Destinos Incompatibles

—¡No llegarás tarde! ¿A qué hora sales, Jaime? ¡Jaime…! — Laura tiraba del hombro de su marido, pero él se apartaba con gesto cansino, dejando claro que no tenía intención de despertarse aún y que no llegaría tarde.

Laura miró la pantalla del móvil—las siete en punto de un sábado.

“¿Por qué me habré levantado tan temprana un sábado? No hay nada que hacer… Ya le preparé la maleta ayer…”, pensó, tentada de volver a meterse bajo la manta, cuando de repente…

De repente, volvió esa sensación de angustia inexplicable que últimamente la invadía cada vez con más frecuencia. En teoría, no había motivo: su marido estaba con ella, tenían un piso en el centro con reformas de lujo, muebles de diseño, electrodomésticos caros. Jaime tenía su coche, y ella el suyo. Hacía poco habían comprado una casa en una urbanización como segunda residencia. Lo tenían todo, vaya.

Muchos soñarían con esa vida. “Prueba a vivir de alquiler, a ir al trabajo en autobús, a llegar por la noche, hacer la cena, pagar la hipoteca, llevar a los niños al cole… Justo te acuestas y ya suena el despertador, y vuelta a empezar. ¡Ojalá tuviera tus problemas! ¿Qué más da un presentimiento? ¿Qué presentimiento?”

¡Ese! Laura ya sabía reconocerlo. Era una ansiedad sin causa, una melancolía, un presentimiento de desgracia y la certeza de que algo importante se le escapaba. Llegaba sin avisar y se iba igual. A veces desaparecía, pero siempre volvía.

Esa mañana, la inquietud irrumpió de nuevo en su corazón sin permiso. Laura se levantó, miró a su marido dormido y fue a la cocina. Jaime se iba de viaje de trabajo. ¡Cómo odiaba esos viajes últimamente! Hacía año y medio que llegó el nuevo jefe, subió su sueldo bastante, la empresa era grande y con futuro. Él era uno de los empleados clave, jefe de departamento. Pero el trabajo le robaba demasiado tiempo. ¡Y encima ahora se habían aficionado a mandarlo los fines de semana!

Laura preparó el desayuno y volvió al dormitorio.

—Jaime, ¡despierta ya o llegarás tarde! Dijiste que saldríais después de comer, ¿no?
—Sí… después… —contestó Jaime con voz soñolienta, incorporándose al fin.
—Vamos, he preparado el desayuno.
—Ajá. —Jaime bostezó y la siguió a la cocina.

Durante el desayuno, él no soltó el móvil. Laura notó que últimamente apenas hablaban, como si fueran extraños. No discutían. Todo iba bien—él a veces llegaba con flores, ella le convencía para ir a un restaurante y él accedía. Paseaban por el parque, quedaban con amigos o iban al cine, pero ya no era lo mismo.

—Jaime, ¿por qué no me llevas contigo? —preguntó Laura de pronto.
—Ajá. —respondió él, sin levantar la vista del móvil.
—En serio, ¿qué problema hay? Os quedaréis en un hotel, ¿no? De día estarás con ellos, y de noche, conmigo.
—¿Qué? ¡No! ¿Contigo? —Jaime reaccionó al fin, entendiendo la propuesta.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo? Irás en coche, ¿no?
—Sí, pero… ¿y tú qué harías allí? Quédate en casa, descansa. Volveré el lunes o martes.
—Pues pasear, ir de tiendas, visitar museos…
—¡Por favor! ¡Es un pueblo sin nada! ¿Acaso aquí no hay tiendas? ¡Hay una en cada esquina!
—Jaime, ¡me aburro! No te molestaré… —se quejó Laura.
—Laura, ¡no! Si quieres vacaciones, cómprate un viaje y vete. —replicó él, irritado.
—¿Sola? Quiero ir contigo. ¿O se te ha olvidado que somos marido y mujer?
—Laura, ¿otra vez lo mismo? ¡Te he dicho mil veces que el trabajo está hasta arriba! ¡El jefe es un déspota! ¿Es mi culpa que me pida trabajar los fines de semana?
—¡Siempre te pide solo a ti! El otro día vi a Ramírez con su mujer e hijos en el centro comercial. ¡Y tú “trabajando”! —Laura no quería discutir, menos antes de un viaje, pero no pudo evitarlo.
—¡Sí, sí, tú siempre con lo mismo! ¡Gracias por el desayuno! —Jaime salió bruscamente de la cocina.

Laura limpió mientras él veía la tele. Luego le preparó bocadillos y un termo de café para el viaje.

—Laura, ¿dónde está la maleta? —preguntó Jaime desde el recibidor.
—En la cómoda. —respondió ella con calma.
—Me voy. No te enfades, de verdad que no hay nada que ver allí.
—Pues nada. No me enfado. Adiós.

Jaime se fue. Era sábado, podía llamar a alguna amiga, quedar, ir a un bar…

¿Pero a quién? Julia tenía dos niños y marido—imposible. Marisa vivía en su casa rural—no saldría un sábado. Claudia se había ido a Madrid—ni noticias desde hacía meses. Todas tenían sus vidas, sus obligaciones, sus hijos…

Laura tenía casi treinta y ocho y no tenían hijos. Todo por un error de juventud—un aborto mal gestionado. Acababan de mudarse juntos, vivían de alquiler, cobraban una miseria.

Cuando se quedó embarazada, Jaime propuso no tenerlo. Ella estaba en contra, pero no insistió—la situación era mala. ¿Qué le habrían dado al niño? Ahora sería distinto. Tendría un propósito, y su relación con Jaime sería mejor.

Su hijo o hija tendría catorce años.

“¿Cómo sería?” —preguntó Laura en voz alta, y rompió a llorar.

Fue al baño, se miró al espejo.

—¡No! ¡Esto no puede seguir! ¡Llamaré a Vicky! —dijo a su reflejo, forzando una sonrisa.

Marcó el número.

—¡Vicky, hola! —dijo alegre.
—Oh, Laura… hola. ¿Qué pasa? —respondió su amiga con voz rara.
—Nada, quería invitarte a tomar algo o ir de compras. ¿Tienes plan?
—Ay… es que… no puedo, estoy un poco mala.
—¿Te has resfriado?
—Sí… algo así…

Laura decidió ir de compras sola. Fue aburrido. De pronto, se le ocurrió una idea—visitar a Vicky.

Compró pasteles, comida, medicinas. Tomó un taxi.

“Se alegrará. Incluso puedo quedarme a dormir”, pensó.

Llamó al timbre.

La puerta se abrió. En el umbral estaba Jaime. Laura se quedó muda.

—Jaime… ¿qué haces aquí? —preguntó con voz ronca.

Él callaba, petrificado.

—Jaime, ¿quién es? ¿El repartidor? —Vicky apareció detrás de él.

Silencio.

—Sí, el repartidor. Aquí tienes todo. ¡Que te mejores! —Laura le dio las bolsas a Jaime y bajó las escaleras.

Esperó el taxi. Minutos después, salió Jaime.

—Vamos a casa. Tenemos que hablar. —ordenó, yendo hacia su coche.
—¿Para qué? Sube, que te esperan. ¿Cuánto llevas viniendo “de viaje”? —Laura limpió sus lágrimas.

Llegó el taxi.

—Que sepas que no quiero verte más en nuestro piso.

Laura se fue. Jaime se quedó.

—Pare aquí, en el paseo marítimo.

Decidió caminar.

Laura miró al horizonte mientras el sol se ponía sobre el mar, respiró hondo y supo que, al fin, había encontrado el camino hacia una nueva vida.

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