Visitantes inesperados: La nuera le da una lección a la suegra.

**Visitantes inesperados. Cómo la nuera puso en su sitio a su suegra**

La cocina se llenó con el intenso aroma de un cocido que removía con energía Martina Solís, resoplando y respirando con estruendo. Reinaba en aquel reducido espacio como si fuera su reino, repartiendo órdenes con cada movimiento de su cuchara de madera. Fuera, el grisáceo amanecer de principios de primavera no invitaba a la calma, pero Olga, la nuera de Martina, no tenía tiempo para disfrutar de la tranquilidad. Su paz doméstica se había desmoronado con la llegada de esa invitada eternamente descontenta, que no solo había trastocado el orden, sino que parecía haberse autoproclamado líder de la pequeña familia bajo el lema: *”Aquí mando yo”*.

Martina era una mujer imponente. Sus mofletes redondos le otorgaban un aire de solemnidad, y sus ojos fríos, bajo unas cejas espesas aún no canosas, lanzaban miradas tan penetrantes que daban ganas de pedir perdón solo por estornudar. Tenía la costumbre de hablar con una firmeza hiriente, como si sus palabras fueran decreto divino. Había iniciado reformas en su casa y decidió mudarse con los jóvenes *por un tiempo indefinido*.

—El dormitorio es pequeño, claro —murmuró la suegra la primera noche, escudriñando la habitación—. Bueno, servirá. Hazme la cama con sábanas limpias, no esas que guardáis para vosotros. Al fin y al cabo, no estoy de hotel, sino en casa de mis hijos.

Olga se quedó helada.

—Pero es *nuestro* dormitorio —protestó con voz temblorosa, incapaz de disimular su irritación—. ¡Aquí dormimos Javier y yo!

Martina resopló.

—¿Y qué? Tenéis un sofá ancho en el salón. Sois jóvenes y sanos, aguantaréis. ¿Tan apegada al confort, eh? A mi edad, la espalda no perdona. Bueno, os haréis un hueco. Total, solo será un tiempo, no te alteres.

*Un tiempo*. La palabra sonaba esperanzadora, pero Olga ya intuía que esa “visita temporal” le llegaría hasta el cuello.

Apenas comenzaba a adaptarse a la intrusa cuando, días después, llamaron a la puerta. Era Julia, la hija menor de Martina. Despreocupada, alegre y sin empleo, la veinteañera entró sin ceremonias con una bolsa enorme.

—¡Hola! Me quedo con vosotros —anunció, dejando sus zapatos bajo la entrada—. Un par de días, no más. Hasta puedo dormir en el suelo, es que estoy sin un duro y mamá ya está aquí, así que… ¡Pues claro que me quedo! Olga, ¿me haces un té? Que vengo hecha polvo del viaje.

Olga se quedó como si le hubieran dado un mazazo. El piso era *suyo*. Su hogar, su refugio. Pero con cada paso de sus “invitadas”, se sentía más fuera de lugar.

—¡Javier! —exclamó más tarde, en la cocina, a solas con su marido—. ¿Qué demonios es esto? ¿Por qué tengo que aguantar esto? ¡Actúan como si fuera *su* casa! ¿Cuándo se va tu madre? ¿Y por qué viene Julia de sopetón?

Javier se encogió de hombros.

—Ya conoces a mamá —dijo con calma—. Es así. Ignórala. No estarán mucho.

—¿Mucho cuándo? ¿En una semana? ¿Un mes? —replicó Olga, conteniendo un grito—. ¡Ni siquiera preguntan! Y encima, la *reina* se ha adueñado de *nuestro* dormitorio, Javier, ¡es tu madre!

—No empieces, ¿vale? —cortó él, molesto—. Mamá no es joven, hay que ayudarla.

Olga respiró hondo y calló. Pero la rabia acumulada hervía en su pecho.

Los días siguientes fueron un suplicio. Martina no dejaba de dar órdenes: enviaba a Olga a la compra, corregía su forma de cocinar y criticaba desde su peinado hasta sus “habilidades culinarias lamentables”. Olga aguantaba, apretando los dientes mientras preparaba cocidos y potajes, los platos favoritos de su suegra.

Hasta que Martina soltó:

—Por cierto, en unos días vendrá Borja, mi hijo (y tu cuñado). No pondréis problemas, ¿verdad? Está solo en el pueblo después del divorcio. Que se quede una semanita. Familia es familia, y aquí hay sitio de sobra. Además, con lo que ha empezado a beber…

Fue la gota que colmó el vaso.

—No. —La voz de Olga sonó firme, incluso para ella misma.

—¿Cómo? —Martina frunció el ceño.

—He dicho que no. No vendrá Borja, ni Julia, ni tú. Basta. Lleváis una semana aquí y estoy harta.

La suegra se giró lentamente, lanzándole una mirada glacial.

—¿Qué tono es ese? ¿Lo ha autorizado mi hijo?

—Javier no tiene nada que ver. Esta casa es *mía*. Y no pienso tolerar que impongas tus normas en *mi* hogar. Tu casa es la tuya, Martina. Allí mandas tú. Aquí, no.

Martina apretó sus cejas pobladas. Su rostro se enrojeció como si fuera a estallar, pero algo en el tono de Olga la detuvo.

—¿Ah, sí? —espetó al fin—. Pues entonces me voy. No se puede vivir donde no se es bien recibida. Eso sí, me quedaré con lo *hospitalaria* que eres.

Esa misma tarde, Martina y Julia hacían las maletas, mirando a Olga con desdén. Javier balbuceó alguna excusa, pero ella lo fulminó con la mirada.

—Si quieres que esto funcione, Javier, mejor ponte de mi lado.

Seis meses después, Martina llamó para felicitarles por su aniversario. Su voz sonó inusualmente cálida. Jamás volvió a dormir en su casa, ni reclamó el dormitorio, e incluso elogiaba los pasteles de Olga en sus visitas breves. Ya no se comportaba como una reina, sino como una invitada. Y Olga, por primera vez en mucho tiempo, sintió que por fin la respetaban.

¿Hizo bien Olga al expulsar a su suegra?

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