**La suegra que echó a su nuera callada y acabó en una residencia de ancianos**
Antonia Jiménez amaba dos cosas en esta vida: a sí misma, sin condiciones, y a su hijo Pedro, con una devoción fanática, casi religiosa. Pedro no era solo su hijo. Era el Sol alrededor del cual giraba su pequeño y pulcro universo. Desde la cuna, tuvo lo mejor: juguetes que los vecinos solo veían en escaparates, ropa “como de príncipe” y delicatessen traídas de tiendas exclusivas.
Lo apuntaron a todas las actividades imaginables: desde baile de salón (“¡Para la postura, Pedrito!”) hasta kárate (“¡Para que sepa defenderse!”). Pedro, hay que reconocerlo, mostró una constancia envidiable: en ningún sitio duraba más de un mes. Estudiar era aburrido, esforzarse, impensable. Prefería perseguir palomas en la plaza, pintar bigotes en los carteles y asustar a la gata Misifú, que una vez le dejó un recuerdo en forma de arañazos en sus nuevos vaqueros. Antonia solo suspiraba: “¿Qué le vamos a hacer? ¡Así es su carácter!”
Pedro creció. Se convirtió en un holgazán de mirada soñolienta y manos que no conocían el trabajo. Entonces, Antonia enfrentó una nueva misión sagrada: proteger al Sol de las intrusas. De las mujeres. Sobre todo, de las “indignas”. En su escala personal de méritos entraban: un piso (a poder ser en el centro), coche (importado, no más de tres años) y padres (adinerados, con posición). Pedro, acostumbrado a que su madre supiera más, rechazaba una tras otra. “Pero Pedro, ¡su padre es un simple ingeniero!” o “¿Te imaginas? ¡Va en metro! No es de tu nivel”. No hubo novia fija. Ninguna era “adecuada”.
Hasta que un día, en la Casa de la Cultura, donde Pedro fue en busca de un concierto gratis (por si servían algo), chocó de frente con Elena. Elena llevaba una pila de libros que cayeron al suelo. Pedro, movido por un raro impulso, la ayudó a recogerlos. Miró sus ojos grises, como nubes de tormenta. Y algo hizo clic. Elena trabajaba en la biblioteca. Vivía en un modesto piso heredado de su abuela, en las afueras. No tenía coche. Sus padres, maestros de provincias. Para Antonia, un desastre. Pero Elena era callada, dulce, olía a libros y vainilla. Pedro, por primera vez, desobedeció a su madre. La llevó a casa.
Antonia recibió a la novia como un general al enemigo. Inspección de pies a cabeza. Té frío. Preguntas como interrogatorio:
“¿Tienes piso? Ah, un estudio… En las afueras… ¿Padres? ¿Maestros? Interesante… ¿Sabes conducir? ¿No? Qué pena”.
Elena enrojecía, arrugaba la servilleta, respondía en voz baja. Pedro comía el pastel de su madre y miraba por la ventana. Dentro de Antonia rugía un huracán de indignación. “¿Esta ratoncita gris? ¿Para mi príncipe? ¡Jamás!”
Pero Pedro se plantó. Por primera y quizá última vez. Y Antonia, con el corazón encogido, dio su “bendición”. No por resignación. Se escondió. Como una araña.
La boda fue modesta. Elena se mudó al piso de Antonia (¿dónde si no?). Y empezó el calvario. Lo que la suegra llamaba “adaptación”, pero que en realidad era acoso metódico.
“Elenita, la sopa hoy… está sosa. Nada que ver con la mía. A Pedrito le gusta bien cargada, y esto es agua con sal”.
“¡Oh, hay polvo en la cómoda! ¿Sabes que Pedrito es alérgico? ¡Hay que limpiar todos los días!” (Elena lo hacía mañana y noche).
“Pedrito, mira cómo Elena te ha planchado la camisa. ¡Tiene arrugas! No irás así a trabajar. Quítatela, que yo lo hago”.
Elena aguantó. Amaba a Pedro. Esperaba que la defendiera. Pero Pedro estaba acostumbrado a que su madre tuviera razón. Y callaba, a veces refunfuñando: “Elena, haz más caso. Mamá solo quiere lo mejor”.
Antonia atacaba con más astucia:
“Pedrito, ¿sabes que Elena ha comprado un embutido barato hoy? ¿Está ahorrando a costa tuya?”
“Ay, Elenita, ese jersey… te hace parecer un saco. No te favorece. Pedrito, dile que no lo use más”. (Era un jersey nuevo, comprado con su sueldo).
Elena lloraba en la almohada. Pedro se enfadaba: “¡Deja de quejarte! ¡Mamá solo quiere ayudarte!”
Hasta que un día, al volver del trabajo (daba clases por las tardes), encontró a Antonia tirando la sopa que ella había preparado.
“¡Perdona, Elenita! Se me ha caído… Parecía que estaba pasada. No importa, Pedrito, te hago unos huevos. ¡Nadie los hace como yo!”
Elena miró a Pedro. Él se encogió de hombros: “Fue sin querer. No llores”.
Fue la gota que colmó el vaso. Un gemido escapó de Elena: “Pedro, no puedo más…”.
“¿Y qué?”, respondió él, mirándose las uñas.
Un mes después, se divorciaron. Elena se fue en silencio, con una maleta y el corazón roto. Antonia celebraba: “¡Por fin te libraste de esa carga! Ahora sí encontraremos a alguien digno”.
Y Pedro la encontró. Mejor dicho, Sofía lo encontró a él. Vibrante como un loro, ruidosa, con una mirada desafiante. Hija del dueño de una cadena de talleres. Con piso, coche y unos padres ante los que hasta Antonia se encogió. Sofía no esperó invitación. Irrumpió en sus vidas como un huracán, con tacones y perfume caro.
La primera cena fue un campo de batalla.
Antonia (dulcemente): “Sofíta, la sopa está… picante. A Pedrito no le gusta”.
Sofía (con la boca llena): “¡A mí sí! Prueba, Pedro, ¡está genial! Si no te gusta, no la comas. ¿Solo querías criticar, suegra?”
Pedro se quedó helado con la cuchara en el aire. ¿Suegra?
“Sofíta, hay polvo en la cómoda…”
“¡Sí, ya lo veo! Pedro, cómprate un robot aspirador. ¡El de mi padre es increíble! Suegra, yo no soy la asistenta”.
“Sofía, esa camisa no le sienta bien…”
“¡Tonterías! ¡Yo la elegí! ¡Está genial! ¿Verdad, Pedrito?”. Y Pedro, ante aquellos ojos desafiantes, asentía: “Sí, Sofí, mola”.
Antonia probó la táctica del embutido: “Pedrito, Sofía ha comprado un jamón carísimo… ¡Gasta sin pensar!”.
Sofía contraatacó: “¡Es jamón de bellota, suegra! ¡Un manjar! ¿Te gusta, Pedro?”. Y a Pedro, que jamás lo había probado, le encantó. Mucho.
Pedro cambiaba. Se enamoró de Sofía. De su energía, su descaro, su seguridad. Empezó a llevarle la contraria a su madre. A decir “no”. A defenderla. El poder de Antonia se derretía como nieve en marzo.
Antonia luchó con uñas y dientes. Lloró, acusó a Sofía de “caza fortunas”, fingió enfermedades. Sofía solo se reía: “¿El corazón? ¡Llamamos a una ambulancia privada!”. O: “¿Te duelen las piernas? ¡Aquí tienes un spa de lujo! Te lo pagamos”.
Pasaron años. Tras una discusión enUn día, mientras miraba por la ventana de la residencia, Antonia vio a Pedro y Sofía pasar riendo en su coche nuevo, sin siquiera mirar hacia ella, y comprendió, demasiado tarde, que el amor que ahogó con su egoísmo era el único que jamás volvería.