El regreso de una exesposa: una prueba de resistencia.

El aroma de café recién hecho y bollos calientes flotaba en la cocina como un hechizo de tranquilidad. Diez años con Javier. Diez años de refugio silencioso y felicidad. Lucía disfrutaba de aquella mañana—los rayos de sol sobre la mesa, el suave ronquido de su hija Ana en el dormitorio. Paz y armonía.

El timbre de la puerta sonó demasiado brusco. En el umbral estaba Daniel, el hijo del primer matrimonio de Javier. Sus ojos brillaban con una excitación poco habitual, las mejillas encendidas.

—¡Papá!—exhaló, apenas cruzando la puerta—. ¡Ha vuelto! ¡Mamá! ¡Ayer! Alquiló un piso en el centro… Dice que nos echaba de menos.

El nombre “Sofía” quedó suspendido en el aire, pesado e inesperado, como un golpe en la puerta a media noche. La misma que, quince años atrás, se había esfumado en un “futuro feliz” con un francés, abandonando a Daniel, de seis años, en manos de un padre desconcertado y unos abuelos mayores. “Para siempre”, rezaba aquella única carta de despedida. Ahora volvía. Con las manos vacías, pero no sin esperanzas, pensó Lucía con un peso de hielo en el pecho.

El encuentro en el restaurante elegante fue un teatro de un solo acto. Sofía irrumpió como una nube rosa de gasa y un perfume empalagoso. Derramó lágrimas de sufrimiento: “¡Un matrimonio horrible!”, “¡Era un monstruo!”, “¡Cuánto he echado de menos a mi niño!”.

Sus dedos, llenos de anillos, buscaban constantemente la mano de Javier. “Javi, ¿te acuerdas de cuando…?” Él se apartó levemente, el rostro una máscara de cortesía, pero Lucía notó su tensión. Daniel, sin embargo, miraba a su madre embobado, colgando de cada palabra, de cada lágrima que rodaba por sus pestañas pintadas.

El primer ataque de manipulación llegó de madrugada. El teléfono destrozó el silencio. Sofía, al otro lado, sollozaba entre el ruido del agua:

—¡Javi! ¡Ayúdame! ¡El grifo! ¡Se ha roto! ¡Estoy sola! ¡No sé qué hacer!

Javier se levantó en silencio y se vistió. Lucía permaneció en la cama, mirando la oscuridad, escuchando sus pasos. Regresó al cabo de un par de horas, oliendo a frío y humedad.

—¿Lo arreglaste?—preguntó Lucía en voz baja.

—Una junta. Tonterías—dejó caer la chaqueta y se sentó al borde de la cama—. Me recibió… envuelta en una toalla. Dice que el agua le arruinó toda la ropa. Su voz no mostraba emoción ni vergüenza, solo un cansado fastidio—. El mismo truco de siempre.

Luego vino “la oscuridad”. Una llamada a media tarde, la voz de Sofía, aguda y temblorosa:

—Javi, ¡en el portal… la luz parpadea! ¡Como en una película de terror! ¡No me atrevo a salir! Daniel está en clase… ¡No puedo ni comprar pan!

Fue. Compró el pan. La bombilla del portal, en efecto, parpadeaba. La cambió. La puerta de su piso se abrió de golpe. Sofía estaba allí, en un camisón translúcido, apoyada con falsa languidez en el marco.

—¡Mi salvador!—susurró con voz melosa—. ¿Entras? Podemos tomar café… Charlar… Como antes.

Javier negó con la cabeza, firme pero educado:

—Es tarde. Lucía me espera. Y ya tengo suficiente energía sin cafeína.

Se marchó, dejándola plantada en la puerta. Por un instante, su rostro se torció en una mueca de rabia antes de volver a la máscara de indefensión.

La culminación fue la llamada de Daniel, desesperado:

—¡Papá! ¡Urgente! ¡Mamá se ha puesto mala! ¡Se ha caído! ¡Dice que ve todo negro! ¡Le cuesta respirar!

Javier se levantó, pero sin la urgencia de antes. Llegó. Sofía yacía en el sofá en pose de mártir, una mano dramáticamente sobre la frente, la otra descuidando el borde de su bata de seda.

—Javi…—susurró, abriendo los ojos—. Tenía tanto miedo… Sola…

No se acercó. Miró la botella vacía en el suelo. Llamó a una ambulancia. Mientras esperaban, le preguntó a Daniel, con calma:

—¿Qué comió? ¿Qué bebió?

—Mamá dijo que fue el estrés…—murmuró el chico, avergonzado.

Los médicos diagnosticaron una simple intoxicación leve. Sofía intentó agarrar a Javier cuando se iba:

—No me dejes… Tengo tanto miedo…

Él se liberó con cuidado.

En sus ojos, cuando se encontró con Lucía en casa, ella no leyó compasión, sino un desprecio amargo y cansado hacia aquel teatro barato. “La misma obra—dijo después, en la cocina—. Solo cambian los decorados. Siempre ha usado la indefensión cuando quería algo. ¿Recuerdas que te conté cómo, antes de irse con aquel francés, de repente ‘enfermó’ y ‘no podía vivir sin mí’? Luego, zas, la carta. Fui su muleta. Se rompió la muleta y buscó otra. Pero yo no soy una muleta, Lucía. No quiero, ni lo seré. Menos para ella”.

Al fracasar con Javier, Sofía volcó toda su atención en Daniel.

Sus quejas eran más estridentes, sus lágrimas más abundantes, especialmente cuando él estaba cerca. “¡Tu padre me dejó como a un trapo!”, “¡Ella lo ha vuelto contra nosotros!”, “¡Somos familia! ¡Ella es una extraña aquí!”. Las palabras, como espinas venenosas, se clavaban en la mente del joven. Daniel empezó a gruñirle a Lucía, sus visitas a casa de su padre se hicieron pocas y tensas. Una vez, cerró la puerta de un portazo al escuchar otro “no” educado de su padre a ayudar a Sofía con un “urgente” papeleo.

—¡¿Por qué eres tan cruel?!—gritó Daniel, el rostro contraído por el resentimiento—. ¡Está mal! ¡Está sola! ¡Llora!

Javier se puso en pie. Parecía más alto y firme que nunca. La calma de su voz era más aterradora que un grito.

—Daniel. Ayudo a tu madre cuando la ayuda es real. No estoy obligado a ser su marido, su psicólogo o su criado. Tengo una familia. Aquí. Tú. Lucía. Ana. Y Lucía no es “una extraña”. Es mi mujer. La quiero y la respeto. Y exijo que hagas lo mismo. En cuanto a las lágrimas…—hizo una pausa, mirándole fijamente—. Está mal porque el mundo no gira en torno a sus caprichos. Tomó una decisión hace quince años. Ahora le toca vivir con ella. Sin destruir lo ajeno. No volveré con ella. Jamás. Que te quede claro.

El acto final tuvo lugar en el cumpleaños de Javier. Sofía apareció sin invitación, como un fantasma, en un vestido demasiado juvenil y escotado. En las manos, una caja cara. Un reloj. El mismo que él, en otra vida, había deseado sin éxito. Buscaba su mirada, sonreía con languidez, susurraba cosas a Daniel. Javier vio cómo Lucía se tensaba, cómo sus nudillos palidecían al apretar la copa. Se acercó al micrófono de karaoke. El ruido cesó.

—Gracias a todos—dijo con voz serena que llenó la habitación—. Especialmente a los míos: LucíaLa fiesta terminó con todos reunidos alrededor de la mesa, riendo como si el peso de los últimos días nunca hubiera existido, y en ese instante, Javier supo que su verdadera familia eran aquellos que habían elegido quedarse, sin dramas ni mentiras.

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