Hasta el final
Carla cenaba sola, otra vez. Eran ya las nueve de la noche y de Daniel ni llamada ni mensaje. «Otra vez se habrá quedado tarde en el trabajo», pensó, aunque apenas se lo creía…
…En el último mes, esas «demoras» se habían vuelto demasiado frecuentes. Al principio eran esporádicas—una vez cada dos semanas. Luego, semanales. Ahora parecía que su marido ya ni siquiera volvía a casa a una hora razonable.
Carla recordaba bien cómo empezó todo. Al principio, Daniel alegaba crisis en el trabajo—un proyecto urgente, una fecha límite. Ella le creyó y esperó, noche tras noche.
Pero las excusas se fueron volviendo más ridículas. El lunes, llamó diciendo que estaba atrapado en el aparcamiento porque un tractor quitanieves le impedía salir. Carla calló y optó por observar. Sabía perfectamente que en la oficina de Daniel había un parking subterráneo, inaccesible para cualquier tractor.
El miércoles, la excusa fue una «reunión importante», aunque en su empresa apenas había juntas presenciales. Y si las había, eran por video llamada y a primera hora.
Ayer, afirmó que se había quedado en la oficina porque… le dolía el estómago, y pasó más de una hora en el baño con una supuesta indigestión.
Carla no era tonta. Sabía que su marido escondía algo. Pero gritar no sacaría la verdad. ¿Qué podría estar ocultando?
—¿Cómo te sientes? —preguntó Carla, forzando un tono sereno y compasivo.
Daniel, que acababa de entrar, se dejó caer en la cama con un suspiro pesado.
—No muy bien —contestó, frotándose el vientre—. Comí algo del bar de al lado; debe haberme sentado mal…
—Qué horror. Me lo imagino —dijo Carla, fingiendo preocupación mientras observaba su reacción—. Te traeré algo para el dolor.
—¡No! —casi gritó Daniel, rectificando al instante—. Los compañeros me dieron algo. No recuerdo el nombre, pero me alivió.
—¿Ah, sí? Bueno… Pero deberías acordarte, no vaya a ser cualquier cosa…
—Tienes razón —sonrió él, tenso—. Voy a ducharme y acostarme. No me encuentro bien.
—Claro —ella le acarició la mejilla y salió de la habitación.
En cuanto Daniel entró al baño, Carla fue directa a la cocina. Ahí estaba, con el móvil de él en la mano, pulsando nerviosamente. Nada en los mensajes o llamadas parecía sospechoso. Hasta que revisó la cuenta bancaria.
«Transferencia de 1.200 euros a nombre de Lucía M.». El corazón le dio un vuelco. Oyó el agua cesar. Cerró las aplicaciones a toda prisa y devolvió el teléfono a la habitación.
—No es para tanto, no es para tanto —murmuraba, tratando de calmarse—. ¿Quién demonios es esta Lucía M.?
Intentó recordar. ¿Una compañera de trabajo, tal vez contable?
Aquella noche, el sueño no llegó. Carla se revolvía en la cama, que de pronto le pareció enorme, fría y vacía. Daniel dormía a su lado, ajeno a sus cavilaciones. Cuando logró dormitar, solo tuvo pesadillas: frases rotas, imágenes borrosas, una angustia que no cesaba.
Se despertó de golpe.
«¡Lucía!». El nombre le quemó la mente. La exnovia de Daniel, a la que solo había mencionado un par de veces. Aquella de la que siempre hablaba con desgana: «un amor de juventud, nada más».
Carla se incorporó, sintiendo un sudor frío. Todo encajaba: las extrañas tardanzas, las excusas absurdas, las supuestas indigestiones… Y ahora, ese dinero. Se agarró la cabeza, temblando.
«Amor de juventud…». La frase resonaba en su mente.
No durmió más. Se quedó mirando a Daniel hasta el amanecer, intentando armar el rompecabezas. Si Lucía era su ex, ¿qué los unía ahora, tantos años después? ¿Y por qué le había enviado tanto dinero?
Se levantó con cuidado, evitando despertarlo. En la cocina, preparó café y sacó una libreta. Necesitaba un plan.
—¿Qué hago? —la pregunta le martilleaba la cabeza.
¿Hablar con Daniel? Pero él mentía, y una simple conversación quizá no bastara.
¿Contratar a un detective? Le sonaba drástico. No sabía ni dónde buscar uno ni cuánto costaría.
¿Intentar encontrar a Lucía por su cuenta?
Sabía que no podía esperar. Cada día empeoraba las cosas. Pero, ¿cómo actuar sin delatarse?
Decidió empezar por lo obvio: revisar las redes sociales de Daniel. Quizá había pistas—fotos viejas, amigos en común…
Abrió el portátil y buscó. La mayoría eran fotos recientes—viajes, reuniones de trabajo. Pero al fondo del archivo, encontró algunas antiguas. En una, aparecía un Daniel mucho más joven, junto a una chica. Carla se quedó mirando aquel rostro desconocido.
Era ella. Lucía. La que su marido apenas mencionaba.
Cerró el portátil y respiró hondo. Solo había dos opciones: ignorarlo todo y seguir adelante, arriesgándose a algo peor, o actuar y descubrir la verdad, por dura que fuera.
La elección estaba clara. Debía saberlo. Y lo sabría, costara lo que costara.
Esa noche, sentada en el salón, jugueteaba nerviosa con el móvil. Tenía preparado un discurso para cuando llegara Daniel, pero al abrirse la puerta, fue él quien habló primero.
—Tenemos que hablar —dijo desde el umbral, con voz ronca y cansada.
—Yo también quería— empezó Carla, pero él la interrumpió con un gesto.
—Déjame hablar —se sentó en el banco del recibidor—. Esto no te gustará. No espero comprensión, pero sí que no me juzgues aún.
Carla se quedó helada, sintiendo el corazón acelerarse.
—¿Recuerdas a Lucía? Mi primer amor. Salimos al terminar el instituto, antes de la universidad —su voz temblaba.
Era como si la llevaran al cadalso. Sabía lo que vendría: confesiones sobre un amor pasado, y luego, la guillotina.
—Al empezar la carrera, Lucía quedó embarazada. Yo era joven, egoísta y cobarde. Me asusté— calló un momento.
Carla tuvo ganas de agarrarlo y zarandearlo para que soltara de una vez la verdad. Pero ya lo sabía: un hijo, una responsabilidad que ahora reclamaba padre.
—Le di dinero y la mandé a una clínica. Luego desaparecí de su vida como un cobarde —continuó Daniel—. Fue a la clínica. Algo salió mal, hubo complicaciones. Me rogó ayuda, pero la mandé a paseo.
—¿Se deshacieron del bebé? —preguntó Carla, con un atisbo de esperanza que enseguida reprimió.
—Sí. Desde entonces, ella no se casó. Empezó a enfermar. Tres operaciones ginecológicas. Le quitaron todo. Y luego… bueno, metástasis por todo el cuerpo. Los médicos le dan tres meses, pero dudo que llegue…
Carla se quedó inmóvil, procesando.
—Te mentí. Y me avergüenzo. Pero esperé hasta el último momento para ver si podía ayudarla. No tiene a nadie. Ni padres, ni marido, ni hijos. Cuando era joven, esperó mi apoyo y le fallé —Daniel se tapó la cara con las manos.
El silencio fue denso. Carla miraba a su marido, al que creía conocer. Dentro de ella, sentimientos encontrados: celos, rabia… y, en algún rincón, orgullo por su honestidad.
—¿Te culpas? —preg—Sí —susurró Daniel, mientras Carla extendía la mano para sostener la suya, sabiendo que, a pesar del dolor, estarían juntos hasta el final.