—No nos incluyáis en el presupuesto común. Nosotros traeremos lo nuestro —escribió Lucía en el chat—. Además, estamos a dieta, comemos como pajaritos…
Y aquello fue la primera señal.
Ana iba en el autobús, con el móvil en una mano y sujetando con la otra una bolsa enorme. Releyó el mensaje dos veces. ¿Habría entendido mal? El tono era educado, pero… como si alguien ya estuviese buscando resquicios para aprovecharse.
El chat sobre la escapada de mayo no paraba de parpadear en las notificaciones. Recientemente, se habían unido caras nuevas: Mateo y Lucía, amigos de Álvaro, un tipo serio y de confianza, veterano del grupo. Por eso, nadie puso objeciones.
El ambiente siempre había sido cálido y cercano. Todos rondaban los treinta, responsables pero con sentido del humor. Se conocían de años, así que había reglas no escritas y cada uno tenía su rol.
Álvaro solía traer gente nueva. Ana se encargaba de organizar las quedadas. Ya había cerrado la lista, propuesto la ruta y alquilado unas cabañas cerca del bosque, con terraza, barbacoa y hasta ducha decente. Todos aceptaron y empezaron a planear la compra: salchichas, champiñones, carbón, vino…
Y entonces llegó ese mensaje:
—Mateo y yo nos apañamos solos —avisó Lucía—. Estamos a dieta, llevaremos nuestra comida. No nos pongáis nada.
Ana respondió con un neutro: «Vale, como queráis». Y guardó el móvil.
No era gran cosa. Gente con sus dietas: keto, ayuno, lo que fuera. En el grupo ya había un vegetariano que nunca ponía para la carne, pero siempre traía más verduras de las que podía comer y hacía unos pinchos a la parrilla que quitaban el sentido.
Rarezas las había en todas partes. Lo importante era la actitud. Pero aquel «no nos contéis» le hizo sentir un escalofrío. Había algo… resbaladizo. Aun así, decidió no juzgar.
El día de la excursión amaneció espléndido: sol, brisa suave. Todos llegaron a tiempo y con lo necesario, sin olvidar ni los tenedores ni el sacacorchos. El aroma a pino y el aire fresco animaron el ambiente.
Todos se instalaron en las cabañas. Mateo y Lucía llegaron al anochecer, cuando ya todo estaba organizado. Su «provisión» era un paquete con un trozo de queso, unos tomates, crackers de arroz y dos cervezas. Ana echó un vistazo y pensó: «¿Esto para tres días?».
Se sentaron aparte al principio. Comieron su queso, brindaron y se hicieron fotos al atardecer. Luego, poco a poco, se acercaron al grupo. Media hora después, Mateo ya estaba junto a la parrilla.
—¿Qué estáis asando? ¡Qué olor más bueno!
—Con vosotros es imposible mantener la dieta —rio Lucía, acercándose.
Ana miró a Sara, sentada a su lado, que se encogió de hombros. «Bueno, ¿les vamos a decir que no?». En el grupo no se solía dejar a nadie en evidencia.
Para la noche, Lucía y Mateo ya comían y bebían como uno más. Eran divertidos, contaban historias, cantaban. No daban mala impresión, pero a Ana le quedó la sensación de que los habían utilizado.
Se fue a dormir con esa inquietud. No era enfado, sino la primera punzada de irritación. Sus padres siempre le enseñaron: si quieres ser parte del equipo, juega limpio. Pero Mateo y Lucía habían entrado guardándose las cartas… y repartiéndose las ganancias.
«Si pasa otra vez, habrá que actuar», pensó Ana. Le incomodaba tener que llamar la atención a adultos, pero decidió dejarlo pasar. Habían ido a relajarse, no a fiscalizar platos.
Sin embargo, en las siguientes salidas, aquello no fue una excepción, sino una táctica.
—¿Otra vez hay que poner? Pues nosotros, como siempre, con nuestras ensaladitas —decía Lucía en un audio, como si hablase de decorar una fiesta, no de repartir gastos.
Ana lo escuchó yendo al supermercado a comprar arroz y gas para la cocinilla. Calculaba quién pagaría la gasolina, quién llevaría la carne… y otra vez ese «nosotros como siempre».
En un año, hubo cinco «como siempre»: barbacoas en verano, una escapada en septiembre, incluso un picnic en el parque. Mateo y Lucía siempre llegaban con una bolsita ridícula: un par de plátanos, ensalada de col y un vino barato de oferta.
Nunca compartieron nada, pero nunca se fueron con hambre.
—¿Qué tal el vino? —preguntaba Mateo, sirviéndose del que había traído Jorge.
—Nosotros solo comemos verdura. Caro, pero sano. Antes tenía la piel seca… Esto es solo para probar —decía Lucía, mientras se hacía un bocadillo con el jamón de otro.
Al principio, provocaba risas incómodas. «Bueno, cada loco con su tema». Quizás tenían deudas. Luego, empezaron los comentarios.
—¿Viste cuánto comieron? —susurró Sara mientras recogían sobras.
—Mateo dio tres viajes a la parrilla. Y se zampó casi solo la ensalada de gambas —respondió Ana, guardando la carne.
Empezaron las indirectas. Jorge le preguntó a Mateo cómo encajaba medio kilo de carne en su dieta. Sara, con ironía, dijo que el apetito venía con la dieta. Mateo se reía. Lucía fingía no oír.
Ana odiaba los conflictos, pero cuando Sara le envió una foto del coche nuevo de Mateo y Lucía —un SUV blanco, recién salido del concesionario—, algo se torció dentro de ella. «¡Por fin! ¡Lo conseguimos!», decía el mensaje.
Así que dinero sí tenían. Solo que sus prioridades eran otras.
Llegó la primavera. Hablaron de otra salida y Ana inició el chat con un nuevo recordatorio:
—Chicos, sin ofender: mesa común, bote común. Somos adultos. Quien no ponga, no come.
Casi nadie respondió. La mayoría puso un «like». Sara envió un sticker con un pulgar arriba.
Mateo no contestó. Una hora después, Lucía escribió por privado:
—Igual no vamos. Tenemos otros planes. ¡Que lo paséis bien!
Todos lo entendieron.
Ana cerró el chat y respiró aliviada. Ahora sí, todo limpio. Sin parásitos colgados del bote común.
El ambiente fue distinto. Nadie escondía las patatas, ni vigilaba el cuenco de ensalada que antes devoraban los «dietistas».
No eran tacaños. Solo sabían dónde terminaba la generosidad y empezaba el abuso.
—Oye —dijo Jorge, chocando su vaso con el de Ana—, hoy se respira mejor, ¿no?
—No es el aire. Es que hemos filtrado el grupo —respondió ella—. Ya no hay quien lleve «lo suyo» para llevarse lo ajeno.
Nadie mencionó a Mateo ni a Lucía. Y Ana supo que había hecho lo correcto.
Dos semanas después, Ana se encontró con Álvaro en una cafetería. Él pedía un café con leche de avena y un cruasán.
Hablaron de trivialidades hasta que Ana preguntó:
—¿Has visto últimamente a Lucía y Mateo?
Álvaro bajó la vista. Revolvió el azÁlvaro soltó una risa cansada y dijo: “Ahora andan en un grupo de juegos de mesa, buscando a quienes dejar sin ficha mientras ellos se quedan con todas las ganancias”.