—¿Adónde vas tan elegante? —preguntó el vecino al ver a Darío con traje y corbata.
—Al graduación de mi hijo —contestó él.
—¡Vaya! Cómo crecen los hijos ajenos…
—Los propios también —sonrió Darío.
—Es verdad… Entonces, ¿pronto dejarás de pagar la pensión?
Darío lo miró de tal manera que el vecino se sintió incómodo:
—¿Qué tiene que ver eso?
—¿Cómo que qué? ¿No te cansa estar dándole dinero a tu ex?
—No me cansa —respondió Darío secamente y, dejando al vecino desconcertado, se alejó.
Poco a poco recuperó el buen humor. Los recuerdos lo invadieron…
***
Aquel día en que su vida cambió para siempre, Darío estaba sumido en la apatía.
En teoría, era un hombre libre: ganaba bien, vivía en un piso estupendo, no le faltaba atención femenina y su negocio iba viento en popa. Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío? Nada le alegraba. No tenía ganas de nada. Todo le daba igual.
Al salir de la oficina, notó que estaba a punto de llover. El cielo se cubrió de nubes y el viento arreció.
Llamó un taxi, pues lo último que quería era mojarse.
Su coche estaba en el taller, como siempre, y él jamás llevaba paraguas.
Se hundió en el asiento trasero y se dejó llevar por el vacío interior.
El taxista hablaba sin parar, intentando impresionar a un cliente adinerado, mientras la radio sonaba con una canción lúgubre…
A Darío no le gustaba esa música…
Hasta que escuchó unos versos que lo devolvieron a la realidad de golpe.
*Viví sin pensar, sin rumbo fijo,*
*la sangre loca como el vino.*
*Su amor parecía infinito,*
*y nunca pensé en otro destino.*
*Pero día a día, sin sentido,*
*la herí más y más sin saber,*
*y perdí su amor tan querido*
*cuando pudo ser miel.*
Un dolor agudo lo atravesó. De pronto, supo de dónde venía.
Lucía…
Luci…
Luisa…
Así la había llamado en distintas épocas de su vida.
Su romance de instituto acabó en matrimonio. Nadie creyó que la bella Luisa Montero se casaría con Darío Mendoza, el gamberro más conocido del colegio.
Pero él lo sabía. Sin ella, no podía vivir.
Por ella estudió, por ella luchó, por ella se convirtió en quien era ahora.
Y ella… siempre estuvo ahí. Amándolo. Cuidándolo. Inspirándolo.
Le dio dos hijos.
Siempre serena, atenta, hermosa.
Sin reproches, sin quejas.
Parecía feliz con lo que tenía.
Y Darío asumió que sería así para siempre. Que ella nunca se iría. Que lo perdonaría todo, que estaría ahí pase lo que pasara.
Entonces, se dejó llevar. El dinero llegó, y con él, los amigos, las fiestas, las mujeres…
Luisa callaba. No preguntaba. Lo aceptaba todo.
Criaba a sus hijos…
Él no se justificaba, no se disculpaba, no ayudaba.
Pagaba las cuentas.
Creía que con eso bastaba para hacerla feliz.
Se equivocó.
Un día, todo terminó con una frase:
—Darío, ya no te quiero.
—¡Venga ya…! —se aturdió—. Estás cansada. Vamos a cenar.
Ella puso los platos en la mesa y dijo con firmeza:
—No me entiendes. Tenemos que divorciarnos. No puedo seguir así.
—¿Y los niños? —exclamó Darío, y hasta él mismo se avergonzó de lo tópico de sus palabras.
—Claro. Merecen crecer con amor… no en un matrimonio vacío.
—¡Pues vete! —rugió él, cogió la chaqueta y se marchó.
Pasó tres días fuera. Esperando que ella lo buscara, que llamara.
Luisa no dijo nada.
Al volver, encontró bolsas con las cosas de ella y los niños en el recibidor.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Preparo nuestras cosas —respondió Luisa con calma.
—¿Para qué?
Ella lo miró sorprendida.
—Para de una vez —farfulló Darío—. No hace falta… Yo me iré.
Y se fue.
Les dejó todo a ella y a sus hijos.
En su mundo, no podía ser de otra manera.
Tras el divorcio, Luisa estuvo sola varios años. Él lo sabía, y por eso aparecía cuando le parecía, llevaba regalos, exigía respeto.
Hasta que un día, Luisa se casó de nuevo.
Darío estalló de rabia. ¿Cómo se atrevía? ¡Ella, la madre de sus hijos! ¡Debía estar agradecida por todo lo que él les daba, por la pensión, por el dinero extra!
Y empezó a envenenarle la vida.
Sobre todo cuando bebía.
Algo que ocurría cada vez más.
La llamaba, le mandaba mensajes con insultos…
Incluso la amenazó…
Luisa no reaccionaba. Hasta que lo bloqueó en todas partes.
Entonces, empezó a esperarla en la calle…
Sobrio, se odiaba por no controlarse, por hacer lo que jamás haría con la cabeza fría.
Pero, por más que le remordía la conciencia, nunca pidió perdón. No podía mirarla a los ojos…
Poco a poco, su vida se convirtió en odio. A sí mismo, a Luisa, al mundo entero…
Dejó de sentir. Olvidó cómo alegrarse.
Todo le daba asco.
***
Y ahora, esta canción…
—¿Quién canta esto? —preguntó Darío con voz ronca.
—¡Tío, en serio! ¡Es Ismael Serrano! ¿No lo conoces?
Darío no respondió. Un minuto después ordenó:
—¡Da la vuelta! ¡Ahora! ¡Deprisa! —y dio una dirección.
Al pasar por un supermercado, vio a una anciana con un cubo de claveles. Los favoritos de Luisa.
Paró el taxi, bajó de un salto. Le compró todas las flores, le dio un billete a la asustada mujer…
Y ahora estaba ante la puerta.
Su corazón latía tan fuerte que creía que se le saldría del pecho.
Emociones olvidadas lo desbordaban.
Se sentía vivo otra vez.
¡Sí! ¡Así era!
Darío pulsó el timbre…
La puerta la abrió Luisa. Primero se sorprendió. Luego, asustó. Y al final, al ver al gamberro desesperado que una vez amó, moviéndose incómodo, sonrió. Entendió que no venía a pelear.
—Pasa —dijo, haciendo espacio.
Darío entró. Le tendió las flores:
—Para ti. Sé que te gustan.
—Gracias —Luisa escondió la cara entre los claveles, respirando su aroma.
—Luisa, ¿quién es? —salió de la cocina su nuevo marido, con un delantal de dibujos animados.
Al ver a Darío, el hombre se puso serio. Sus encuentros anteriores siempre acababan mal.
—Luisa —murmuró Darío, mirándola a los ojos—, lo entiendo todo. Perdón. Estuve equivocado. Ahora sé que arruiné mi vida. Mi felicidad. Sí, la arruiné. Porque sin ti y sin los niños, no tengo nada.
Luisa lo miraba en silencio. No sabía qué decir. Su marido le tomó la mano…
—Y a ti, Guillermo, creo que te llamas, gracias. Por estar con ellos. En mi lugar.
Darío le tendió la mano.
Guillermo dudóGuillermo la estrechó, y en ese instante, Darío supo que al fin había encontrado la paz.