El primer día de invierno no comenzó muy bien. A Marta le tocaba trabajar y el tiempo no acompañaba. Nevaba mezclado con lluvia, la temperatura había bajado a cero grados y no había manera de salir a la calle sin abrigarse bien.
Así que la chaqueta ligera no servía y tuvo que ponerse el plumón y las botas de invierno. Era su primer día de trabajo tras un largo parón. En verano, había sido tan feliz con su Javier que, siguiendo su consejo, dejó el trabajo sin pensarlo dos veces.
Su enamorado le compró billetes para la costa, pero su jefe no le daba permiso. Así que Marta presentó su dimisión voluntaria…
En aquel momento, el cielo parecía lleno de diamantes. Estaba segura de que, en la playa, la esperaba una propuesta de matrimonio. ¿Para qué necesitaba trabajar entonces, se preguntaba? Javier se encargaría de ambos, y sus ahorros no significarían nada.
Soñaba con una boda, con un bebé y una vida cómoda en la lujosa casa de Javier. ¡Cómo se maldecía ahora por su imprudencia!
En la costa, no hubo propuesta alguna. Él la llevó a restaurantes, le regaló noches maravillosas y la trajo de vuelta. Eso sí, no la abandonó de inmediato. Durante casi seis meses, le hizo creer que su relación tendría un final lógico. Hasta que una semana atrás, Marta no aguantó más y le preguntó:
—¿Qué planes tienes para el futuro?
—No muchos, Martita —contestó él—. Voy a volver con mi exmujer. Mi padre y yo tenemos un negocio juntos, y está enfermo. Dice que todo será para mi hijo, pero su madre lo administrará hasta que sea mayor de edad. Si reconcilio el matrimonio, todo pasará a mi nombre. Son condiciones duras. Lo siento, cariño…
Después vino el mismo discurso de siempre: amor, pena por la separación, lo desdichado e indefenso que era…
Marta se envolvió en el último regalo que le hizo, un abrigo de piel, y con un breve “Adiós”, desapareció de su vida. No lamentaba perder a Javier, pero sí el tiempo que había malgastado.
Tuvo que superar el “duelo” y volver a su antiguo trabajo, suplicándole al director que la readmitiera. Tras saludar a sus compañeras, se sentó frente al despacho del jefe. Dentro se escuchaban regaños fuertes: estaba reprendiendo a alguien por sus errores.
Cuando todos se marcharon, Marta entró tímidamente, sonrió y le expuso su petición con sencillez: no podía estar sin trabajo y su vida personal no había salido bien.
El jefe, quizá aún con cierta simpatía por ella pero felizmente casado, la miró con compasión y le dijo:
—A nadie más lo readmitiría. Pero a ti sí. Eso sí, no podrás volver a tu antiguo puesto. ¿Te interesa ser mi secretaria? María se va de baja maternal el 1 de diciembre. Pero disciplina, ¿eh? Nada de vacaciones improvisadas.
No le quedó más remedio que aceptar. Y así llegó su primer día: falda de tubo, blusa blanca, maquillaje discreto, pelo impecable. Llevaba zapatillas en el bolso para cambiarse en la oficina.
Marta se apresuraba hacia la parada cuando recibió un mensaje del jefe: *”Ven antes. Reunión urgente en cinco minutos.”*
Miró la hora y supo que no llegaría a tiempo. Necesitaba un taxi. Se detuvo para marcar el número cuando, de la nada, un chico en monopatín la golpeó sin querer. ¡Y en ese clima!
Ambos cayeron al suelo. El plumón manchado, las medias rotas, el teléfono voló hacia la calzada. Pero eso tenía solución; lo preocupante era que el chico parecía haberse lastimado. Se sujetaba la pierna.
Con ayuda de Marta y unos transeúntes, logró levantarse, pero no podía apoyarse. Alguien le alcanzó el móvil y llamaron a una ambulancia.
—¿Quién lo acompaña? —preguntó el médico. Todos bajaron la cabeza.
A Marta no le quedó otra. Recogió el monopatín, la mochila escolar con una correa rota y subió al vehículo.
En el hospital, mientras el chico estaba en revisión, su teléfono revivió de repente: cinco llamadas perdidas del jefe. Su jornada—y la reunión—habían empezado sin ella. Marcó su número, pero él no contestó. Minutos después, recibió un mensaje:
*”No se preocupe. Cambié de opinión. Buena suerte en su búsqueda de empleo.”*
Así terminó su carrera. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se contuvo. ¡Como si no encontrara otro trabajo de secretaria! Aunque…
No tuvo tiempo de terminar el pensamiento. Sacaron al chico de la consulta.
—Tranquila, señora. No es grave. Pero qué descuido dejar que un niño monte en patineta con este tiempo…
—Disculpe, no soy su madre, y tenemos prisa. Gracias por su ayuda —respondió Marta, sentando al chico a su lado.
Tendría unos catorce años.
—¿Cómo estás? —preguntó—. ¿Dónde vives?
Él le dio la dirección y Marta llamó a un taxi. Mientras, el chico marcó un número en su móvil:
—Abuela, no te asustes… Me caí con el monopatín. Ahora vuelvo a casa.
Oyó gritos al otro lado del auricular, pero el taxi ya había llegado. Apoyándose en Marta, logró subir.
Se llamaba Pablo, vestía de forma decente y no parecía venir de una familia humilde. Pero, ¿por qué llamó a su abuela y no a sus padres?
—Mi padre está de viaje —dijo—. Me dejó con ella.
Al llegar a la casa, una mujer preocupada los esperaba en la puerta. Marta le explicó lo sucedido y la abuela la invitó a tomar un té.
No se negó. La casa estaba impecable. Marta rodeó la taza caliente con las manos mientras la abuela regañaba cariñosamente a su nieto por tomar el “aparato ese” sin permiso.
Intercambiaron números y al final se despidieron.
—Te llamaré para saber cómo estás. Si necesitan ayuda, avísenme —dijo Marta antes de irse.
Aunque no tenía a dónde ir. Su jornada laboral—y su puesto de secretaria—habían terminado antes de empezar.
“Quizá sea para mejor”, pensó y se fue a casa.
Pasó la semana buscando empleo en Internet. Había ofertas, pero nada convenía: o estaban lejos, o el sueldo era bajo, o pedían cursos adicionales.
Nada le gustaba, así que siguió buscando. Hacia el fin de semana, decidió llamar a Pablo. Antes ya lo había hecho varias veces, pero esta vez él se adelantó:
—¡Hola, Marta! Soy Pablo. Estoy bien, no te preocupes. Mi padre ya volvió. Todo bien. ¿Te gustaría venir a mi cumple el sábado?
Al principio dudó, pero luego pensó: ¿por qué no? El chico le caía bien, la abuela era encantadora, y aceptó. Él se alegró y le envió la dirección—no la de su abuela.
El sábado, Marta compró un regalo: una mochila escolar nueva, bonita y cara. Luego se dirigió a la dirección indicada.
Al llegar, miró la casa y se quedó boquiabierta. Una vivienda nueva y elegante, camino de gravilla, jardín… De pronto, apareció la abuela de Pablo.
—¡Marta, pasa! —dijo alegre, mientras el chico asomaba sonriente detrás.
Entró, dejó el abrigo, le dio el regalo al cumpleañero y entonces un hombre salió del salón.
Le tendió una mano bien cuidada y dijo:
—David, padre de este muchachoMarta lo miró y, con un nudo en la garganta, supo que la vida le estaba dando una segunda oportunidad, esta vez con un hombre que sí valía la pena.