**10 de mayo**
Antonia Martínez amaba dos cosas en esta vida: a sí misma, sin condiciones, y a su hijo Pepe, con una devoción fanática, casi religiosa. Pepe no era solo su hijo; era el Sol alrededor del cual giraba su pequeño universo, pulcro y controlado. Desde pequeño, tuvo lo mejor: juguetes que los niños del barrio solo veían en escaparates, ropa «como de príncipe» y delicatessen que otros ni soñaban.
Lo apuntaron a todo: ballet clásico («Para la postura, Pepito») y kárate («¡Para que sepa defenderse!»). Pepe, hay que reconocerlo, era constante… en abandonar cada actividad al mes. Estudiar le aburría, esforzarse, impensable. Prefería perseguir palomas en la plaza, pintar bigotes en los carteles y asustar a la gata Misifú, quien una vez le dejó un recuerdo en sus vaqueros nuevos. Antonia suspiraba: «¡Qué le vamos a hacer, es así!».
Pepe creció. Alto, desgarbado, con una pereza eterna en la mirada y manos que nunca conocieron el trabajo duro. Entonces, Antonia asumió una nueva misión: proteger a su Sol de intrusiones. De mujeres. Sobre todo, de las «indignas». En su escala de valores, merecían a Pepe solo las que tuvieran piso propio (en el centro, a ser posible), coche (extranjero, nada de segunda mano) y padres adinerados. Pepe, acostumbrado a que mamá sabía más, rechazaba a una tras otra. «Pero, Pepiño, ¡si su padre es un simple ingeniero!» o «¿Te imaginas? ¡Viaja en metro! No está a tu altura». Hasta que un día, en el Centro Cultural, buscando un concierto gratis (por si había tapas), tropezó con Lola.
Lola llevaba una pila de libros que cayeron al suelo. Pepe, en un raro gesto, los recogió. Sus ojos grises, como nubes de tormenta, lo atraparon. Algo hizo *clic*. Lola era bibliotecaria. Vivía en un pequeño piso en las afueras, heredado de su abuela. Sin coche. Sus padres, profesores de pueblo. Un desastre, según Antonia. Pero olía a libros y vainilla, y Pepe, por primera vez, desobedeció.
Antonia recibió a la novia como un general al enemigo. Mirada fría. Té helado. Preguntas como interrogatorio:
«¿Piso propio? Ajá, pequeño… En las afueras… Padres… ¿Profesores? Interesante… ¿Y coche? ¡Qué pena!».
Lola enrojecía, retorcía una servilleta, contestaba con sinceridad. Pepe comía el bizcocho de su madre y miraba por la ventana. Antonia ardía en indignación. «¿Esta ratita gris para mi príncipe? ¡Jamás!».
Pero Pepe se plantó. Por primera vez. Quizá la única. Y Antonia, con el corazón encogido, cedió. No por resignación. Se agazapó. Como una araña.
La boda fue discreta. Lola se mudó con ellos. Y empezó el «ajuste» —o más bien, la destrucción metódica—.
«Lolita, la sopa hoy… sosa. Nada como la mía. A Pepiño le encanta el cocido, y esto parece agua».
«¡Oh, polvo en el aparador! Pepiño es alérgico, ¿sabes? ¡Hay que limpiar a diario!» (Lola lo hacía dos veces).
«Pepiño, ¡mira cómo ha planchado Lola tu camisa! ¡Arrugas! Yo lo haré».
Lola aguantó. Amaba a Pepe. Esperaba que la defendiera. Pero él solo murmuraba: «Esfuérzate, Lola. Mamá quiere lo mejor».
Antonia escaló:
«Pepiño, Lola compró un embutido barato… ¿Te está escatimando?».
«Lolita, ese jersey… te hace gorda».
Lola lloraba en la almohada. Pepe se irritaba: «¡No es para tanto!».
Hasta que un día, Antonia tiró la sopa de Lola: «¡Creí que estaba mala!». Pepe encogió los hombros: «Fue sin querer».
Lola rompió en un gemido: «No puedo más».
«¿Y qué?», dijo Pepe, mirándose las uñas.
Se divorciaron. Lola se fue en silencio. Antonia celebraba: «¡Por fin una digna para ti!».
Y llegó Sofía. Intensa como un flamenco, hija del dueño de talleres de lujo. Con piso, coche y padres que hasta a Antonia la intimidaron. Sofía no pedía permiso. Llegó como un huracán, con tacones y perfume caro.
La primera cena fue batalla.
Antonia (dulce): «Sofía, la sopa pica. A Pepiño no le gusta».
Sofía (masticando): «Pues a mí sí. Pepito, pruébala. O no. Señora, ¿solo critica por deporte?».
«Polvo en el aparador…».
«¡Compra un robot aspirador! Yo no soy tu criada».
«Pepiño, esa camisa…».
«¡Es moderna! ¿Verdad, Pepiño?». Y él, hipnotizado, asentía.
Antonia intentó lo del «embutido caro». Sofía contraatacó: «¡Jamón de bellota! ¿Te gusta, cariño?». Y a Pepe le encantó.
Pepe cambiaba. Se enamoró de su energía, su seguridad. Empezó a decir «no» a su madre.
Antonia luchó. Lloró, fingió enfermedades. Sofía respondía: «¿El corazón? ¡Llamamos a una clínica privada!».
Hasta que un día, Sofía dictó su ultimátum: «O ella vive callada, o se va».
Pepe miró a su madre, su rostro contraído, y dijo: «Mamá, necesitas descanso».
Así, Antonia terminó en «Vida Tranquila», un residencial elegante pero frío. Las visitas eran escasas. Regalos caros que ya no podía comer.
Sentada junto a la ventana, recordó a Lola. Sus pasos silenciosos. Sus platos sencillos pero hechos con amor. Cómo la cuidaba sin quejarse…
«Lolita… —susurró al vacío—. Tonta… Ingenua…».
Apretó los puños. El tapizado del sillón era áspero.
«…Pero tú… —la voz se quebró— …nunca me habrías dejado aquí…».
La verdad le atravesó el pecho como un cuchillo. Había expulsado a la única que le hubiera tenido compasión. Y en su lugar, recibió a alguien que no tolera lastres. Ni siquiera a una madre anciana.
Afuera anochecía. Antonia se miró en el cristal: una figura diminuta, ahogada en su propio rencor. Demasiado tarde. El karma no es un boomerang; es un deportivo rojo que te atropella y sigue su camino, dejándote sola en el arcén de tu vida.
*Moraleja: Quien siembra vientos, recoge tempestades. Y a veces, la tormenta te arrastra sin piedad.*