Visitas inesperadas: Cómo una nuera puso en su lugar a su suegra

**Invitados inesperados: Cómo la nuera puso en su lugar a su suegra**

La cocina se llenó con el intenso aroma de un cocido hirviendo, que Remedios García removía con energía, resoplando y respirando con fuerza. Dominaba aquel pequeño espacio como si fuese su reino, repartiendo órdenes con un simple gesto de su cuchara de madera. Fuera, el grisáceo cielo del inicio de la primavera apenas dejaba ver la luz, pero Olga, la nuera de Remedios, no tenía tiempo para disfrutar de la tranquilidad. Su vida pacífica se había desplomado con la llegada de aquella visitante eternamente descontenta, que no solo alteró el orden, sino que parecía haberse autoproclamado líder de aquella pequeña familia bajo un lema claro: «Aquí mando yo».

Remedios era una mujer de presencia imponente. Sus mejillas rollizas le daban un aire de importancia, y sus ojos fríos, bajo unas cejas pobladas aún no del todo canosas, observaban con una severidad que hacía que cualquiera quisiera disculparse hasta por un simple estornudo. Tenía la costumbre de hablar con una firmeza hiriente, como si sus palabras fuesen ley, no meras opiniones. Había empezado una reforma en su casa y decidió mudarse temporalmente con los jóvenes, un «temporal» que no tenía fecha de caducidad.

—El dormitorio es pequeño, claro— murmuró la suegra esa primera noche, recorriendo la habitación con la mirada—. Bueno, servirá. Hazme la cama con sábanas limpias, no las que usáis vosotros. Al fin y al cabo, no estoy de paso, estoy en casa de mis hijos.

Olga se quedó paralizada.

—Pero… este es nuestro dormitorio— protestó, sin disimular su irritación—. ¡Aquí dormimos Óscar y yo!

Remedios resopló.

—¿Y qué? En el salón tenéis un sofá ancho. Sois jóvenes, podéis apañaros unos días. ¿Tan apegada al confort, eh? A mí, que no se me olvide, ¡me duele la espalda! No os pasará nada por ajustaros un poco. Además, no voy a estar mucho tiempo, no te preocupes.

Lo de «no mucho tiempo» sonaba esperanzador. Pero Olga ya sabía que esa visita «temporal» se le iba a hacer eterna.

Justo cuando empezaba a acostumbrarse a la intrusa, tocaron a la puerta. Era Julia, la hija menor de Remedios. Una chica despreocupada, alegre y, sobre todo, sin trabajo, que entró en el piso con una bolsa enorme sin pedir permiso.

—Hola, me quedo con vosotros— anunció, dejando sus zapatos tirados en la entrada—. Solo un par de días. Puedo dormir en el suelo, pero ahora mismo no tengo ni un euro para comer, y como mamá está aquí… Vamos, que no me dejáis tirada. Olga, ¿me haces un té? Que vengo muerta del viaje.

Olga sintió como si le hubieran dado un golpe en el pecho. Aquel piso era suyo. Su hogar, su refugio. Pero con cada visita, se sentía más desplazada.

—¡Óscar!— exclamó más tarde, cuando estuvieron a solas en la cocina—. ¿Qué es esto? ¿Por qué tengo que aguantarlo todo? ¿Por qué actúan como si esto fuera su casa? ¿Cuándo se va tu madre? ¡Y ahora encima Julia!

Óscar se encogió de hombros.

—Ya conoces a mamá— dijo con calma—. Es así. Ignórala y no le des importancia. Ya se irán pronto.

—¿Pronto cuándo? ¿En una semana? ¿En un mes?— replicó Olga, conteniendo a duras penas su ira—. ¡Ni siquiera preguntan! ¡Y encima esa «reina» se ha apropiado de NUESTRO dormitorio, Óscar!

—No empieces, ¿vale?— la cortó él, molesto—. Mamá es mayor, hay que ayudarla.

Olga respiró hondo y calló. Pero la rabia seguía ardiendo dentro de ella.

Los días siguientes fueron interminables. Remedios no dejaba de dar órdenes: mandaba a Olga a hacer la compra, le explicaba cómo «cocinar como es debido» y criticaba todo, desde su peinado hasta sus, según ella, «pobres dotes culinarias». Olga aguantaba en silencio, apretando los dientes mientras preparaba cocidos y potajes, los platos favoritos de su suegra.

Hasta que un día Remedios anunció:

—Dentro de unos días viene Borja, mi hijo y tu cuñado. Supongo que no os importará. Se aburre solo en el pueblo después del divorcio. Que se quede una semanita. Al fin y al cabo, es familia, y aquí hay espacio de sobra. Además, se ha puesto a beber de la pena, por eso le he invitado.

Esas palabras fueron la gota que colmó el vaso.

—No.— La voz de Olga sonó firme, incluso para ella misma.

—¿Cómo?— preguntó Remedios, frunciendo el ceño.

—He dicho que no. No viene Borja, ni Julia, ni tú. Basta. Lleváis una semana aquí, y estoy harta.

La suegra se giró lentamente y la miró con ojos helados.

—¿Y ese tono? ¿Lo has hablado con mi hijo?

—Óscar no tiene nada que ver. Esta es mi casa. Y no voy a permitir que impongas tus normas aquí. Tu casa es la tuya, Remedios. Allí mandas tú, aquí mando yo.

Las cejas de Remedios se alzaron. Su rostro se enrojeció, como si estuviera a punto de estallar. Pero algo en la voz de Olga la detuvo.

—¿Ah, sí?— espetó al cabo de un momento—. Pues nada, me largo. No se puede vivir así. Pero que sepas que no se olvida ese trato.

Para la tarde, Remedios y Julia ya estaban recogiendo sus cosas, mirando a Olga con desprecio.

Óscar balbuceó algo en defensa de su madre, pero Olga solo le lanzó una mirada fría.

—Si quieres que esta familia funcione, Óscar, más te vale ponerte de mi lado.

Seis meses después, Remedios llamó para felicitarles por su aniversario. Su voz sonó inusualmente amable. Nunca más durmió en su piso, ni reclamó el dormitorio. Incluso elogió, de vez en cuando, los pasteles de Olga cuando iba de visita. Ya no era la reina, sino una invitada. Y Olga, por primera vez en mucho tiempo, sintió que por fin era respetada.

¿Hizo bien Olga al echar a su suegra de casa? A veces, poner límites es la única forma de conservar la paz.

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