Sin rumbo en casa: la espera interminable de una noche más

Isabel caminaba de un lado a otro por el salón sin encontrar paz. Llevaba días esperando a que Adrián llegara a casa tarde, y ayer apareció casi al amanecer. Le había reprochado que podía haber avisado, llamado al menos para que no se preocupara. Discutieron. Y ahora, otra vez, esperaba, pisando fuerte, mirando el reloj una y otra vez.

“Me quiere, claro. Pero podría llamar. Tarde o temprano se casará. Tendré que acostumbrarme. Quién sabe qué clase de mujer le tocará, más preocupaciones vendrán. Mejor no pensarlo. Es mayor, pero el corazón no entiende de razones”. Isabel no podía evitar darle vueltas a todo.

Antes se reía de esas madres que sobreprotegían a sus hijos ya adultos, y ahora era igual. Todas las chicas con las que salía Adrián, si es que se dignaba a presentárselas, le parecían indignas de él. Como cualquier madre, creía que debía consultarle algo tan importante como elegir esposa. Al fin y al cabo, ella sabía mejor lo que le convenía. Los pensamientos no paraban de atormentarla. Ojalá llegara ya.

La puerta se abrió con un clic, e Isabel se sobresaltó, aunque llevaba horas pendiente del ruido. “¡Por fin!” Corrió hacia la entrada, pero se detuvo a mitad de camino, dio media vuelta y se sentó a la mesa de la cocina, con las manos cruzadas.

—Mamá, ¿qué haces despierta? —Adrián se plantó en el umbral.

—Sabes que me preocupo. Podrías haber avisado —contestó ella, con reproche.

—Mamá, soy mayor y no pienso dar explicaciones de cada paso que doy.

—¿Dónde estabas? —Isabel lo miró desafiante.

—En casa de Lucía —su voz se suavizó al pronunciar el nombre.

—Otra chica más, y seguramente no será la última. Y madre solo tienes una —no pudo evitar el tono celoso.

—¿Otra más? Ella es única, como tú, mamá —Adrián se acercó, se inclinó y la besó en la mejilla—. Y no hables mal de ella. Si discutimos, luego te arrepentirás. Además, ¿cómo voy a elegir esposa sin salir con nadie? Tú misma dijiste que no hay que casarse con la primera que aparezca. ¿O no?

—Lo dije —admitió Isabel—. ¿Me estás diciendo que ya has elegido?

Adrián se agachó a su lado y le cogió las manos. El corazón de Isabel se llenó de ternura. ¡Era el vivo retrato de su padre! La misma mirada, la misma sonrisa.

—Sí, mamá —apoyó la cabeza en sus rodillas, casi arrepentido.

—Pues preséntamela —dijo ella, más calmada.

—Claro, pero… —levantó la vista.

—¿Qué? ¿Hay algo malo en ella? —Isabel temió que fuera a traer a casa a alguna vagabunda, como cuando de niño recogía perros y gatos de la calle.

La compasión por los animales era buena, pero no podía acogerlos a todos. Entonces fingía alergia, empezaba a estornudar, y Adrián terminaba encontrándoles otro hogar. Ahora no podría usar esa excusa.

Las palabras le quemaban la lengua, pero al ver la mirada de advertencia de su hijo, prefirió callar.

—No tiene nada malo, mamá. Es guapa y cocina bien. A mí me gusta. Pero no está sola.

—¿Te has enamorado de una mujer casada?

El miedo debió reflejarse en su rostro, porque Adrián rápidamente añadió:

—No, claro que no. Pero tiene un hijo. Tiene cinco años.

—¿Cinco? —exclamó Isabel—. ¿Qué edad tiene ella?

—Mamá, no grites. Sí, es mayor que yo.

—Ya veo —Isabel casi se ahogó de rabia.

¡Su niño, su sol, por el que daría la vida, se había enamorado de una mujer mayor y con un hijo!

—¿Qué es lo que ves, mamá? La quiero. Todos tenemos derecho a equivocarnos. Tú misma lo decías.

—Sí, pero algunos errores duran toda la vida. ¿Y las chicas jóvenes ya no te interesan? —espetó con amargura.

—Por eso no te lo conté antes. Sabía que no lo entenderías —Adrián se levantó de un salto—. ¿Te acuerdas de esa compañera de trabajo, la que fue engañada por un hombre? La defendías. Decías que merecía a alguien bueno que fuera padre para su hija. ¿Por qué ese alguien no puedo ser yo?

—Cariño, el amor viene y va. Yo también amé locamente a tu padre, y nos abandonó por otra.

—Exacto, mamá. No hay garantías de que una chica joven sea para siempre. Yo quiero a Lucía. Y a su hijo. Es un niño increíble. Aunque te opongas, no la dejaré. ¿Entiendes? Mejor lo dejamos aquí.

—Adrián, te crié para que fueras feliz…

—Basta. Es mi vida, mamá. Si te entrometes, me iré —dio media vuelta y se encerró en su habitación.

—Hijo…

A la mañana siguiente, se fue al trabajo sin desayunar. No hablaban. Adrián llegaba tarde y se encerraba. Isabel no sabía cómo arreglar el distanciamiento.

Parecía que fue ayer cuando lo meció en brazos, le cantó nanas o le curó las rodillas raspadas. Ahora tenía su propia vida. Y aceptarlo no era fácil.

—Adrián, hablemos —intentó en un momento.

—Hablaremos cuando estés lista para escucharme.

—Debe quererla de verdad. Si no, perderás a tu hijo, Isabel —le advirtió Carmen, la más veterana del trabajo.

No pudo guardarse el dolor y, en la pausa del almuerzo, se desahogó con ella. Necesitaba consejo, consuelo.

—Sé que no tengo razón, pero no pude contenerme… —casi llorando, confesó.

—¿Querías que se quedara soltero a tu lado? Él necesita tu apoyo, no tus reproches. ¿La suegra te aceptó a ti de buenas a primeras?

—No. Pero yo era más joven que tu padre y sin hijos —Isabel sollozó.

—Y aun así te ponía pegas. Las madres somos así, celosas, nunca aprobamos a nadie. Unas se resignan y se llevan bien con las nueras; otras, les declaran la guerra. No lleva a nada bueno. Tú te casaste sin hijos, y aún así lo criaste sola.

—Adrián me dijo lo mismo.

—Pues hazte a la idea. Todavía no se ha casado. Sigue viniendo a casa. Él también sufre. Espera que muestres sabiduría y amor de madre. Ve, conoce a Lucía, mira qué clase de mujer es. Y deja de llorar. No es que se vaya a la guerra, solo quiere casarse. El corazón no se manda.

Poco a poco, Isabel se calmó. Llevaban casi tres semanas como extraños. No podía seguir así. Decidió ir a ver a Lucía, hablar, pedirle que dejara libre a Adrián. Se armó de valor. Consiguió la dirección del vecino, amigo de su hijo.

Los martes y viernes Adrián iba al gimnasio después del trabajo. Tendría hora y media. Pero no podía ir con las manos vacías. Eso sería demasiado agresivo. ¿Una tarta? Las tartas son para hacer las paces, y ella iba a lo contrario. Un juguete, quizá. Sería un detalle hacia el niño, no hacia su madre.

Entró en una tienda y, sin darse cuenta, se entusiasmó eligiendo juguetes: “Este coche lo compro hoy, y aquel otro la próxima vez”. ¿La próxima vez? Difícil.

Llamó al timbre con decisLa puerta se abrió, y al ver la sonrisa sincera de Lucía y los ojos curiosos del pequeño Javier, Isabel sintió que el resentimiento se desvanecía, y en su lugar brotó una cálida esperanza.

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