Mi marido lleva seis meses viviendo con su madre “enferma” y no tiene intención de volver a casa. Me acusa de no querer entenderlo.
Desde hace medio año, mi marido reside en casa de su madre. Ella finge constantemente que se encuentra mal. Antes llegó a quedarse con ella tres semanas, pero esto ya roza el absurdo. Encima, me echa en cara que no le comprendo ni hago nada por ayudarle.
¿Cómo se supone que debo ayudar a una suegra que simula estar enferma sólo para destrozar nuestro matrimonio? Lo tiene claro: ata a su hijo con el método más viejo del mundo, aparentando fragilidad. Ya viví con esa mujer una vez. Gracias, pero no pienso repetir el error.
A su madre le dolió mucho enterarse de que Alfredo y yo nos casaríamos. Ni siquiera lo disimulaba; la idea le repateaba. Evitaba las peleas directas porque quería que su hijo la viera como una madre ejemplar, pero no perdía ocasión de provocarme o guardarme rencor.
Yo no caía en sus trampas, sobre todo porque apenas nos veíamos. Tenía mi propio piso, donde Alfredo y yo nos instalamos. Claro, eso tampoco le gustó. Es difícil controlar la vida de un hijo cuando ya no está bajo tu techo, igual que resulta imposible mangonear a una nuera que no tiene por qué agradarte.
Pero mi suegra dio con otra estrategia. No es la primera, desde luego. La táctica era sencilla: hacerse pasar por una enferma crónica que necesitaba atención constante.
Alfredo, que jamás había sido víctima de sus manipulaciones, se volvió hipersensible y se mudó temporalmente con ella. La “pobrecita anciana” acumulaba tantos síntomas que cualquier hospital se habría peleado por estudiarla.
Sufría de tensión alta y baja, dolores en el pecho, en la espalda, crujidos en las rodillas y desmayos. Me costó darme cuenta de que todo era teatro. Al principio pensé que era estrés: su niño mimado se había ido con otra mujer, era normal que su cuerpo reaccionase así.
La primera vez que mi suegra “enfermó” y Alfredo se quedó una semana, yo también fui a ayudar. Creí que era grave. El primer día actuó de maravilla. Pero a los dos días noté algo raro: sus males desaparecían cuando él salía. Recobraba el ánimo al instante. Sin embargo, en cuanto él volvía, la pobre volvía a agonizar.
Compartí mis sospechas con mi marido, pero no me creyó. Lógico, ¡era una actriz nata! Yo no me tragué el papel. Cogí mis cosas y me fui a casa.
Alfredo regresó días después diciendo que su madre había mejorado. Mi suegra no pudo ocultar su dicha al verme marchar; era el precio de su victoria. Pero semanas después, la comedia volvió.
Me sacaba de quicio: cada vez que ella “recaía”, Alfredo se mudaba con ella indefinidamente. Sólo mejoraba cuando yo le insistía en llamar a un médico. Nadie puede enfermar tan seguido sin motivo.
En cuanto mi suegra intuía que vendría un médico, sanaba milagros. Y Alfredo, una vez seguro de que su madre estaba fuera de peligro, regresaba conmigo.
Llevamos seis meses así. Al principio hubo un motivo legítimo: una operación de rodilla. Se cayó hace dos años y el médico recomendó cirugía para evitar complicaciones.
Se operó y le recetaron reposo una semana. Alfredo se quedó con ella, como buen hijo. Yo no me opuse, era una situación real.
Pero ni en una semana ni en un mes volvió. Su madre empezó a fingir que no se recuperaba. Ya caminaba, pero le contaba a su hijo que se había caído al andar y apenas podía levantarse mientras él trabajaba.
Seis meses después, mi marido sigue viviendo con ella y tragándose sus mentiras. Aunque los médicos aseguran que está bien, que la operación fue un éxito y que camina sin ayuda. Pero, claro, qué sabrán ellos.
Le di un ultimátum: o volvía a casa para siempre o firmaba el divorcio. Ahora me acusa de no amarle ni comprenderle. “No estoy con una amante”, dice, “sino con mi madre, que necesita ayuda”.
Mis amigas no entienden por qué sigo esperando. Para ellas, la solución es obvia. Quizá ya lo sea para mí, aunque hasta el último minuto creí que la razón de Alfredo acabaría imponiéndose.