—¡A quién se le ocurre necesitarte, vieja arpía! Eres una carga para todos. Ahí andas, apestando. Si dependiera de mí, ya te habría… Pero no, hay que aguantarte. ¡Te odio!
Raquel casi se atraganta con el té. Acababa de estar hablando por videollamada con su abuela, Martina Jiménez, quien se había ausentado un momento.
—Espérame, cariño, ahora vuelvo —dijo, levantándose del sillón con un gemido y saliendo al pasillo.
El móvil quedó encima de la mesa. La cámara seguía encendida, el micrófono también. Raquel, mientras tanto, había cambiado a la pantalla del ordenador. Y entonces… ocurrió. Una voz que llegaba desde el pasillo.
Raquel pensó que había imaginado aquello. Y probablemente lo habría creído así de no ser porque miró el móvil. Por el ruido de la puerta, alguien entraba en la habitación. Primero aparecieron unas manos ajenas en la pantalla, luego un costado, y finalmente… un rostro.
Lucía. La mujer de su hermano. Sí, la voz también era suya.
La mujer se acercó a la cama de la abuela, levantó la almohada, después el colchón, y rebuscó con la mano debajo.
—Ahí sentada, tomando el té… Ojalá se muriera ya, de verdad. Para qué alargar esto. Total, no sirves para nada, solo estorbas y ocupas espacio… —murmuraba la cuñada.
Raquel no se movió. Durante unos segundos, olvidó cómo respirar.
Poco después, Lucía se marchó sin notar la cámara. Y unos minutos más tarde, regresó la abuela. Sonrió, pero esa sonrisa no llegó a sus ojos.
—Aquí estoy. Por cierto, no te he preguntado. ¿Qué tal va el trabajo? ¿Todo bien? —preguntó Martina como si nada hubiera pasado.
Raquel asintió de manera brusca. Aún intentaba digerir lo que había escuchado, aunque todo en su interior le exigía ir y echar a esa desvergonzada por la puerta. En ese mismo instante.
Martina siempre había parecido para Raquel una mujer de hierro. No, jamás alzaba la voz. Simplemente, tenía esa severidad de maestra que se forja con los años en las aulas, entre alumnos y padres.
Cuarenta años dando literatura. Los niños la adoraban: Martina sabía hacer hasta los clásicos interesantes.
Cuando murió el abuelo, no se derrumbó, pero su postura impecable adoptó una leve curvatura. Salió menos a la calle y enfermó más a menudo. Su sonrisa ya no era tan amplia. Aun así, Martina no perdió su habitual energía. Creía que todas las edades eran hermosas y seguía disfrutando de la vida.
Raquel siempre había querido a su abuela porque cerca de ella se sentía segura. Con Martina, ningún problema daba miedo: lo resolvía todo. En su día, cedió su casa de campo al nieto para que pagara sus estudios, y a la nieta le dio sus últimos ahorros para la hipoteca.
Cuando el hermano de Raquel, Adrián, se quejó tras la boda de lo cara que era el alquiler, la abuela misma ofreció una habitación. «Es un piso de tres dormitorios, hay sitio para todos, y además me vigilaréis. ¿Y si me sube la tensión o el azár?»
—Total, estar sola me aburre. Y a los jóvenes nunca les viene mal una ayuda —decía con entusiasmo.
De Adrián se esperaba supervisión, mientras Raquel ayudaba a su abuela con la compra, las medicinas e incluso los recibos. Su sueldo se lo permitía, y su conciencia no le dejaba quedarse al margen. A veces le daba efectivo, otras le transfería dinero, y en ocasiones, conociendo a Martina y su costumbre de ahorrar para las vacas flacas, le llevaba la comida ella misma. Pescado, carne, lácteos, fruta. Todo para que su abuela comiera bien.
—Es por tu salud. Sobre todo con tu diabetes —le decía Raquel.
La abuela daba las gracias, pero evitaba su mirada. Como si le diera vergüenza «molestar».
Lucía, la mujer de Adrián, siempre le había parecido a Raquel… resbaladiza. Palabras dulces, modales empalagosos, pero en sus ojos, frío. Una mirada calculadora, sin calidez ni respeto. Pero Raquel no se metía. Eran sus asuntos. Solo preguntaba a su abuela si todo iba bien.
—Todo está bien, cariña —aseguraba Martina—. Lucía cocina, mantiene la casa limpia. Es joven, claro, pero ya aprenderá. La experiencia se gana.
Ahora Raquel lo entendía: era mentira. En público, Lucía era una ovejita dócil. Pero cuando no había testigos…
—Abuela, lo he oído todo… ¿Qué ha pasado?
Martina se quedó paralizada un segundo, como si no hubiera oído bien, y luego apartó la mirada.
—No es nada, Raquelita —susurró Martina—. Lucía solo está cansada. Pasan por una mala racha, Adrián siempre está fuera por trabajo. Por eso estalla.
Raquel entrecerró los ojos, observando a su abuela como si la viera por primera vez. Notó cada arruga nueva, consciente de que en la mirada de Martina ya no había el mismo brillo. La terquedad seguía ahí, el cansancio también. Pero algo nuevo había aparecido. Miedo.
—¿Estalla? Abuela, ¿has oído lo que te ha dicho? Esto no es un estallido. Esto es…
—Raquelita… —la interrumpió Martina—. No me cuesta aguantar. Vamos, se ha enfadado. Es joven, impulsiva. Y yo ya soy vieja. No necesito tanto.
—Vale. Abuela. No me tomes por tonta —Raquel no pudo contenerse—. O me lo cuentas todo ahora, o cojo el coche y voy para allá. Tú decides.
La abuela calló unos segundos. Luego respiró hondo, bajó los hombros y se ajustó las gafas. La ilusión se había roto. Ya no era aquella mujer sonriente y fuerte, sino una anciana acobardada.
—No quería decírtelo —empezó—. Tú con el trabajo, tus cosas… ¿Para qué necesitas estos líos? Pensé que todo se arreglaría…
La historia con Lucía, resultó ser, era mucho más larga —y sucia— de lo que Raquel imaginaba.
Los jóvenes llegaron a casa de Martina con maletas enormes y planes ambiciosos de ahorrar para una hipoteca en seis meses. Al principio, la abuela hasta se alegraba. El piso cobró vida: pasos por la mañana, alguien cocinando siempre. Había conversaciones y risas, aunque algo forzadas. Lucía al principio se esforzaba: hacía pasteles, servía el té, hasta la llevó un par de veces al médico.
Pero cuando Adrián se fue a trabajar fuera, todo cambió.
—Primero se puso irritable —contó Martina—. Pensé que era por la ausencia de Adrián. Luego empezó a quedarse con la comida. Decía que tú traías demasiado, que ella lo necesitaba más, que era joven y tenía que cuidarse. ¿Y yo? No necesito mucho, hasta me viene bien perder peso.
Resultó que Lucía le había pedido dinero prestado. Martina se lo dio, sacándolo de lo que Raquel le daba para las medicinas. Con eso, Lucía compró una nevera, la puso en su habitación y le echó llave a la puerta. Todo lo bueno que traía Raquel acababa allí.
El dinero, claro, nunca lo devolvió. Al contrario, con el tiempo, Lucía empezó a buscar los ahorros de Martina y quedárselos.
—Se llevó el televisor. Dijo que dañaba la vista —Martina suspiró, secándose las lágrimas—. Y el internet lo corta a veces.Raquel apretó los dientes, jurándose que jamás permitiría que nadie volviera a lastimar a la mujer que había dedicado su vida a cuidar de todos.