**Ella en mi lugar**
—No quiero ir con papá… Tía Laura dijo que papá ya no me quiere —Max abrazó sus rodillas y escondió el rostro entre ellas, sentado en la cama.
Alba se quedó paralizada. Todo parecía igual de siempre. El pijama arrugado con coches, la mochila de juguetes en el rincón, la chaqueta sobre la silla. Todo tan hogareño, tan cálido. Solo que su hijo no corría por la casa como una bala, sino que se había encogido en un rincón, como si quisiera desaparecer.
Hoy debía ir con su padre, pero por alguna razón rogaba quedarse. Si lo pensaba bien, desde hacía tiempo esas visitas ya no lo emocionaban como antes. Alba intentó convencerlo, pero de pronto el niño soltó la noticia: Laura, la nueva pareja de Adrián, lo maltrataba.
—Max… —La mujer se sentó con cuidado a su lado—. Cuéntame, por favor, ¿qué pasó?
Él calló. Luego alzó ligeramente la cabeza y la miró de abajo arriba. No parecía un niño de cinco años. En su mirada había una tristeza y un cansancio tan profundos como los de un adulto al que nadie escucha.
—Solo estaba jugando… Ella se enfadó porque el juguete hacía ruido. Ese robot, ¿te acuerdas? Me lo quitó y dijo que pronto tendrían otro bebé, y que papá se olvidaría de mí. Que yo… sobraba. Y si se lo contaba a alguien —respiró hondo—, todos pensarían que miento. Porque tía Laura diría que es mentira. Y ella es mayor. A ella le creerían.
Hablaba lento, entrecortado, a punto de romper a llorar. Dentro de Alba hirvió una mezcla de rabia, miedo y culpa por haber permitido esto. El corazón le latía con una angustia pegajosa, un nudo en la garganta. Max giró la cabeza y comenzó a rascar la sábana con la uña. Alba le tomó la mano.
—Yo te creo. ¿Sabes por qué? Porque tú nunca mientes. Bueno, solo cuando encuentras los escondites de las chuches.
Él resopló, pero no sonrió.
—Papá la eligió a ella en vez de a mí…
—Papá aún no sabe toda la verdad —dijo Alba, intentando sonar segura—. Pero lo entenderá. Tiene que hacerlo.
Cuando Alba acostó a su hijo, decidió tomarse un té. En el silencio, de pronto recordó cómo había conocido a Laura. Si es que aquello podía llamarse un encuentro.
Hacía un año, un perfil anónimo le escribió: *«Buenas tardes. No me presentaré, solo sepa que soy buena persona. Si le interesa saber dónde pasa las noches su marido, venga el lunes a las siete al restaurante de la calle Cervantes, número 8. Mesa junto a la ventana»*.
Entonces, Alba aún se preguntaba quién se escondía tras la máscara del “buen samaritano”. Ahora lo sabía: era Laura. Una benefactora con tufillo.
Aquella noche lo vio todo. Adrián, frente a Laura. Sus manos entrelazadas sobre la mesa. El beso en la mejilla. Él luego balbuceó algo sobre una reunión de trabajo, una amiga, al final un *«no es nada serio»*. Pero Alba no estaba dispuesta a perdonar una infidelidad.
Se separaron. Pero Max seguía ahí. Y Laura también, que pronto se convirtió en la esposa de Adrián.
Su imagen era impecable: educada, dulce hasta lo empalagoso, buena con los niños. Todo en un mismo paquete. Incluso le regalaba juguetes a Max. Puzzles, juegos de dinosaurios, una vez una tortuga de peluche gigante.
Pero esos regalos no eran para el niño, sino para Adrián. Laura no luchaba por el cariño infantil, sino por la atención de un hombre. Su cariño era una herramienta, su sonrisa un cebo. Y ahora, agotada su paciencia y con la posibilidad de un hijo propio en el horizonte, Laura había cambiado el tono.
Se equivocó en una cosa: Alba podía ceder a un hombre. Pero no los sentimientos de su hijo.
En la nevera había una lista de tareas para mañana, pero a Alba ya le daba igual. Le quedaba una cosa por hacer hoy. Algo importante. Hablar con Adrián.
Miró la pantalla un largo rato antes de pulsar “llamar”. Los tonos sonaron más largos de lo normal. Cuando su exmarido respondió, su voz tenía un dejo de irritación. Era tarde.
—¿Algo urgente?
—Urgente. Tenemos que hablar. De Max.
Se tensó al instante. Podía sentirlo incluso por teléfono.
—¿Qué pasa? ¿Está enfermo?
—No. No quiere ir más contigo. Dice que Laura le dice cosas horribles. Que ya no lo quieres. Que tendrás otro hijo y te olvidarás de él.
Al otro lado, silencio. Luego Adrián habló brusco, casi ofendido, como si lo acusaran a él.
—Alba, ¡ya basta! ¿En serio crees que me voy a tragar esta patraña? Otra vez lo mismo. Otra vez metiéndote en mi vida y en mi relación con Laura a través del niño.
—No empiezo yo. Soy su madre. Y a él sí lo escucho. Tú, al parecer, no —replicó Alba, firme—. Tenía miedo de decírtelo. Y parece que con razón.
—¡Estás usando al niño! —saltó él—. Quieres que deje de vernos. Que me sienta culpable y corra detrás de ti. Esto es increíble, Alba. De verdad, increíble.
No respondió de inmediato, temiendo que la conversación degenerara. Contener la rabia era difícil. Le latían las sienes.
Ahí estaba, Adrián. No el peor padre, pero con esa manía adolescente: todos contra él, todos sus enemigos. Podía ser tierno con Max, sí. Pero si salía Laura, su cerebro se apagaba.
—Te hablo de nuestro hijo. De que lo están haciendo sufrir. Y tú solo escuchas tus propias palabras. Laura le dice que no lo quieres, que sobra. ¿Eso te parece normal?
—Ella nunca diría eso. Jamás. Ella… se esfuerza. Tú la odias. Te duele que me fui. Y por eso inventas esto para vengarte.
—¿Vengarme? —repitió Alba—. Delante de ti sonríe, pero después… ¿Alguna vez la has escuchado hablarme a solas?
No la había escuchado. Claro que no. Aunque lo hiciera delante de él, habría encontrado una excusa.
—En público, una ovejita dulce, mirada al suelo, sonriente. Pero a solas, otra película. *«Me eligió a mí»*. *«Tú no supiste retenerlo»*. *«Divorciada con mochila»*. Lo he oído. Muchas veces.
—No te creo. Laura no es así.
—Sí lo es, Adrián. Tú no quieres verlo. Pero yo sí. Y si solo fuera por mí… Pero con Max, no se lo permitiré.
Un recuerdo le surgió: un encuentro casual en el centro comercial. Adrián no estaba. Laura la miró de arriba abajo, frunció los labios y sonrió con desdén.
—No me extraña que te olvidara tan rápido. No tienes ni pizca de estilo.
Entonces solo pareció una pequeña crueldad. Quizá debió sospechar antes. Pero Max adoraba a Laura, insistía en ver a su padre, decía que todo estaba bien. Y Alba creyó.
Adrián seguía hablando, justificándose, lanzando acusaciones absurdas, pero ella ya no lo escuchaba. La llamada se cortó, y quizá fue mejor. Alba apagó el teléfono y se quedó sentada en la oscuridad.
Y al final, aunque el dolor seguía allí, Max aprendió que a veces las personas cambian, pero el amor verdadero nunca desaparece.