—Ya está entregado el abuelo Iván —dijo Lucía a su marido mientras preparaba la ensaladilla rusa.
—¿Por qué dices eso? —se sorprendió Pedro.
—Hoy no pudo levantar a Martita para poner la estrella en el árbol. Y antes… —Lucía suspiró.
—Pero mi padre está más fuerte que un roble, mujer. Quizá estaba cansado, nada más —contestó Pedro.
—No, Pedro, los años no perdonan. A partir de ahora, irás tú a comprarles la comida cada semana, y no discutas —Lucía se ajustó el pelo y cogió el plato de ensalada—. Vamos a la mesa.
Iván lo escuchó todo. Se detuvo para encender la luz del baño y, sin querer, alcanzó a oír la conversación entre su hijo y su nuera.
La víspera de Nochevieja, en la familia González había una tradición: todos se reunían en casa de los abuelos para celebrar juntos la fiesta más esperada del invierno. Este año no fue la excepción. El hijo mayor llegó primero con su familia. La nuera ayudó a poner la mesa, mientras los nietos decoraban el árbol en el salón, riendo sin parar.
Iván abrió el grifo y se sentó al borde de la bañera:
*”Lucía tiene razón, así es. Desde que me jubilé, empecé a sentirme inservible, y luego todo fue cuesta abajo. Me invadió una pereza horrible, todo me daba igual. ¡Hasta ganas de llorar me entraban!”*
—Iván, ¿todo bien? —preguntó suavemente Lucía desde la puerta del baño.
—Sí, sí, ahora salgo —respondió él.
En el pasillo, el pequeño Andrés bailaba impaciente.
—¡Entra, hombre! —El abuelo dejó pasar al niño.
En la cena, Iván estaba cada vez más callado. Levantaba la copa con indiferencia en los brindis, apenas mojando los labios.
—Padre, ¿qué te pasa? Es Nochevieja, hay que alegrarse. ¿No te estarás poniendo malo? —preguntó Pedro cuando ya se despedían. En el recibidor, Lucía le daba un codazo a su marido para que hablara.
—No, hijo, todo bien. Traed a los niños en vacaciones, ¿eh? ¿No tenéis planes de viajar? —sonrió el padre.
—Tenemos reformas en casa, Iván. Tú también mereces descansar. Los niños irán a casa de mis padres, ya lo hablamos —intervino Lucía.
—Bueno, si ya está decidido… Que los abuelos maternos también disfruten —respondió el padre, algo apenado.
Lucía susurró algo a Pedro.
—El domingo pasaré por aquí, os traeré la compra —dijo Pedro, dirigiéndose a la puerta.
La madre levantó las manos, sorprendida: —¿Qué compra, hijo? Hay supermercados aquí al lado. Y si falta algo, tu padre puede ir.
—No hace falta, Carmen. Pedro lo traerá todo. Así no tenéis que subir cinco plantas sin ascensor. Descansad —insistió Lucía.
Cuando se fueron, Carmen siguió refunfuñando: —Encima, no nos dejan a los nietos. Que no vayamos al supermercado… ¿Qué se ha creído esta vez?
—Lucía es buena, Carmen. Se preocupa por nosotros, no le des vueltas —dijo Iván.
—No tenemos noventa años para que nos mimen así. Es como si ya nos dieran por viejos, y encima nos quitan a los nietos.
—Los traerán, ya verás. Esta vez van con los otros abuelos, ¿no lo oíste?
Carmen calló. *”Quizá tenga razón Iván. A lo mejor soy injusta con ella. Lucía es la que más viene, la que más ayuda, siempre con una sonrisa. La otra nuera solo aparece para comer y llevarse tarros de conserva. Y del yerno mejor no hablamos.”*
—Iván, ¿por qué tan serio? —Carmen cambió de tema.
—Estoy cansado, nada más —se encogió de hombros.
—Ah, vale. Descansa, pues. Te pongo la tele —dijo Carmen, yéndose a la cocina a guardar los platos que Lucía había fregado.
Iván se quedó en el sofá, pensativo. *”Hoy no pude levantar a Martita para poner la estrella. Y en verano, cuando vengan a la huerta, ¿tampoco podré alzarla para coger una manzana? Ella es tan pequeña… He perdido todas mis fuerzas.”*
Entonces decidió que, para el verano, estaría en forma. No como a los veinte, pero al menos para levantar a su nieta mayor sin esfuerzo.
Y así fue. Comenzó a caminar cada día sin falta, para empezar por algo. Encontró unas pesas viejas bajo la cama, cubiertas de polvo. Levantarlas le dio una satisfacción inesperada. Luego probó suerte en las barras del parque, haciendo dominadas junto a los chavales.
Poco a poco, la fuerza volvió. Para la temporada en la huerta, se sentía tan lleno de energía que limpió el trastero y construyó un pequeño parque infantil para los nietos. Quería verlos contentos.
En agosto, cuando las ciruelas y las manzanas estaban maduras, Pedro llevó a los niños a la huerta. Martita se enamoró del columpio. Hasta Andrés, más serio, le dio su aprobación. Todo el día lo pasaron juntos: jugando en el huerto, yendo al río, haciendo castillos de arena.
Al día siguiente, Andrés señaló una ciruela:
—Abuelo, ¿me coges esa?
—Andrés, tú puedes —Iván lo levantó con alegría, sosteniéndolo en alto.
El niño arrancó tres ciruelas con sus manitas.
—¡Yo también, abuelo! —Martita aplaudía emocionada.
—Pues arriba vas —rió el abuelo, bajando a Andrés y alzando a su nieta sin esfuerzo—. ¡El abuelo aún puede con todo!
No perdáis el ánimo. Nunca os rindáis si hay una oportunidad. Disfrutad cada día y valorad esta vida, que solo se vive una vez.