¿De qué tendré que salvarte hoy?

**Diario de un almuerzo inesperado**

—¿Y de qué tendré que salvarte hoy? —preguntó Javier, metiendo su segundo vaso de fideos instantáneos en el microondas.

—¡Puré y albóndigas! —contestó Álvaro con entusiasmo.

—¿Otra vez? —Javier sonrió, pero sin ganas.

—¡Otra vez!

—La semana pasada ya comiste esas albóndigas. ¿Cuándo acabará esto?

—¡Es lo mismo que le digo a mi mujer, pero no me escucha! Bueno, ¡dale sin miedo!

***

Sergio, su nuevo compañero, los observaba con asombro sin entender por qué Álvaro rechazaba la comida casera. Javier decidió explicárselo.

—Verás, Álvaro extraña toda esa comida basura: fideos instantáneos, pizzas, empanadas… Pero su mujer le prepara tupper cada día para que coma sano. Yo le salvo. ¡No se puede desperdiciar la comida! Él come mis fideos, y yo disfruto lo que su mujer cocina.

—¿Es que cocina mal? —preguntó Sergio mientras sacaba su bocadillo del microondas.

—No, para nada. Pero uno no siempre tiene ganas de albóndigas, sopas o carnes guisadas —respondió Javier, abriendo el tupper de Álvaro—. Así que le ayudo como un buen amigo.

—¿Y no sería más fácil decirle a su mujer que no cocine? ¡Seguro que le aliviarías el trabajo! —comentó Sergio.

—Ya lo intenté, pero ella no quiere ni escucharlo.

—Y tú encantado de ayudar, claro.

—¡Hombre, no voy a desperdiciar buena comida!

—Ojalá tuviera una mujer que me preparara la comida. ¡No la compartiría con nadie! —dijo Sergio mientras mordía su bocadillo.

—Pues cásate, ¿quién te lo impide?

—Aún no he encontrado a mi media naranja.

—Bueno, ya la encontrarás —le dio un palmadita en el hombro Javier—. No llevas mucho en la ciudad, ¿no? Aquí hay muchas chicas encantadoras.

Terminaron de almorzar y volvieron al trabajo. Todos trabajaban en la misma empresa de muebles, aunque en puestos distintos: Álvaro era jefe de ventas, Javier del montaje, y Sergio, recién llegado, estaba en el almacén.

Aquella misma tarde, Sergio conoció a una mujer atractiva en el supermercado. Tendría unos treinta años, quizá menos. Era bajita, poco más de metro y medio, pero muy guapa. Intentaba coger un paquete de macarrones de la estantería más alta.

—¿Necesita ayuda? —ofreció Sergio galantemente.

—¡Se lo agradecería mucho! —dijo ella con una sonrisa que hizo flaquear las piernas de Sergio.

Todo se volvió borroso. Quería que ese instante durara eternamente, pero ella, tras agarrar los macarrones, siguió su camino. Él, recuperándose, corrió tras ella.

—¿Qué va a cocinar? —preguntó, como si nada.

—¡Lasaña! A mi marido ya le aburren mis albóndigas —rió la mujer.

—Me llamo Sergio, por cierto. ¿Y usted?

—Soy Marta, y podemos tutearnos.

De pronto, Sergio recordó la conversación del almuerzo.

—Oye, ¿no es mucho esfuerzo si luego tienes que ir tú misma al súper? —bromeó.

—¿Por qué? ¿Acaso no merece la pena mimar al hombre que quieres?

—Pues hoy escuché una historia curiosa. Ahora ni sé si es bueno o malo.

—¿Qué historia? —preguntó intrigada.

—Un amigo le da los tupper que le prepara su mujer a otro, y él se come fideos instantáneos. ¡Vaya lío!

—Pues vaya tonto. Si me enterara de algo así, ¡le haría saber lo que pienso! —exclamó Marta, indignada.

—Sí, si la mujer de Álvaro lo descubre, ¡se armará la gorda! —rió Sergio.

—¿Álvaro? —preguntó Marta, frenando en seco—. Oye, ¿tú dónde trabajas?

—Soy nuevo en la ciudad. Me contrataron en una fábrica de muebles, en el polígono industrial.

Marta lo miró fijamente, haciendo cálculos mentales. Su marido se llamaba Álvaro, trabajaba allí mismo y últimamente se quejaba de pesadez.

—¡Menudo sinvergüenza! ¡Conque es Javier el que se come mi comida! —exclamó furiosa, dejando el carro y marchándose.

Sergio, arrepentido, corrió tras ella.

—No puedes conducir así —dijo al alcanzarla—. Vamos, te invito a un café. Cuando te calmes, ya verás qué haces.

Al principio se resistió, pero al final aceptó. En la cafetería, Sergio pidió café y pasteles. Para su sorpresa, funcionó. Marta, mordisqueando un pastel, se calmó poco a poco, aunque aún seguía dolida.

—No me lo puedo creer. Javier es un descarado. ¿Sabes cuánto lleva pasando?

—No tengo idea. Lo siento, no debí abrir la boca. ¡Por favor, no me delates! Tu marido es mi jefe, me echará seguro.

—No te preocupes, no le diré nada. Pero le daré su merecido.

—Gracias. No es fácil encontrar un trabajo así.

—Lo sé. Yo misma tardé en encontrar uno. Y encima corro al súper después del trabajo, paso horas cocinando para él… ¡Y mira cómo me lo agradece!

—Las albóndigas de hoy olían de muerte —admitió Sergio—. Yo no las compartiría con nadie.

—Lo peor es que me encanta cocinar. No me cuesta, lo hago con gusto… pero para otro no me esforzaría tanto.

—Qué suerte. Yo apenas sé freír un huevo o hervir pasta.

—No es cuestión de suerte. ¡Cualquiera puede aprender si quiere! —dijo Marta, cogiendo su pastel—. ¿Quieres que te enseñe?

La idea lo tentó. Imaginar a Marta en su cocina era irresistible.

—¡Claro! ¿Empezamos por la lasaña que querías hacer hoy? ¿O es muy difícil?

—Nada difícil, si tienes los utensilios.

—Vamos a comprar lo que haga falta. En mi piso solo tengo una olla, una sartén y unos platos.

—¿Funciona el horno?

—Creo que sí. Es eléctrico.

—Perfecto —sonrió Marta, terminando su pastel y levantándose.

***

Álvaro llegó a casa. La casa estaba a oscuras y en silencio. Al no encontrar a Marta, iba a llamarla cuando escuchó la llave en la puerta.

—¿Dónde estabas? —preguntó—. ¿No ves la hora?

—Perdona, cariño. Una compañera del trabajo me pidió que le enseñara a hacer lasaña. Fui a su casa.

—¿Lasaña? —se sorprendió él. Era uno de sus platos favoritos, el único que nunca compartía con Javier.

—¿Y qué ceno yo?

—Te he comprado salchichón. Ahora te frío unos huevos. Te gustan, ¿verdad?

Álvaro puso mala cara. Ahora le apetecía lasaña, pero bueno…

—Vale, voy a lavarme las manos —dijo, molesto.

Marta parecía satisfecha, pero él no le dio importancia. La verdad era que había pasado un rato genial con Sergio. Primero gastaron un dineral en utensilios y ingredientes, luego fueron a su piso. Nada fuera de lugar, claro. Solo le enseñó a cocinar lasaña. Él siguió sus instrucciones al pie de la letra, y al final compartieron una cena deliciosa. Guardó las sobras en un tupper para llevárselas al trabajo. Después, Marta se fue directaAl día siguiente, mientras Sergio disfrutaba de su lasaña en el trabajo y Álvaro miraba con envidia, una sonrisa pícara cruzó el rostro de Marta al imaginar cuánto tiempo le tomaría a su esposo darse cuenta de que su “castigo” había sido, en realidad, la mejor lección.

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