**LA CATALINA**
Javier salió corriendo del portal y se dirigió a toda prisa hacia la tienda. Quería llegar antes de que cerraran, pues cenar sin pan no era opción. En la entrada del establecimiento, una niña de unos cuatro años abrazaba a un perrito pequeño.
“Señora, ¿le compraría pan a mi perrito, por favor?”, pidió la pequeña con voz temblorosa, mirando con esperanza a una mujer que entraba.
“Niña, ¿dónde está tu madre? ¿Qué haces sola a esta hora? ¡Vete a casa!”, respondió la mujer con severidad antes de entrar.
Javier, que había presenciado la escena, se detuvo. La mirada de la niña era triste, desolada. Algo le decía que no era el perro el que tenía hambre.
“¿A tu perro le gusta el pan?”, preguntó Javier, acercándose con una sonrisa.
“Sí”, contestó la niña rápidamente. “Aunque prefiere chorizo y golosinas. Pero si tiene hambre, come pan.”
“Entiendo”, dijo él con tristeza. “Espérame un momento, voy a comprar algo rápido.”
Dentro de la tienda, cogió pan, leche, yogur, galletas, algún dulce y un poco de chorizo. Mientras esperaba en la cola, recordó su propia infancia: su madre, limpiadora, gastaba el sueldo en alcohol, y él pasaba días sin comer. A veces, al anochecer, revisaba los parques infantiles con una linterna, buscando alguna golosina olvidada en la arena. La niña de la tienda tenía esa misma mirada hambrienta que él había conocido demasiado bien.
Al salir, se acercó a ella. Quería darle la bolsa, pero notó que no podría llevarla con el perro en brazos.
“¿Vives lejos?”, preguntó.
“No, en ese edificio”, señaló la niña hacia un bloque de cinco plantas al otro lado de la calle.
“Vamos, te ayudo.”
La cara de la pequeña se iluminó. Caminó delante de Javier, tarareando una canción que le resultaba familiar.
“¿Cómo te llamas?”, preguntó él.
“Catalina”, respondió. “Y él es Bonito.”
Le contó que vivía con su madre y su abuela, y que había encontrado a Bonito en la calle. Javier esperaba equivocarse en sus sospechas, que tal vez solo fuesen pobres, pero no maltratadas.
“Vivo ahí”, dijo Catalina, señalando una ventana del segundo piso de donde salía música a todo volumen. “No quiero entrar. Bonito y yo cenaremos aquí.”
“¿Y tu abuela está en casa?”, insistió Javier, preocupado por verla sola a las once de la noche.
“Sí. Cobró la pensión y están bebiendo en la cocina”, contestó la niña, frunciendo el ceño.
Javier no sabía qué hacer. La calle estaba oscura y vacía. Insistió en que entrara.
“Vete a tu habitación, cena y acuéstate. Es peligroso estar fuera. ¿No quieres que alguien se lleve a Bonito?”
La niña negó con la cabeza y apretó más al perro. Javier la acompañó hasta la puerta y solo se fue al verla entrar.
En casa, Cristina, su esposa, embarazada de seis meses, lo regañó por llegar tarde. Al ver su expresión, le preguntó qué pasaba. Javier le contó lo de Catalina y Bonito.
“Hiciste bien en ayudarla”, dijo Cristina con tristeza. “Pero no podemos hacernos cargo de todos. Pronto tendremos nuestro hijo.”
Javier sabía que tenía razón, pero esa noche no pudo dormir.
Una semana después, volviendo de un paseo, vieron a Catalina llorando frente a la tienda.
“¡Catalina! ¿Qué pasa?”, preguntó Javier, arrodillándose junto a ella.
“¡Se llevaron a Bonito!”, sollozó. “Unos chicos se lo quitaron.”
“Espera aquí”, dijo Javier, corriendo hacia donde ella señaló.
Minutos después, volvió con el perro en brazos. Cristina, que había consolado a la niña en un banco, notó moretones en sus brazos.
“Javier, no podemos dejar esto así. Su madre le hizo esto. Voy a llamar a la policía.”
Catalina se aferró a Javier, suplicando que no la llevaran. Pero sabía que no podía dejarla allí.
Los agentes llegaron rápido. Mientras Cristina explicaba la situación, Catalina gritó entre lágrimas:
“¡Eres malo! ¡Te creía mi amigo! ¡Devuélveme a Bonito!”
Un policía la cargó para calmarla. El coche se marchó, dejando a Javier en el banco con el perro en brazos.
“Me lo quedo”, dijo con firmeza.
Cristina asintió. “Estará mejor en un centro.”
“¿Tú qué sabes de esos sitios?”, replicó él, amargamente.
Esa noche no se hablaron. Cristina bañó al perro y lo abrazó. Javier miraba por la ventana, con el corazón encogido.
Al rato, Cristina entró en la cocina.
“Javier, no dejo de pensar en ella.”
“No llores, no es bueno para el bebé.”
“¿Y si la adoptamos?”, preguntó en voz baja.
“¿En serio?”, los ojos de Javier brillaron. “Ni en mis sueños me atrevía a pedirlo.”
“¿Y si no nos la dan? Tiene madre.”
“Nos la darán. Tengo contactos.”
Tres meses después, Javier fue al centro a buscar a Catalina. La niña jugaba cuando lo vio.
“¡Javier! ¿Me llevas hoy?”
“¡Sí, hoy!”, rió él, feliz como un niño.
“¿Y Cristina no vino?”
“Te espera en casa. Tienes un hermanito.”
“¿Y Bonito? ¿También me espera?”
“Claro. Eres su mejor amiga.”
De vuelta a casa, Javier sonreía. Habían logrado la custodia. Sabía que no podía salvar a todos los niños, pero al menos a uno.
Él haría todo lo posible para que sus hijos tuvieran una infancia mejor que la suya. Nunca pasarían hambre ni buscarían migajas en los parques.