La mágica cena familiar que celebra el invierno.

—Juan José ya está viejo—dijo Lucía a su marido mientras preparaba la ensaladilla rusa.

—¿Y eso por qué lo dices?—preguntó Antonio, sorprendido.

—Pues porque no pudo levantar a Mari Carmen para poner la estrella en el árbol. Antes lo hacía sin problemas…—Lucía suspiró.

—Pero si mi padre está como un roble, mujer. Quizá estaba cansado, nada más—respondió Antonio.

—No, Antonio, los años no perdonan. A partir de ahora irás tú a comprarles la comida cada semana, y no me discutas—dijo Lucía, arreglándose el pelo y cogiendo el plato de ensalada—. Vamos a la mesa.

Juan José lo había escuchado todo. Se detuvo para encender la luz del baño y, sin querer, captó la conversación entre su hijo y su nuera.

La víspera de Nochevieja, la familia López tenía una tradición: todos se reunían en casa de los abuelos para celebrar juntos la fiesta más esperada del invierno. Este año no fue diferente. El hijo mayor llegó primero con su familia. La nuera ayudó a poner la mesa, y los nietos decoraron el árbol en el salón entre risas.

Juan José abrió el grifo y se sentó al borde de la bañera.

“Tiene razón Lucía. Desde que me jubilé, me he sentido como un mueble inservible. La pereza me ha invadido, todo me cansa… Es para echarse a llorar”.

—Juan José, ¿todo bien?—preguntó Lucía acercándose a la puerta del baño.

—Sí, sí, ahora salgo—respondió él.

Tras la puerta, el pequeño Javier bailoteaba impaciente.

—¡Entra ya!—dijo el abuelo, haciendo pasar al niño.

En la mesa, Juan José estaba cada vez más callado. Brindaba sin entusiasmo, bebiendo solo un sorbo.

—Papá, ¿qué te pasa? Pareces triste. ¿Estás enfermo?—preguntó Antonio cuando ya se disponían a marcharse. En el pasillo, Lucía empujaba a su marido a hablar.

—No, hijo, estoy bien. Traed a los niños en vacaciones. ¿No os vais de viaje?—sonrió el abuelo.

—Estamos con la reforma en casa, Juan José. No nos movemos. Además, los niños se irán con mis padres unos días—intervino Lucía.

—Bueno, si ya está decidido…—murmuró el abuelo, algo apenado.

Lucía susurró algo a Antonio.

—El domingo os traeré la compra—dijo él, dirigiéndose hacia la puerta.

—Pero, hijo, ¿qué compra?—protestó su madre, Carmen—. Tenemos el supermercado a la vuelta. Si falta algo, tu padre puede bajar.

—No hace falta, Carmen. Antonio lo traerá. Así no tenéis que cargar bolsas hasta el quinto sin ascensor—insistió Lucía.

Cuando se marcharon, Carmen refunfuñó:

—Como si no pudiéramos cuidar de nosotros mismos. ¿Y ahora tampoco nos dejan a los nietos?

—Lucía es muy buena, Carmen. Se preocupa por nosotros—dijo Juan José.

—Pero no tenemos noventa años. Parece que ya nos dan por inútiles.

—Ya nos traerán a los niños. Esta vez toca con los otros abuelos.

Carmen calló.

“Quizá tiene razón Juan José. Lucía siempre viene, ayuda, sonríe, es educada… La otra nuera solo aparece para comer y llevarse botes de conserva. Del yerno mejor no hablar…”.

—¿Y tú por qué tan pensativo?—preguntó Carmen a su marido.

—Nada, algo cansado—respondió él.

—Pues descansa, te pongo la tele—dijo ella, yéndose a guardar los platos que Lucía había lavado.

Juan José se tumbó en el sofá y no paraba de darle vueltas a la cabeza.

“Si no he podido levantar a la niña para poner la estrella, ¿cómo voy a cogerle una manzana en verano? He perdido todas mis fuerzas…”.

Y así, Juan José decidió ponerse en forma para el verano. No como cuando tenía veinte años, pero al menos para poder levantar a sus nietos sin esfuerzo.

Empezó caminando todos los días sin falta. Encontró unas pesas viejas bajo la cama, cubiertas de polvo. Le gustó tanto usarlas que siguió adelante. Hasta se animó a hacer dominadas en el parque, como los chavales.

Poco a poco, las fuerzas volvieron. Para cuando llegó el verano, se sentía con tanta energía que hasta arregló el jardín de la casa del pueblo, quitó trastos viejos y construyó un pequeño parque para los nietos.

En agosto, cuando las ciruelas y las manzanas ya estaban maduras, Antonio llevó a los niños a la casa rural. Mari Carmen se volvió loca con el parque. A Javier también le encantó. Todo el día estuvieron jugando con el abuelo: en el huerto, en el río, construyendo castillos de arena.

Al día siguiente, Javier se acercó a un ciruelo y dijo:

—Abuelo, ¿me coges esa ciruela?

—Claro, Javier—respondió Juan José, levantándolo con facilidad—. A ver si llegas.

El niño arrancó tres ciruelas con sus manitas.

—¡Y yo, abuelo, y yo!—gritó Mari Carmen, saltando de emoción.

—Tú también—rió el abuelo, bajando a Javier y alzando a la niña—. ¡Que el abuelo todavía está para dar guerra!

Nunca pierdas la esperanza. Si hay una mínima oportunidad, aferrate a ella. Disfruta cada día y valora esta vida que solo se vive una vez.

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MagistrUm
La mágica cena familiar que celebra el invierno.