Visitas inesperadas: Cómo la nuera puso a su suegra en su lugar

**Inesperadas Visitas. Cómo la nuera puso en su lugar a la suegra**

La cocina se impregnó del aroma intenso de un cocido hirviendo, que Remedios Torres removía con energía, resoplando mientras el vapor le enrojecía las mejillas. Dominaba aquel pequeño espacio como si fuera su reino, repartiendo órdenes con cada movimiento de la cuchara de madera. Fuera, la penumbra del atardecer primaveral envolvía Madrid, pero Lucía, la nuera de Remedios, no tenía tiempo para disfrutar de la tranquilidad. Su paz había desaparecido con la llegada de aquella visita eternamente descontenta, que no solo había alterado el orden, sino que parecía haber asumido el mando de la casa bajo un lema claro: *”Aquí mando yo”*.

Remedios era una mujer imponente. Sus mejillas rollizas le otorgaban un aire de autoridad, y sus ojos fríos, bajo unas cejas espesas aún sin canas, escudriñaban con una severidad que hacía que cualquiera se disculpara hasta por respirar mal. Hablaba con una firmeza cortante, como si sus palabras fueran decreto, no opinión. Había iniciado una reforma en su piso y se había instalado en casa de los jóvenes *”unos días”*, aunque el plazo era más bien indeterminado.

—El dormitorio es bastante pequeño —murmuró la suegra esa primera noche, escrutando la habitación—. Bueno, servirá. Hazme la cama con sábanas limpias, no esas que usáis vosotros. Al fin y al cabo, no estoy en un hostal, sino en casa de mis hijos.

Lucía se quedó paralizada.

—Pero este es *nuestro* dormitorio —replicó, incapaz de ocultar el fastidio—. ¡Aquí dormimos Adrián y yo!

Remedios soltó un bufido.

—¿Y qué? Tenéis un sofá amplio en el salón. Sois jóvenes y sanos, podéis apañaros. ¿Tan apegada al confort? ¡A mí, sin embargo, me duele la espalda! Os haréis un hueco. Además, no me quedaré mucho, no te preocupes.

Que aquel *”no mucho”* resultara tranquilizador era una ilusión. Lucía ya intuía que esa visita “temporal” sería más larga de lo soportable.

Y justo cuando empezaba a resignarse, dos días después, llamaron a la puerta. Era Julia, la hija menor de Remedios. Despreocupada, alegre y sin trabajo, la joven de veintipocos años entró sin ceremonias, arrastrando una maleta enorme.

—Hola, me quedo con vosotros —anunció, dejando los zapatos tirados en la entrada—. Solo unos días. Dormiré hasta en el suelo, pero ahora no tengo ni un euro para comer, y como mamá está aquí… ¡Ay, Lucía, hazme un té, que vengo muerta del viaje!

Lucía sintió que le golpeaban en el pecho. Aquel piso era *suyo*. Era su hogar, su refugio. Pero con cada intruso, se sentía más desplazada.

—¡Adrián! —estalló más tarde, cuando estuvieron solos en la cocina—. ¿Qué demonios está pasando? ¿Por qué tengo que aguantar esto? ¡Se comportan como si esto fuera su casa! ¿Cuándo se va tu madre? ¿Y por qué está aquí Julia también?

Adrián se encogió de hombros.

—Ya la conoces —contestó con indiferencia—. Es así. No le des importancia. Pronto se irán.

—¿Pronto cuándo? ¿En una semana o en un mes? —replicó Lucía, conteniendo la voz—. ¡Ni siquiera preguntan! ¡Y encima la *reina* se queda en *nuestro* dormitorio, Adrián, tu madre!

—No empieces, ¿vale? —cortó él, molesto—. Mamá ya es mayor, hay que ayudarla.

Lucía inhaló hondo y calló. Pero la rabia seguía hirviendo dentro de ella.

Los días se arrastraban como melaza. Remedios no dejaba de mandar: enviaba a Lucía al supermercado, dictaba cómo *”cocinar correctamente para la familia”*, criticaba desde su peinado hasta sus *”pobres habilidades culinarias”*. Lucía apretaba los dientes, cocinando guisos y potajes que a la suegra le encantaban.

Y entonces, Remedios anunció:

—Dentro de unos días viene Gonzalo, mi hijo y tu cuñado. Supongo que no os importará. Está solo en el pueblo después del divorcio. Que se quede una semanita. Al fin y al cabo, es familia, y aquí hay sitio de sobra. Además, ha empezado a beber solo, así que lo he invitado.

Fue la gota que colmó el vaso.

—No. —La voz de Lucía sonó firme, incluso para ella misma.

—¿Cómo? —Remedios frunció el ceño.

—He dicho que no. Esto se acabó. Ni Gonzalo, ni Julia, ni usted. Ya está bien. Lleváis una semana aquí y estoy harta.

La suegra se volvió lentamente, clavándole una mirada gélida.

—¿Qué tono es ese? ¿Lo has hablado con mi hijo?

—Adrián no tiene nada que ver. *Yo* soy la dueña de este piso. Y no voy a tolerar más que impongan sus normas en *mi* casa. Su casa es la suya. Ponga las reglas que quiera allí, pero aquí no.

Remedios apretó los labios. Su rostro se congestionó; parecía que iba a estallar. Pero algo en la actitud de Lucía la detuvo.

—¿Así? —escupió al cabo de un momento—. Pues entonces me voy. No se puede vivir así. Pero quédate con una cosa: ahora sé la clase de persona que eres.

Y esa misma tarde, Remedios y Julia recogieron sus cosas, lanzando miradas despectivas a Lucía.

Adrián balbuceó alguna excusa en voz baja, pero Lucía solo lo miró con frialdad.

—Si quieres que esta familia funcione, Adrián, más te vale ponerte de mi parte.

Seis meses después, Remedios llamó para felicitarles por su aniversario. En su voz había una amabilidad desconocida. Nunca más durmió en su piso, ni reclamó el dormitorio, e incluso elogió los pasteles de Lucía en sus visitas breves. Ya no era la reina, solo una invitada. Y Lucía, por primera vez en mucho tiempo, sintió que por fin era respetada.

¿Crees que Lucía hizo bien al echar a su suegra de casa?

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