Ana estaba en la cocina, removiendo lentamente su taza de té. Por la ventana, las ramas del olivo se mecían con el viento, mientras se escuchaban las risas de su hijo pequeño, Pablo, jugando en el patio con su amigo Luis y su cachorro. Todo parecía normal, rutinario. Casi la ilusión perfecta de una vida familiar tranquila. Nunca imaginó que en unos pocos días su mundo se desmoronaría, dejando pedazos que tendría que recoger con todas sus fuerzas.
El teléfono sonó en el momento menos esperado. No era Jorge, su marido—él casi nunca llamaba, y cuando lo hacía, era con frases cortantes como “Llegaré tarde” o “Compra algo para cenar”. Era un número desconocido, frío y anónimo.
—¿Diga?— dijo Ana, acercando el auricular a su oído.
La voz al otro lado sonó segura, demasiado segura.
—¿Ana? Hola. Me llamo Lucía. No nos conocemos… todavía.
Ana frunció ligeramente el ceño. Había un dejo de burla en la voz de esa mujer. Nadie llamaba así sin motivo.
—Sí… ¿En qué puedo ayudarte?
—Llamo para que lo sepas. Tu marido… digamos que no siempre ha sido honesto contigo. Jorge y yo llevamos juntos más de cinco años.
¿Reaccionó Ana? No. Su rostro permaneció impasible, como si las palabras no la concernieran. Como si fuera una película que veía desde fuera, ajena a su realidad. Mientras tanto, la voz de Lucía seguía:
—Callé mucho tiempo porque, la verdad, me dabas pena. Pero esto ya es absurdo. Él no te quiere desde hace años. Se queda por costumbre, por lástima.
Lástima. Esa palabra le clavó como una aguja, perforando su memoria, su punto más vulnerable—cuando empezó a notar que sus miradas ya no se cruzaban, que las palabras en el dormitorio sonaban más a cortesía de vecinos que a conversación entre marido y mujer.
—Vale. ¿Qué quieres?— preguntó con una firmeza inesperada.
Lucía sonrió.
—Quedemos. Hay cosas que no se cuentan por teléfono.
Dos días después, se vieron. Ana llegó a una cafetería en las afueras de la ciudad—un sitio oscuro, sofocante, perfecto para encuentros como ese. Lucía ya esperaba en una mesa apartada. Joven, arreglada, con el pelo impecable y una seguridad fingida.
—Gracias por venir. No todas las esposas lo harían.
Ana se sentó frente a ella, cruzando las manos para ocultar el temblor de sus dedos.
—¿Qué eres para él?
Lucía arqueó una ceja, como dudando, pero finalmente habló.
Las palabras salieron como un torrente, ácidas, destruyendo todo dentro de Ana. Lucía contó sin pudor cómo conoció a Jorge, sus viajes juntos, los regalos. “Hasta un anillo… aunque no para el dedo correcto”, dijo con una sonrisa pícara. Aseguró que el amor de Jorge por Ana había muerto años atrás, que solo se quedaba por los niños y un poco por compasión.
Cada frase era como una tarjeta que decía: “Yo gané”. Ana apenas escuchaba el latido de su propio corazón. Apretó los puños, pero aguantó hasta el final.
Al volver a casa esa noche, Jorge ya estaba allí. Todo parecía normal—su chaqueta colgada, el partido de fútbol en la tele. Pero Ana no podía callar más.
—Vete— dijo apenas cruzó la puerta.
—Ana, ¿qué pasa?— su voz sonó genuinamente confundida.
Ella no aguantó más. Las lágrimas brotaron como una presa rota.
—Lo sé todo, Jorge. Vete. Porque amas a otra.
Él trató de defenderse, pero Ana, a pesar del dolor, fue firme. Señaló la puerta con decisión.
Los primeros meses sin él fueron duros. Pablo y Diego, sus niños, no entendían por qué su padre ya no volvía. Pablo preguntaba cada noche por él; Diego miraba fijo por la ventana, esperándolo.
Ana tuvo que buscar otro trabajo—su sueldo no alcanzaba para mantener su antigua casa. Y Jorge insistió en un reparto “justo” de bienes. Ahora vivían en un pequeño piso en las afueras: la cocina era tan estrecha que apenas podía moverse, y la vista era un estacionamiento. Pero resistió. Sonreía a los niños por las mañanas, les contaba cuentos. Incluso cuando lloraba en la almohada, confiaba en que algún día sería más fácil.
Jorge, sin embargo, no encontró la felicidad que esperaba. Lucía no era quien él creía. Sus quejas constantes, su rechazo a la rutina, las comparaciones con otros hombres—envenenaron su relación. Cada día, la distancia crecía.
Hasta que un día, Lucía fríamente empacó sus cosas y dijo:
—Perdona, Jorge, pero eres aburrido. Busco a alguien más joven, que siga mi ritmo.
La mujer por la que destrozó su familia lo abandonó sin más.
Jorge intentó volver. Llamó a la puerta de Ana, pidiendo perdón con voz temblorosa.
—Perdóname, Ana. Fui un idiota. ¿Podemos empezar de nuevo?
Ella lo miró con una sonrisa casi imperceptible. ¿A quién veía? No al hombre seguro y ambicioso que una vez amó. Solo a alguien que lo perdió todo—familia, respeto, amor. Incluso su hogar, pues gastó todo lo del divorcio en reformar el piso de Lucía.
—No— respondió simplemente. —Aquí ya no hay sitio para ti.
Su vida siguió adelante. Aún en ese piso pequeño, encontró paz. Era libre. Aprendió a cuidar de sí misma y de sus hijos. Fueron difíciles, pero eran una familia sin mentiras.
Mejor sola que con quien te robó la fe en el amor.
Con el tiempo, todo mejoró. Ana conoció a un hombre en el trabajo. Primero fueron amigos, luego salieron y al final se casaron. Compraron una casa grande. Pablo y Diego tuvieron una hermanita. La suerte de Jorge fue menos afortunada. Nunca encontró a alguien con quien quedarse, aunque nunca le faltaron aventuras. Pero la felicidad nunca llegó.