía; solo recibía bloqueos.

Peluso lo miraba y maullaba, como diciendo: “Quizá debas buscar un trabajo de verdad”.

Federico empezó a reflexionar… ¿Y si la felicidad no estaba en yates ni en paellas, sino en una vida tranquila junto a un gato fiel? Quién sabe.

*A veces, el espejo nos devuelve lo que no queremos ver. Mejor ser honesto, aunque duela.*

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