¡Hola, mamá!

El taxi desliza sus ruedas sobre el asfalto mojado por la lluvia otoñal. El conductor, un hombre mayor, maneja con calma por las calles conocidas de Madrid mientras observa disimuladamente a los pasajeros por el retrovisor.

Una joven sostiene en brazos a un bebé de unos seis meses, lo que hace que el conductor sienta curiosidad por la dirección que han indicado: un orfanato municipal.

Los padres parecen una pareja feliz: él es un militar alto y apuesto con uniforme de teniente del Ejército del Aire; ella, una mujer joven y hermosa, de ojos azules profundos y cabello rubio que cae sobre sus hombros.

—¡Álvaro, las flores! —le recuerda ella.

—Lo sé, Estela, lo sé —responde él antes de pedirle al conductor—: Pare en esa floristería, por favor.

El militar sale del coche y, sin protegerse del viento, entra al local. El conductor lo sigue con la mirada y pregunta:

—¿Tu marido?

—Sí, mi marido —responde ella con una sonrisa feliz mientras acomoda el gorrito del bebé.

—El niño es precioso, y ustedes parecen estar bien. ¿Por qué van a un orfanato? —pregunta el conductor con un dejo de reproche.

La joven madre no entiende al principio, pero cuando capta el significado oculto, sus ojos se abren de par en par y solo alcanza a susurrar:

—¡Dios mío! ¿Qué cree usted?

—Bueno… uno nunca sabe. Hoy en día pasa de todo —dice el conductor antes de mirarla con más amabilidad y repetir—: Pero, en serio, ¿por qué al orfanato?

—Yo crecí allí. Estuve siete años, hasta que me adoptaron. Y mi marido, Álvaro, también pasó cuatro años en el mismo lugar.

—¿Con Doña Carmen? —El conductor rompe en una gran sonrisa—. ¡Con razón! ¿Vinieron directamente desde la estación para verla? ¡Eso es admirable!

—¿La conoce usted? —pregunta la mujer, intrigada.

—¡Pero si todo el mundo la conoce!

El conductor está a punto de contarle más cuando la puerta se abre y entra un ramo enorme de rosas en manos del militar.

—¡Estela, mira qué maravilla hay en nuestra ciudad! —dice Álvaro con orgullo.

—¡Álvarito! —exclama ella, asombrada—. ¡Nunca me habías regalado unas rosas así!

—No te enfades —se justifica él—, te digo que solo las venden aquí. ¿Cuándo vinimos juntos la última vez?

—¿Juntos? Hace once años…

***

Doña Carmen está en su despacho, arropada con un chal de lana. Aunque hace calor en el edificio, la suavidad del tejido la hace no querer quitárselo.

Tiene un momento de tranquilidad: los mayores están en el colegio y los pequeños hacen la siesta. El orfanato está inusualmente calmado, solo se escucha el tintinear de platos en la cocina, donde preparan la comida.

Doña Carmen hojea un álbum de fotos: rostros de niños, ahora hombres y mujeres. A todos los recuerda por su nombre, incluso a los adultos, a quienes sigue llamando cariñosamente “Santiaguito”, “Juanito”, “Mari Pepa”…

Ahí está Estela Martínez… no, ahora es Estela Roldán. Un hombre bueno, Antonio Méndez, la adoptó hace quince años.

Y ahí está Álvarito. ¿Dónde estarás, Álvarito? Entró en la Academia Militar, soñaba con ser veterinario como Don Luis…

Unos pasos apagados en el pasillo. ¿Quién será? Golpes en la puerta:

—¡Pase! —¡Santo cielo! Un ramo gigante de rosas. ¿Quién lo trae?

—¡Álvarito! ¡Hijo mío! —El ramo cae al suelo—. ¿Dónde te habías metido, muchacho?

—Doña Carmen, ya estoy aquí. No escribí… a veces no podía. Pero no vine solo. Esta es mi esposa. Y nuestra hija, Carmen.

—¡Estela! ¿Eres tú? Álvaro, toma a la niña, déjanos abrazarnos…

Cuando la emoción se calma, se quitan los abrigos, acuestan a la niña dormida en el sofá y se sientan a hablar.

—¿Cómo mantuvieron el amor tanto tiempo separados? Antonio siempre hablaba bien de ti, Álvaro.

—Le di mi palabra a Estela, Doña Carmen. ¡Y mi palabra es sagrada!

—Eso ya lo he oído antes —dice Doña Carmen, riendo—. Estela, ¿y tú qué tal?

—Feliz —responde ella con sinceridad—. Estudié Medicina, como mis hermanos Pablo y Javier. Ahora soy pediatra, como papá. Y Álvaro y yo siempre estuvimos unidos, aunque lejos. Esta es nuestra Carmencita… el nombre ni se discutió.

—Hola, Carmencita —Doña Carmen se inclina sobre la niña—. Que Dios te bendiga. ¿Ya la vio tu abuelo?

—No todavía. Vinimos directo aquí —contesta Estela, algo avergonzada.

—Llámale de mi parte, no vaya a ser que el susto le—¡Ay, se me olvidaba! —dijo Álvaro de pronto, sacando del bolsillo un pequeño lazo rojo—, Mamá, esto es para ti, igual que el que te traje cuando era niño.

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