El precio de la traición. Cómo la amante se llevó al marido de su familia
Lucía estaba sentada en la cocina, removiendo lentamente el té en su taza. Fuera, las ramas del olivo se mecían con el viento y se escuchaban risas infantiles: su hijo pequeño, Pablo, correteaba por el patio con su vecino Luis y su cachorro. Todo parecía normal, cotidiano. Casi la ilusión perfecta de una vida familiar tranquila. Nunca imaginó que, en solo unos días, su mundo se vendría abajo, dejando pedazos que luego tendría que recomponer con todas sus fuerzas.
El teléfono sonó en el momento más inesperado. No era Javier, su marido, quien rara vez llamaba y, cuando lo hacía, era con frases cortantes: *”Llegaré tarde”* o *”Compra algo para cenar”*. Era un número desconocido, impersonal y frío.
—¿Diga? —dijo Lucía, llevando el auricular a su oído.
La voz al otro lado era extrañamente segura.
—¿Lucía? Hola. Me llamo Sofía. No nos conocemos… todavía.
Lucía frunció levemente el ceño. Detectó un tono burlón en las palabras de aquella mujer. Las desconocidas no solían llamarla sin motivo.
—Sí… ¿En qué puedo ayudarte?
—Te llamo para que lo sepas. Tu marido… digamos que no es del todo honesto contigo. Javier y yo llevamos más de cinco años juntos.
¿Reaccionó Lucía? No. Su rostro permaneció impasible, como si las palabras no fueran con ella, como si fuera una película proyectada ante sus ojos: imágenes que veía, pero cuya realidad quedaba atrás de la pantalla. Mientras tanto, la voz de Sofía continuaba implacable:
—Guardé silencio mucho tiempo porque, la verdad, me dabas pena. Pero esto ya es absurdo. Sabe que hace años que no te quiere. Se queda por costumbre, por lástima.
Lástima. La palabra le pinchó como una aguja, haciendo brotar sangre en su muñeca. Un pinchazo a su memoria, a su parte más vulnerable, cuando empezaba a sospechar que sus miradas ya no se encontraban y que las palabras en el dormitorio sonaban más a cortesía de vecinos que a una conversación entre marido y mujer.
—Vale. ¿Qué quieres? —preguntó con firmeza inesperada.
Sofía soltó una risita.
—Quedemos. Así sabrás toda la verdad. No es algo para contarlo por teléfono.
Dos días después, se vieron. Lucía acudió a un café en las afueras de la ciudad, un sitio sombrío, pero perfecto para aquel tipo de encuentros. Sofía ya esperaba en una mesa apartada. Joven, arreglada, con el pelo ligeramente peinado y una confianza forzada.
—Gracias por venir. No todas las esposas lo harían, sabes.
Lucía se sentó frente a ella, cruzando las manos para ocultar el temblor de sus dedos.
—¿Quién eres para él?
Sofía alzó una ceja, como dudando, pero al final empezó a hablar.
Las palabras fluyeron como agua ácida, corrosiva, destrozando todo dentro de Lucía. Sofía, sin pudor alguno, contó cómo conoció a Javier, los viajes que hicieron juntos, los regalos que él le daba. *”Hasta un anillo… aunque no para la mano correcta”*, dijo con una sonrisa maliciosa. Afirmó que el amor de Javier hacia Lucía se había apagado años atrás, que solo se quedaba por los hijos y, en parte, por compasión.
Cada frase era como un mensaje triunfal: *”Yo gané”*. Lucía apenas oía el latido de su corazón. Apretó los puños con fuerza, pero aguantó hasta el final.
Al regresar a casa esa noche, Javier ya estaba allí. Todo parecía normal: su chaqueta colgada en la silla, la televisión con un partido de fútbol. Pero Lucía ya no pudo callar.
—Vete —dijo al cruzar la puerta.
—Lucía, ¿qué pasa? —su voz sonaba genuinamente desconcertada.
No pudo contenerse. Las lágrimas brotaron como un dique roto.
—Lo sé todo, Javier. Vete. Porque amas a otra.
Él intentó excusarse, defenderse, pero Lucía, firme a pesar del dolor, señaló la puerta con decisión.
Los primeros meses después de la marcha de Javier fueron un tormento. Pablo y Álvaro, sus niños, no entendían por qué su padre ya no volvía. Pablo preguntaba cada noche por qué los había abandonado; Álvaro esperaba en silencio junto a la ventana.
Lucía tuvo que buscar otro trabajo: un solo sueldo no bastaba para mantener el piso. Además, Javier insistió en un reparto *”justo”* de bienes. Ahora su hogar era un pequeño apartamento en las afueras: la cocina era tan estrecha que apenas cabían cuatro pasos, y desde la ventana solo se veía un aparcamiento. Pero aguantó. Encontró fuerzas para sonreír cada mañana, para contar cuentos por la noche. Incluso cuando lloraba en la almohada, confiaba en que algún día mejoraría.
Javier, sin embargo, no encontró ni alivio ni felicidad. Sofía resultó ser muy distinta a la mujer que imaginó. Sus quejas constantes, el rechazo a la rutina, las comparaciones con hombres más *”interesantes”*… Todo envenenó su relación. Cada día, la distancia crecía.
Una tarde, Sofía fríamente recogió sus cosas y le dijo:
—Lo siento, Javier, pero eres aburrido. Necesito a alguien más joven, alguien que esté a mi altura.
Había destruido su familia por algo a lo que renunció sin dudar.
Javier intentó volver con Lucía. Llamó a su puerta, su voz tembló al pedir perdón.
—Perdóname, Lucía. Fui un imbécil. ¿Podemos volver a empezar?
Ella lo miró con una leve sonrisa. ¿A quién veía? No al hombre seguro y ambicioso con el que se casó. Ante ella estaba alguien que lo había perdido todo: familia, respeto, amor. Hasta un techo, porque el dinero de la venta del piso lo había invertido en reformar la casa de Sofía.
—No —respondió simplemente—. Aquí ya no hay hogar para ti.
Su vida siguió adelante. Aunque seguía en aquel piso pequeño, encontraba en ello una paz especial. Era libre. Aprendió a cuidar de sí misma y de sus hijos. Fue duro, pero eran una familia reconstruida sin mentiras.
Mejor sola que con alguien que arrebató su fe en el amor.
Con el tiempo, a Lucía todo le fue mejor. Conoció a un hombre en el trabajo, primero fueron amigos, luego salieron y al final se casaron. Dos años después, compraron una casa amplia y hermosa. Pablo y Álvaro tuvieron una hermanita recién nacida.
El destino de Javier fue menos afortunado. Nunca encontró a una mujer con quien compartir su vida de verdad, aunque no le faltaron aventuras pasajeras. Pero ninguna le dio verdadera felicidad.