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**Diario de un esposo**

Hoy el teléfono sonó de nuevo. La voz de mamá, aguda y exigente, como siempre. Sus palabras caían como martillazos. Lucía, mi mujer, sostenía el auricular con el hombro mientras removía la avena en la cocina.

—Pero mamá, ya lo hablamos —decía Lucía, conteniendo la tensión en su voz—. Este sábado vamos a casa de los padres de Pablo. Prometimos ayudarles en el huerto. Hay mucho que hacer.

—¿Y aquí las cosas se harán solas? —replicó Inés, su madre, con ese tono cortante que tanto nos desgasta—. El repartidor no ha venido. Hay cajas por mover. Venid por la mañana y para el mediodía habremos terminado. Luego os vais a vuestro huerto.

Lucía se dejó caer en la silla. Otra vez lo mismo. Su madre nunca pedía; ordenaba. Siempre con esos argumentos pesados, cargados de deudas morales.

—Mamá, ya les dimos nuestra palabra —insistió—. Además, ellos casi no nos ven. No puedo cancelar así porque sí.

—¡Ah, ya veo! —Inés alzó la voz—. Tanto que yo he hecho por ti, y al final miras para otro lado.

Lucía cerró los ojos. Ya empezaba.

—¿Recuerdas vuestra boda? ¿Quién os dio dinero para el piso? ¿Tus suegros? Ellos ni siquiera pueden arreglar su casa, viven en un lugar que se cae a pedazos. Si no fuera por mí, seguiríais saltando de alquiler en alquiler.

Yo lo escuchaba todo desde la habitación. No hacía falta más. Basta con ver la expresión de Lucía. Me acerqué a la cocina, apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

—¿Lo has oído todo? —preguntó Lucía con cuidado.
—Lo suficiente —respondí—. Dile que no llame más. ¿Acaso cree que nos ha comprado?

Lucía intentó protestar, pero las palabras se le atascaron. Entendía mi enojo. Cada vez que su madre «recordaba» su ayuda, era como si esta casa no fuera nuestra, sino prestada. Una casa con un alquiler invisible pagado con culpa.

Salí al balcón, encendiendo un cigarrillo. La puerta se cerró de golpe, haciendo temblar a Lucía.

Ella se quedó allí, con la cabeza entre las manos. Al principio, creía que su madre solo quería lo mejor para ella. Pero ahora veía la verdad: aquello no era ayuda, era una inversión. Una que reclamaba con intereses.

En la boda, Inés fue la estrella. Llegó con un vestido rojo sangre, como si fuera ella la novia. La fiesta fue lujosa: buena comida, música en vivo, dos presentadores… Todo gracias a ella.

Cuando llegó el momento de los regalos, Inés se levantó, levantó un sobre y anunció, alto y claro:

—Esto es para vuestro futuro. Espero que os vaya muy bien —y dijo la cantidad. No en un susurro, sino para que todos la oyeran, incluidos mis padres.

Sentí cómo Lucía apretaba mi mano bajo la mesa. Mis padres, Ana y Javier, dieron su regalo después, con sencillez, sin cifras, pero con cariño.

—No tenemos mucho —dijo Javier, ruborizándose—, pero os lo damos de corazón. Sed felices, y sobre todo, escuchaos el uno al otro.

Inés ni siquiera prestó atención. Para ella, solo importaban los números.

Lucía miró las paredes de la cocina, la olla a presión, el juego de té. Todo empezó con aquel sobre. La reforma, los muebles, los electrodomésticos.

Siempre pensó que su madre solo quería ayudar. Pero ahora entendía: era un préstamo. Y con cada petición, Inés cobraba su parte.

Pasaron semanas. Seguían hablando, pero solo si ella llamaba. Yo ya ni me molestaba en saludarla.

—Si quieres verla, ve tú —le dije a Lucía—. Yo no voy a escuchar cómo debo «pagar» su regalo. En mi familia no hay inversores.

Eso la dolió, pero calló. ¿Y qué podía decir? No estaba equivocado.

Lucía intentó hablar con su madre.

—Mamá, te agradecemos mucho tu ayuda —empezó con cuidado—, pero la gratitud no es una obligación.

Inés levantó las cejas, como si hubiera dicho una locura.

—¿En serio? ¿Y qué hay del deber? ¿Del vaso de agua en la vejez? Los hijos deben ayudar a los padres. Para eso os criamos.

Algo se rompió dentro de Lucía. Esa frase lo cambió todo.

Recordó cuando buscábamos piso. Pasábamos horas en Idealista y Fotocasa. Encontramos uno perfecto: pequeño, con terraza, reformado. Dentro de nuestro presupuesto.

Inés quiso poner más dinero para uno más grande.

—No vais a estar apretados. Y si tenéis hijos, ¿qué? Yo os ayudo. Después me lo agradeceréis.

—Este nos sirve —dije yo, firme—. Queremos hacerlo por nuestra cuenta.

Lucía pensó que exageraba.

—Pablo, actúas como si tuviéramos que pagarle intereses —se rio—. Esto no es un banco.

Ahora le daba las gracias por mi desconfianza. De lo contrario, la deuda habría sido mayor.

Incluso mis padres, siempre amables, empezaron a distanciarse. Ana hablaba menos con Lucía. Javier soltó algún comentario hiriente:

—Dicen que el piso es gracias a tu madre, ¿no? Vaya dote tiene Lucía. No como nosotros.

Resulta que Inés había soltado en una reunión:

—Yo les pagué casi todo el piso. Sus suegros no tienen un duro. Al menos los niños no sufren.

Lo supe semanas después. Mis padres pusieron casi una cuarta parte. Sin aspavientos, pero fue su ayuda.

Lucía se sintió avergonzada. No era culpa suya, pero el peso caía sobre ella.

Una noche, después de enterarnos, Lucía se sentó frente a mí.

—Estoy atrapada —dijo al fin—. Pero no soy tonta. Lo veo todo.

Dejé el móvil y la miré.

—No quiero pelearme con ella, pero… su ayuda nos está costando demasiado. No quiero vivir como deudora.

Asintió.

—A partir de ahora, nada de acuerdos disfrazados de cariño —dijo con firmeza—. Si quiere vernos, bien. Pero no caeré más en sus chantajes.

No estaba sola. Eso la fortalecía.

Por supuesto, Inés no se rindió.

—Hola, hija. Perdona la hora. Tu tía Carmen llega al tren a las tres de la mañana. Necesita que la recojáis. Ya sabes que en el pueblo no hay taxis a esas horas.

Otra orden. Lucía respiró hondo.

—No podemos, mamá. Pablo madruga. Si nos hubieras avisado antes…

—Claro, claro —bufó Inés—. Con tus suegros sí saltas, pero a mí me pides cita previa.

Lucía apretó los labios.

—Gracias por todo. Pero no soy tu propiedad. Ni Pablo tampoco.

Hubo silencio.

—Perfecto. Todo claro —gruñó Inés antes de colgar.

La semana siguiente fue en silencio. Hasta que Lucía se encontró con Marta, una conocida.

—¡Tu madre soltó cada cosa! —dijo, riendo—. Dijo que Pablo se casó contigo por el piso, que buscó una novia con dinero.

Lucía se quedó helada.

—¿Qué?

—Bueno, ya la conoces. Habla sin pensar. Pero ojo, no vaya a llegar a oídos de Pablo o sus padres.

No sabía si yo lo sabía. Pero Inés no iba a parar.

Fuimos al notario. Hicimos una donación de la parte del pisoAl firmar aquellos papeles, Lucía finalmente sintió que el peso de las deudas imaginarias se desvanecía, y por primera vez en mucho tiempo, respiró tranquila, sabiendo que su hogar era verdaderamente suyo.

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