**Cuando los sueños se cumplen**
—¡Joven, ha rozado mi coche! —En la acera estaba una mujer esbelta, envuelta en un abrigo blanco.
—Pues a aparcar bien, ¿no? —refunfuñó Javier—. Hay gente que saca el carné comprado y luego monta el circo. ¡Prohibiría a las mujeres conducir, la verdad!
—¿No ve los ventisqueros? ¿Dónde quería que aparcara, en medio de la plaza? —La mujer señaló un enorme montón de nieve con sus dedos finos—. Voy a llamar a la policía.
El ardor de Javier se apagó al instante. Ya tenía una multa por exceso de velocidad ese mes. Y ahora esto.
—Yo también me metí en un ventisquero. Entiéndame, no fue a propósito.
—¿Y qué propone? —preguntó ella fríamente.
—Arreglarlo aquí, sin denuncias.
—No. Es cuestión de principios. No tolero la misoginia.
—¿La qué?
—¡El odio hacia las mujeres!
—Vale, reconozco que me pasé —musitó Javier entre dientes—. Le pago el… rasguño. Y algo más por los nervios. ¿Cuánto quiere?
Tras mucho insistir, la mujer cedió. Hasta pareció que alargaba la negociación para sacarle más dinero. Javier soltó una buena suma para evitar problemas.
Suspiró hondo. Otra vez en números rojos. Encima era el cumpleaños de Lucía, y no había comprado el regalo.
Abrió la app del banco: solo quedaban trescientos euros. Aún faltaba una semana para el sueldo. No le quedaba otra: pedir prestado. Llamó a su mejor amigo.
—Tío, yo estoy igual que tú —dijo Pablo—. ¿Y por qué le soltaste tanto? Está claro que esa tía va sobrada de pasta. Con esa gente solo hay que lidiar con trámites. O podrías haber hecho un parte amistoso. Rápido, y el seguro se encarga. Total, no te fuiste.
—Joder, es que quiero vender el coche. Si la policía anota el rasguño, luego a ver quién te lo compra. ¿No conoces a nadie que me preste? Una semana. Es el cumple de Lucía, no puedo ir con las manos vacías.
—Claro, como si Lucía fuera a conformarse con un “felicidades” escrito en un pos-it —se rio Pablo—. Pero en serio, no tengo a nadie. Lo siento, colega.
Javier guardó el móvil y, bajando un poco la ventanilla, se quedó pensativo. La mujer del abrigo blanco ya se había marchado, pero él seguía ahí, atrapado en el coche, maldiciendo aquel aparcamiento. Había intentado ser cuidadoso, pero el hielo traicionó la rueda y el golpe fue inevitable.
Entonces lo recordó: ¡tenía una tarjeta de crédito olvidada! La solución le llegó como un rayo, y salió disparado hacia la joyería a por esos pendientes que tanto le gustaban a Lucía.
Esa noche, Javier dudaba frente a la puerta de Lucía, con un ramito de rosas en una mano y la cajita en el bolsillo. Recordaba cómo la conoció: la chica más lista y guapa, hija de un accionista de un centro comercial y dueña de tres peluquerías. Lucía venía de dinero, pero nunca lo presumió. Cocinaba, hacía la compra en el Mercadona y solo contrató una limpieza cuando se rompió el tobillo.
Él, en cambio, venía de una familia humilde, donde el lujo era un pastel de hígado en lugar de uno de chocolate.
—Espero que no te importe… Tengo visita —sonrió Lucía al abrir.
—Pensé que ya estaría la fiesta montada —bromeó Javier.
—Sabes que no me gustan los cumpleaños grandes. Vamos, he preparado algo —lo tomó de la mano—. Mamá, papá, este es mi Javier.
Javier se quedó tieso pero no dejó entrever el pánico. Saludó educadamente.
—¿Por qué no me avisaste? —le susurró a Lucía—. Me hubiera preparado.
—No te preocupes. Creí que ya estaban de vacaciones, pero me hicieron la sorpresa. Han llegado hace dos horas. Todo irá bien, son majísimos.
—Ajá —masculló Javier.
Los padres de Lucía lo escudriñaban como si fuera un examen sorpresa. Él se removió incómodo.
—¿Nos cuenta algo de usted? —preguntó el padre con una sonrisa forzada.
—Sí, qué interesante —apoyó la madre.
—¿Contar? Pues… trabajo como gestor en un banco. Estudié finanzas y ahora curso un grado a distancia…
—¿Y hay futuro en la banca hoy? —la madre miró al padre, ignorando a Javier.
—Algo hay, pero muy limitado —dijo él, sin mirarlo.
—No estoy de acuerdo —interrumpió Javier. Los tres lo miraron sorprendidos—. En un año seré jefe de departamento, y en tres, regional…
—¿Eso son perspectivas? —se rio la madre.
—¿Ustedes empezaron con tres peluquerías? —preguntó Javier serio.
Las sonrisas desaparecieron.
—Me las gané —respondió ella fría—. Empecé con una pelu de barrio.
—Entonces, ¿qué tiene de malo empezar como gestor?
—¡Salgo cinco minutos y ya tenéis debate montado! —Lucía apareció en la puerta con los nuevos pendientes.
Durante la cena, nadie habló. Hasta que la madre rompió el silencio.
—Javier, ¿qué opina de la misoginia? —preguntó con sorna. Todos la miraron confundidos.
—Muy negativamente —respondió él tranquilo.
—Qué curioso que sepa lo que es —masculló ella.
—Casualmente, lo oí esta mañana. De una dama.
Lucía miró a su madre, luego a Javier. Algo olía mal.
—¡Basta! Los dos —bufó—. Mamá, esta mañana hablaste de un “machista agresivo” en el parking. ¿No quieres contar algo?
—¿Contar qué? ¿Que tu novio me arruinó la mañana? —la madre puso cara de ofendida—. ¡Si hubiera sabido que era tu Javier, le habría dado donde más le duele!
—Javier, ¿por qué no dijiste que ya conocías a mi madre?
—No quería estropearte el día. Además, yo fui el idiota. Rozó el coche, le falté al respeto… Ya me daba vergüenza entrar… ¿Para qué pelearse en tu cumple?
—¿Que rozó el coche? ¿Otra vez? —intervino el padre.
—Fue el hielo, el coche patinó… —intentó justificarse Javier.
—Vamos, a ver. ¿Hicieron denuncia? —el padre miró a la madre con severidad.
—No es para tanto, un rayajito… Ya lo arreglamos. ¿Verdad, Javier? —ella le lanzó una mirada asesina.
—Sí, pero si quiere verlo… Yo pagué todo.
La madre se agitó y trató de detenerlos. Cuando Javier cogió la chaqueta, ella gritó:
—¡Esperad!
Todos se giraron. Bajando la vista, confesó:
—No hay rasguño. Bueno, uno viejo sí, pero nuevo… no.
—¿Cómo? —Javier se paralizó.
—¡Tú dijiste que sí! ¡Te transferí quinientos euros! ¿Me estafaste? ¡¿Sabes lo que…?!
—Me sacaste de quicio, hablando mal de las mujeres. ¡Como si fuéramos torpes al volante! —chilló—. Te lo devuelvo, pero… —miró a Lucía—. Un hombre que trata así a una desconocida, tarde o temprano—Pero Lucía, con una sonrisa entre lágrimas, tomó su mano y los arrastró a todos hacia las montañas nevadas, donde por fin, en su cumpleaños, pudo deslizarse feliz sobre aquel trozo de linóleo mientras su familia y Javier reían como niños bajo las estrellas.