**Diario de Olga Moreno**
Siempre supe que no sería esa suegra malhumorada de las novelas. Al fin y al cabo, me considero una mujer amable y comprensiva, y crié a mi hijo, Javier, con la idea de que algún día formaría su propia familia. Él no me debía nada.
Cuando Javier trajo a su novia, una chica encantadora llamada Lucía, la recibí con los brazos abiertos. Y ella, por su parte, hizo todo por caerme bien: alababa mi cocina, decía que el piso era precioso, me llenaba de halagos. Estaba segura de que no habría conflictos entre nosotras.
Decidieron irse a vivir juntos. Javier insinuó la idea de compartir casa conmigo, pero no me entusiasmó.
—No os echaré, claro. Pero, hijo mío, es mala idea. Los jóvenes y los padres deben vivir separados. Cada uno tiene su rutina, su espacio… Y dos mujeres en la cocina nunca termina bien.
Javier asintió, aunque el alquiler le resultaba caro. Así que le propuse ayudarles hasta que se estabilizaran.
—Puedo pagar un tercio del alquiler al principio, hasta que os organicéis.
Aceptó encantado. Y yo estaba dispuesta a asumir el gasto, si eso garantizaba tranquilidad y buena relación.
Recordaba demasiado bien mis primeros años de matrimonio, viviendo con mis suegros. Fue una pesadilla, pese a que mi suegra no era mala persona. Surgían roces, malentendidos… Y la comida era un problema: a ella le encantaban los platos con mucho aceite, y a mí me sentaban fatal. Pero comía callada, por educación.
Finalmente, alquilaron un piso cerca del mío. Me alegré: no quería vivir con ellos, pero sí ver a mi hijo.
Lucía trabajaba como educadora infantil y ganaba poco. Javier tampoco aspiraba a más, cómodo en su empleo en la fábrica.
Cuando se mudaron, me ofrecí a ayudarles con la limpieza.
—¡Ay, gracias! —exclamó Lucía—. El piso está muy sucio, no sé por dónde empezar.
Así que cogí mis productos y fui a echar una mano.
Suspiré al ver cómo limpiaba Lucía: torpe, como si fuera la primera vez. Terminé haciendo casi todo yo. Ella, eso sí, no paraba de agradecer y de decir que debía aprender de mí. Pero estaba tan cansada que apenas la escuché.
Al día siguiente, Javier me llamó para quedar el fin de semana.
—¿Podemos ir a tu casa? —preguntó.
—Claro, venid —respondí.
Por supuesto, me tocó cocinar. Pero quería escuchar cómo les iba juntos.
Sin embargo, mi ánimo decayó al verlos llegar con las manos vacías. Ni unas galletas para el café. No es que esperase regalos, pero un detalle habría estado bien.
—Mamá, ¿nos podemos llevar las sobras? Así no cocinamos mañana —dijo Javier después de cenar.
Volví a suspirar. A mí tampoco me habría venido mal no cocinar, pero para él no me importaba.
—Claro, lleváoslo.
Me molestaba, pero no quería darle vueltas. Los jóvenes quieren disfrutar, no pasar horas en la cocina. ¿Qué podía hacer? Tenía tiempo para cocinar.
Trabajo desde casa, así que no tengo que desplazarme. Eso me da flexibilidad.
Pero la siguiente llamada de Javier me dejó helada.
—Mamá, ¿puedo pasar a comer hoy? Estoy ahorrando, no quiero ir al restaurante.
Me pilló desprevenida. Ni siquiera había planeado cocinar, pero ¿cómo negárselo?
—Vale, pasa —dije, resignándome a encender los fogones.
Pensé que sería algo puntual, pero empezó a venir todos los días. No solo desaparecían los alimentos a velocidad de vértigo, sino que además me interrumpía el trabajo.
Pero callé. ¿Cómo negarle la comida a mi hijo? Aun así, le pregunté por qué no se llevaba tupper.
—Es que Lucía casi no cocina. Oye, ¿y si el fin de semana cenamos en tu casa? ¡Tú cocinas tan bien!
—Lo siento, voy a casa de una amiga —mentí, sintiendo vergüenza.
Había que poner freno, pero no sabía cómo hacerlo sin parecer egoísta.
Y el bolsillo lo notaba: pagaba parte de su alquiler y ahora toda su comida.
Decidí aguantar. Cocinaría más los fines de semana para que solo tuvieran que calentar. Quizás insinuarle que comprara algo… pero no me atreví.
Así pasaron tres semanas. Javier venía a comer, y luego empezó a aparecer Lucía. Me había convertido en su cocinera particular.
Hasta que se pasaron de listos.
Javier me llamó para anunciarme el cumpleaños de Lucía.
—¡Estás invitada! —dijo alegre.
—Gracias, pero no quiero estorbar. Seguro que vendrán amigos.
—Queremos que estés, ¡eres importante para nosotros!
Me derretí. Con esas palabras, cualquier madre perdona. Pero no todo.
—Oye —continuó—, ¿podrías venir temprano? Para ayudar a Lucía a limpiar y cocinar.
Me dejó en el suelo de un golpe.
—¿Ella no puede? —pregunté seca.
—Qué va —se rio—. No sabe cocinar como tú. Podrías incluso hacerlo en tu casa y traerlo. Pero ven pronto, hay mucho que hacer. Yo estaré trabajando.
—¿Y los ingredientes? —pregunté, aún aturdida.
—Tú cómpralos. No sabemos qué vas a hacer. Pero nos gusta todo —dijo—. Ah, y ¿puedes poner la mesa? Lucía irá a la peluquería. Hay que organizarse.
Llegué al límite. No era amor, era puro interés: querían una cocinera, limpiadora y cajera gratis.
—No iré —dije firme.
—¿Por qué? —se sorprendió.
—Iría como invitada, no como empleada.
—Mamá, no exageres.
—¿Exagero? ¡Media jornada cocinando no es nada? Pues que lo haga Lucía, ¡es su cumpleaños! Y los ingredientes cuestan dinero. ¿O me lo vais a devolver?
—Es que ahora no tenemos… —intentó justificarse.
—Si Lucía tiene para la peluquería, tendrá para comer. Y ya no vengas a almorzar. ¡No tengo un restaurante!
Casi le solté que pagaran su propio alquiler, pero temí que se mudaran conmigo. Eso sí habría sido el colmo.
Ni Javier ni Lucía se disculparon. No sé cómo resolvieron el cumpleaños.
Y entendí algo: una buena madre no es la que siempre alimenta a su hijo, sino la que le enseña a valerse por sí mismo. Porque, ¿de qué sirve casarse si sigue colgado del delantal de mamá? Ya era hora de que crecieran.