Olga Serrano siempre supo que no sería una suegra malvada. Era una mujer bondadosa y sensible, educando a su hijo Javier con la certeza de que algún día tendría su propia familia. Y Javier no le debía nada.
Cuando Javier llevó a su prometida, una chica dulce llamada Lucia, Olga la recibió con los brazos abiertos. Lucia, por su parte, se esforzaba por agradar a su futura suegra: alababa su cocina, elogiaba su piso y no escatimaba halagos. Olga estaba segura de que no habría conflictos.
Decidieron vivir juntos. Javier insinuó compartir la casa con su madre, pero a Olga no le entusiasmó la idea.
—Por supuesto que no os echaré. Pero, hijo, sería un error. Los jóvenes y los padres deben vivir separados. Cada uno tiene sus rutinas y a veces quiere tranquilidad. Además, dos mujeres en la cocina nunca termina bien.
Javier la escuchó, pero el alquiler le resultaba demasiado caro. Entonces, Olga propuso ayudarles hasta que se estabilizaran.
—Puedo pagar un tercio del alquiler al principio, luego vosotros asumiréis el resto.
Javier aceptó encantado. Olga estaba dispuesta a pagar por la paz y la armonía. Recordaba sus primeros años de matrimonio viviendo con sus suegros. Aunque su suegra no era una mala persona, siempre surgían roces, malentendidos y enfrentamientos. La comida también era un problema, pues sus gustos diferían. Sufría comiendo lo que preparaba su suegra, solo por educación. Aquello la había agotado.
Al final, alquilaron un piso cerca de Olga, lo cual la alivió. No quería convivir, pero deseaba ver a su hijo con frecuencia.
Lucia trabajaba en una guardería y ganaba poco. Javier tampoco aspiraba a más, conformándose con su empleo en la fábrica.
Cuando se mudaron, Olga se ofreció a ayudarles.
—¡Ay, gracias! —exclamó Lucia—. El piso está tan sucio que no sé por dónde empezar.
Agarró trapos y productos de limpieza y se apresuró a ayudar. Pero observó cómo limpiaba Lucia: torpe, agobiada. Al final, Olga hizo casi todo. Lucia le agradeció, diciendo que debía aprender de ella. Pero la madre estaba tan exhausta que apenas la escuchó.
Al día siguiente, Javier llamó para proponer una visita el fin de semana.
—¿Podemos ir a tu casa? —preguntó.
—Claro, venid, me encantará —respondió Olga.
Cocinó todo el día: platos principales, ensalada, entrantes. Pero al llegar, sus hijos llegaron con las manos vacías. No era que esperara regalos, pero incluso unas galletas para el café habrían sido un gesto.
—Mamá, ¿nos llevamos las sobras? Así no tenemos que cocinar —pidió Javier al terminar.
Olga suspiró. A ella tampoco le venía mal evitar cocinar unos días, pero no negaría nada a su hijo.
—Llevaos lo que necesitéis —dijo.
Aunque le molestó, trató de no darle importancia. Los jóvenes querían disfrutar en vez de pasar horas en la cocina. ¿Qué podía hacer? Ella cocinaría.
Olga trabajaba en casa, rara vez iba a la oficina, lo que le convenía. Pero cuando Javier llamó la semana siguiente, no esperaba lo que vino.
—Mamá, ¿puedo pasar a comer? Estoy ahorrando y no quiero ir al restaurante.
Olga se quedó pasmada. No tenía nada preparado, pero no podía negarse.
—Vente —dijo, apresurándose a cocinar.
Pensó que sería un hecho aislado, pero Javier empezó a aparecer cada día. Ya no solo gastaba más en comida, sino que la interrumpía constantemente.
Pero calló. ¿Cómo negarle la comida a su hijo? Aun así, un día preguntó por qué no llevaba comida de casa.
—Lucia casi no cocina. Por cierto, ¿podemos ir a cenar el fin de semana? ¡Tu comida es deliciosa!
—Lo siento, voy a casa de una amiga —mintió Olga, avergonzándose.
—Qué pena.
Había que poner freno. Pero no encontraba el valor para expresar su incomodidad. No quería parecer mezquina.
Y todo repercutía en su bolsillo. Seguía pagando parte del alquiler.
Decidió seguir aguantando. Cocinaría los fines de semana para solo calentar después. Pero tampoco se atrevía a pedirle que al menos comprara los ingredientes.
Así pasaron tres semanas. Javier llegaba a diario, y luego también Lucia. Olga asumió su papel de cocinera.
Pero la gota que colmó el vaso fue cuando su hijo la llamó para el cumpleaños de Lucia.
—Te invitamos —dijo alegre.
—Oh, pero si vendrán vuestros amigos.
—¡Queremos que estés! Eres importante para nosotros.
Olga se derritió. Hasta que Javier continuó:
—¿Podrías venir temprano? Ayudarías a Lucia a limpiar y cocinar.
Su hijo la trajo de vuelta a la realidad.
—¿Ella sola no puede? —preguntó Olga, fría.
—No, bromeas. Ni cocina bien. Podrías prepararlo en tu casa y traerlo. Y venir antes para limpiar. Tengo trabajo por la mañana.
—¿Y los ingredientes? —preguntó Olga, aún atónita.
—Cómpralos tú. No sabemos qué cocinarás, pero nos gusta todo —dijo Javier—. Y pon la mesa. Lucia irá a la peluquería.
Olga estalló. No era que su hijo y su prometida la quisieran mucho. La veían como una empleada gratis. Ella pagaba, cocinaba y ahora limpiaría en su casa.
—No iré —dijo firme.
—¿Por qué?
—Iría como invitada, no como criada.
—¡Mamá, exageras!
—¿Exagero? ¡Media jornada cocinando! ¡Que Lucia se encargue! ¡Es su cumpleaños! Y los ingredientes cuestan dinero. ¿No me compensaréis?
—No tenemos ahora… —intentó Javier.
—Si Lucia tiene para la peluquería, también para la comida. Y no vengáis más a comer. No soy vuestro restaurante.
Casi le dice que pagaran ellos el alquiler. Pero temió que se mudaran con ella. Eso sí sería el colmo.
Ni Javier ni Lucia se disculparon. No supo cómo resolvieron el cumpleaños.
Olga entendió algo: una buena madre no es la que siempre alimenta a su hijo, sino la que lo suelta a tiempo. Porque Javier tenía que madurar, dejar de depender de ella. Era hora de que fueran independientes.